A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:

- ¿No se habían visto nunca tantos aviones?

- Jamás -dijo Pablo.

- ¿No hay tantos en Segovia?

- Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.

«Malo -se dijo Robert Jordan-. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas.»

Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano…

No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj seguía haciendo tictac.

Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos aviones camuflados a medias y las hélices girando al viento. Tiene que ser allí adonde van. No pueden estar prevenidos para el ataque, se dijo; pero algo respondió en él: ¿Por qué no? Han sido advertidos en todas las ocasiones.

- ¿Crees que habrán visto los caballos? -preguntó Pablo.

- Esos no van en busca de caballos -dijo Robert Jordan.

- Pero ¿crees que los habrán visto?

- No -contestó Jordan-, a menos que el sol estuviese por encima de los árboles.

- Es muy temprano -dijo Pablo apesadumbrado.

- Creo que llevan otra idea que la de buscar tus caballos -dijo Jordan.

Habían pasado ocho minutos desde que puso en marcha el resorte del reloj. No se oía ningún ruido de bombardeo.

- ¿Qué es lo que haces con el reloj? -preguntó la mujer.

- Escucho, para averiguar adonde han ido.

- ¡Oh!-dijo ella.

Al cabo de diez minutos Jordan dejó de mirar el reloj, sabiendo que estarían demasiado lejos para oírlos descargar, incluso descontando un minuto para el viaje del sonido, y dijo a Anselmo:

- Quisiera hablarle.

Anselmo salió de la cueva. Los dos hombres dieron algunos pasos, alejándose, y se detuvieron bajo un pino.

- ¿Qué tal? -preguntó Robert Jordan-. ¿Cómo van las cosas?

- Muy bien.

- ¿Ha comido usted?

- No, nadie ha comido todavía.

- Entonces, coma y llévese algo para el mediodía. Quiero que vaya a vigilar la carretera. Anote todo lo que pase, arriba y abajo, en los dos sentidos.

- No sé escribir.

- Tampoco hace falta -dijo Jordan, y, arrancando dos páginas de su cuaderno, cortó un pedazo de su propio lápiz con el cuchillo-. Tome esto y por cada tanque que pase, haga una señal aquí -y dibujó el contorno de un tanque-. Una raya para cada uno, y cuando tenga usted cuatro, al pasar el quinto, la tacha con una raya atravesada.

- Nosotros también contamos así.

- Bien. Haremos otro dibujo. Así; una caja y cuatro ruédas, para los camiones, que marcará con un círculo si van vacíos y con una raya si van llenos de tropas. Los cañones grandes, de esta forma; los chicos, de esta otra. Los automóviles, de esta manera; las ambulancias, así, dos ruedas con una caja que lleva una cruz. Las tropas que pasen en formación de compañías, a pie, las marcamos de este modo: un cuadradito y una raya al lado. La caballería la marcamos así, ¿ve usted?, como si fuera un caballo. Una caja con cuatro patas. Esto es un escuadrón de veinte caballos, ¿comprende? Cada escuadrón, una señal.

- Sí, es muy sencillo.

- Ahora -y Robert Jordan dibujó dos grandes ruedas metidas en un círculo, con una línea corta, indicando un cañón-, éstos son antitanques. Tienen neumáticos. Una señal también para ellos, ¿comprende? ¿Ha visto cañones como éstos?

- Sí -contestó Anselmo-; naturalmente. Está muy claro.

- Llévese al gitano con usted, para que sepa dónde está usted situado y pueda relevarle. Escoja un lugar seguro, no demasiado cerca, desde donde pueda ver bien y cómodamente. Quédese allí hasta que le releven.

- Entendido.

- Bien, y que sepa yo, cuando usted vuelva, todo lo que ha pasado por la carretera. Hay una hoja para todo lo que va carretera arriba y otra para lo que vaya carretera abajo.

Volvieron a la cueva.

- Envíeme a Rafael -dijo Robert Jordan, y esperó cerca de un árbol. Vio a Anselmo entrar en la cueva y caer la manta tras de él. El gitano salió indolentemente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.

- ¿Qué tal? -preguntó el gitano-. ¿Te has divertido esta noche?

- He dormido.

- Bueno -dijo el gitano, y sonrió haciendo un guiño-. ¿Tienes un cigarrillo?

- Escucha -dijo Robert Jordan, palpando su bolsillo en busca de cigarrillos-, quisiera que fueses con Anselmo hasta el lugar desde donde vigilará la carretera. Le dejas allí, tomando nota del lugar, para que puedas guiarme a mí o al que le releve más tarde. Después irás a observar el aserradero y te fijarás si ha habido cambios en la guardia.

- ¿Qué cambios?

- ¿Cuántos hombres hay ahora por allí?

- Ocho, según las últimas noticias.

- Fíjate en cuántos hay ahora. Mira a qué intervalos se cambia la guardia del puente.

- ¿Intervalos?

- Cuántas horas está la guardia y a qué hora se hace el cambio.

- No tengo reloj.

- Toma el mío -y se lo soltó de la muñeca.