- Todo -contestó la mujer de Pablo-; íbamos a la playa y nos bañábamos, y había barcos de vela que se sacaban del agua tirados por bueyes. Metían los bueyes mar adentro, hasta que se veían obligados a nadar; entonces se les uncía a los barcos, y cuando hacían pie de nuevo, los remolcaban hasta la arena. Diez parejas de bueyes arrastrando un barco de vela fuera del mar, por la mañana, con una hilera de olitas que iban a romperse en la playa. Eso es Valencia.

- Pero ¿qué hacías, además de mirar a los bueyes?

- Comíamos en los tenderetes de la playa. Pastelillos rellenos de pescado, pimientos morrones y verdes y nuececitas como granos de arroz. Pastelillos de una masa ligera y suave, y pescado en una abundancia increíble. Camarones recién sacados del mar, bañados con jugo de limón. Eran sonrosados y dulces y se comían en cuatro bocados. Pero consumíamos montañas de ellos. Y luego paella, con toda clase de pescado, almejas, langostinos y pequeñas anguilas. Y luego, angulas, que son anguilas todavía más pequeñas, al pilpil, delgadas como hilo de habas retorciéndose de mil maneras y tan tiernas, que se deshacían en la boca sin necesidad de masticarlas. Y todo ello acompañado de un vino blanco frío, ligero y excelente, a treinta céntimos la botella. Y, para acabar, melón. Valencia es el país del melón.

- El melón de Castilla es mejor -dijo Fernando.

- ¡Qué va! -dijo la mujer de Pablo-; el melón de Castilla es para ir al retrete. El melón de Valencia es para comerlo. ¡Cuando pienso en esos melones, grandes como mi brazo, verdes como el mar, con la corteza que cruje al hundir! el cuchillo, jugosos y dulces como una madrugada de verano!! Cuando pienso en todas aquellas angulas minúsculas, delicadas, en montones sobre el plato… Había también cerveza en jarro durante toda la tarde. Cerveza tan fría que rezumaba su frescura a través del jarro y jarros tan grandes como barricas.

- ¿Y qué hacíais cuando no estábais comiendo y bebiendo?

- Hacíamos el amor en la habitación, con las persianas bajadas. La brisa se colaba por lo alto del balcón, que se podía dejar abierto gracias a unas bisagras. Hacíamos el amor allí, en la habitación en sombra, incluso de día, detrás de las persianas, y de la calle llegaba el perfume del mercado, de flores y el olor de la pólvora quemada, de los petardos, de las tracas, que recorrían las calles y explotaban diariamente, a mediodía, durante la feria. Había una línea que daba la vuelta a toda la ciudad y las explosiones corrían por todos los postes y los cables de los tranvías restallando con un estrépito que no puede describirse. Hacíamos el amor y luego mandábamos a buscar otro jarro de cerveza, cubierto de gotas por fuera, y cuando la camarera lo traía, yo lo tomaba en mis manos y lo ponía, helado, sobre la espalda de Finito, que no se había despertado al entrar la camarera y que decía: «No, Pilar; no, mujer, déjame dormir.» Y yo le decía: «No, despiértate y bebe esto, para que veas cómo está de frío.» Y él bebía sin abrir los ojos, y volvía a dormirse, y yo me tumbaba con una almohada a los pies de la cama y le contemplaba mientras dormía, moreno y joven, con aquel pelo negro, tranquilo en su sueño. Y me bebía todo el jarro escuchando la música de una charanga que pasaba. ¿Qué sabes tú de eso? -preguntó, de repente, a Pablo.

- Hemos hecho algunas cosas juntos.

- Sí -contestó la mujer-, y en tus tiempos eras más hombre que Finito. Pero no fuimos nunca a Valencia. Nunca estuvimos acostados juntos oyendo pasar una banda en Valencia.

- Era imposible -dijo Pablo-. No tuvimos nunca ocasión de ir a Valencia. Sabes bien que es así, si lo piensas un poco. Pero con Finito tú no hiciste nunca volar un tren.

- No -contestó la mujer-. Y eso es todo lo que nos queda, el tren. Sí. Siempre el tren. Nadie puede decir nada en contra del tren. Es lo único que nos queda de toda la vagancia, el abandono y los fracasos que hemos sufrido. Es lo único que nos queda, después de la cobardía que tenemos ahora. Ha habido otras cosas antes, es verdad. No quiero ser injusta. Pero no consentiré que nadie diga nada contra Valencia. ¿Me has oído?

- A mí no me gustó -dijo Fernando tranquilamente-. A mí no me gustó Valencia.

- Y aún dicen que las mulas son tozudas -dijo la mujer de Pablo-. Recoge todo, María, para que podamos marcharnos.

Mientras decía esto, oyeron los primeros zumbidos que anunciaban el retorno de los aviones.

Capítulo noveno

Estaban a la puerta de la cueva mirando los bombarderos, que volaban a gran altura, rasgando el cielo como puntas de lanza con el ruido del motor. Tienen forma de tiburones, se dijo Robert Jordan; de esos tiburones del Gulf Stream, de anchas aletas y nariz puntiaguda. Pero estos grandes tiburones, con sus grandes aletas de plata, su ronquido y la ligera niebla de sus hélices al sol, no se acercan como tiburones. Se precipitan como la fatalidad mecanizada.

«Todo esto debiera escribirse -se dijo-. Quizá se escriba algún día.»

Notó que María se agarraba a su brazo. La muchacha miraba hacia arriba, y él le preguntó:

- ¿A qué se parecen, guapa?

- No lo sé -contestó ella-; quizás a la muerte.

- Para mí no son más que aviones -dijo la mujer de Pablo-. ¿Dónde están los más pequeños?

- Quizás estén cruzando los montes por el otro lado -contestó Robert Jordan-; estos bombarderos van demasiado de prisa, para esperar a los otros, y tienen que volver solos. Nosotros no los perseguimos nunca al otro lado de las líneas. No tenemos suficientes aparatos para arriesgarnos a perseguirlos.

En aquel momento, tres cazas «Heinkel», en formación de V, llegaron justamente a donde estaban ellos volando muy bajo sobre la pradera, por encima de las copas de los árboles, parecidos a feos y estrepitosos juguetes de alas vibrantes y hocico puntiagudo; de golpe los aviones se hicieron enormes, ampliados a su verdadero tamaño y pasaron sobre sus cabezas con un ruido espantoso. Iban tan bajos que, desde la entrada de la cueva, todos pudieron ver a los pilotos, con su casco y sus gruesas anteojeras y hasta pudieron ver la bufanda flotando al viento del jefe de la escuadrilla.

- Estos sí que han podido ver a los caballos -dijo Pablo.

- Esos pueden ver hasta la colilla de tu cigarrillo -dijo la mujer-. Deja caer la manta.

No pasaron ya más aviones. Los otros debían de haber atravesado la cordillera por un lugar más alejado y más alto. Y cuando se extinguió el zumbido, salieron todos fuera de la cueva.

El cielo se había quedado vacío, alto, claro y azul.

- Parece como si hubiéramos despertado de un sueño -dijo María a Robert Jordan. Ni siquiera se oía ese imperceptible zumbido del avión que se aleja, que es como un dedo que os roza apenas, desaparece y os vuelve a tocar de nuevo cuando el sonido se ha perdido ya en realidad.