El viejo tema zoroastriano del sol naciente, origen del diseño del cimacio persa. Los horrores sangre-y-oro de los sacrificios mexicanos, tal como los contaron los sacerdotes católicos, o los dieciocho mil niños formosanos, menores de nueve años, cuyos corazoncitos fueron quemados sobre un altar por mandato del espurio profeta Salmanasar..., todo ello una falsificación europea del verde pálido siglo XVIII.

Volvió a arrojar las notas en el cajón de su escritorio. Eran hojas muertas e inutilizables. Apoyando el codo en la mesa y balanceándose ligeramente en su sillón, se rascó despacio la cabeza entre los ásperos cabellos (tan ásperos como los de Balzac; también tenía una nota sobre esto en alguna parte). Un horrible sentimiento surgió en su interior: estaba vacío, nunca volvería a escribir un libro, era demasiado viejo para enderezar y reconstruir el mundo que se había derrumbado al morir ella.

Bostezó, y se preguntó qué vertebrado individual habría sido el primero en bostezar, y si se podía presumir que este torpe espasmo era la primera señal de agotamiento por parte de toda la subdivisión en su aspecto evolutivo. Tal vez si tuviese una pluma estilográfica nueva en vez de esta porquería, o un fresco manojo, digamos, de veinte hermosos y afilados lápices en un esbelto jarrito, y una resma de suave papel marfil en vez de estas, veamos, trece, catorce hojas más o menos arrugadas (con un perfil dolicocéfalo con dos ojos, dibujado por David en la primera), podría empezar a escribir esa cosa desconocida que deseo escribir; desconocida, salvo por una vaga silueta en forma de zapato, cuyo temblor de infusorio siento en mis inquietos huesos, un sentimiento de shchekotiki(como solíamos decir en nuestra infancia), medio hormigueo, medio cosquillas, que experimentamos cuando tratamos de recordar algo o de comprender algo o de descubrir algo, y probablemente tenemos la vejiga llena y los nervios excitados; pero, en conjunto, la combinación no es desagradable (si no se prolonga) y produce un pequeño orgasmo o petit éternuement intérieurcuando encontramos, al fin, la pieza de rompecabezas que llena exactamente el hueco.

Mientras terminaba su bostezo, pensó que su cuerpo era demasiado grande y sano para él: si lo hubiese tenido descompuesto y fláccido y plagado de pequeños trastornos, se habría sentido más en paz consigo mismo. El cuento del descortezamiento del caballo del Barón Munchausen. Pero el átomo individual es libre: late como quiere, a marcha lenta o rápida; decide él mismo cuándo debe absorber y cuándo debe irradiar energía. Hay mucho que decir sobre el método empleado por los personajes varones en las viejas novelas: la acción de apoyar la frente en el deliciosamente frío cristal de la ventana es, ciertamente, apaciguador. Y así estaba él, pobre percipiente. La mañana era gris, con manchas de nieve derretida.

Dentro de unos minutos (si su reloj marchaba bien), habría que ir a buscar a David al jardín de infancia. Los lentos y lánguidos sones de un poco animado sacudimiento en la habitación contigua significaba que Mariette se dedicaba a expresar sus vagas nociones del orden. Krug oía las sordas pisadas de sus zapatillas ribeteadas de sucia piel. La chica tenía una manera irritante de hacer las faenas de la casa, con sólo una pobre bata cuyo deshilacliado orillo le llegaba apenas a las rodillas, para ocultar su desdichadamente joven cuerpo. Femineum lucet per bombycina cor pus. Preciosos tobillos: ella decía que había ganado un premio de baile. Un embuste, supongo, como la mayoría de sus afirmaciones: aunque, pensándolo bien, tenía en su habitación un abanico español y un par de castañuelas. Por ninguna razón especial (¿o buscaba algo? No), él había echado un vistazo a su habitación, al pasar, mientras ella estaba fuera con David. Olía fuertemente a sus cabellos y a Sanglot(un perfume barato de almizcle); había trapos sucios tirados en el suelo y, sobre la mesita de noche, una rosa de un rojo marchito en un vaso, y una gran radiografía de sus pulmones y sus vértebras. Había resultado ser una cocinera tan detestable que se veía obligado a hacer subir diariamente, del buen restaurante de la esquina, al menos una comida completa para los tres, contentándose con huevos, gachas y diversas conservas, para los desayunos y las cenas.

Después de mirar de nuevo su reloj (e incluso de escucharlo), resolvió desfogar su inquietud con un paseo. Encontró a Cenicienta en el cuarto de David: ella había interrumpido sus labores para coger uno de los libros de animales de David, y estaba ahora enfrascada en él, medio sentada, medio tumbada en la cama, con una pierna estirada hacia fuera, apoyado el tobillo desnudo en el respaldo de una silla, caída la zapatilla y moviendo los dedos.

—Yo iré a buscar a David —dijo él, desviando la mirada de las rosadas y parduscas sombras que exhibía ella.

—¿Qué? (La extraña chiquilla no se molestó en cambiar de actitud: sólo dejó de mover los dedos del pie y levantó los empañados ojos.)

Él repitió la frase.

—Ah, muy bien —dijo ella, mirando de nuevo el libro.

—Y, por favor, vístete —añadió Krug, antes de salir de la habitación.

Tenía que buscar otra persona, pensó, al salir a la calle; alguien completamente distinto, una persona de edad, que se vistiese del todo. Comprendía que era sólo una cuestión de hábito, resultado de haber posado siempre desnuda para el barbudo artista del departamento 30. En realidad, durante el verano, y según decía la muchacha, ninguno de ellos llevaba nada dentro de casa: ni él, ni ella, ni la mujer del artista (la cual, según los variados óleos exhibidos antes de la revolución, tenía un cuerpo grande y con numerosos ombligos: unos, ceñudos; otros, de expresión sorprendida).

El jardín de infancia era una alegre y pequeña institución regida por una antigua alumna suya, una mujer llamada Clara Zerkalski, y su hermano Mirón. La principal diversión de los ocho chiquillos que estaban a su cuidado era una intrincada serie de túneles almohadillados, cuya altura permitía a duras penas pasar por ellos a cuatro patas; pero había también ladrillos de cartón pintados de vivos colores, y trenes mecánicos, y libros de imágenes, y un perro vivo y peludo llamado Basso. Aquel lugar había sido descubierto por Olga el año pasado, y David estaba creciendo ya demasiado para él, aunque todavía le gustaba arrastrarse por los túneles. Para no tener que cambiar saludos con los otros padres, Krug se detuvo en la verja, detrás de la cual había un pequeño jardín (ahora lleno de charcos) con bancos para los visitantes. David fue el primero en salir corriendo de la abigarrada casa de madera.

—¿Por qué no ha venido Mariette?

—¿En vez de mí? Ponte la gorra.

—Podíais haber venido los dos.

—¿No has traído los chanclos?

—¡Hum!

—Entonces, dame la mano. Y si te metes en un charco una sola vez...

—¿Y si lo hago por casualidad ( nechaianno)?

—Yo cuidaré de que no ocurra. Vamos, raduga moia(mi arco iris); dame la mano, y en marcha.

—Hoy, Billy ha traído un hueso. ¡Uf, vaya hueso! Yo quiero traer también uno.

—¿Es el Billy moreno, o el niño pequeño que lleva gafas?