- No tienes por qué. Vamos, vamos.

- No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.

- No, conejito, por favor.

- No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.

- Te quiero.

- Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza -dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.

El la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.

- No sé besar -dijo ella-; no sé cómo se hace.

- No hay necesidad de besarse.

- Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.

- No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.

- ¿Qué tengo que hacer?

- Yo te ayudaré.

- ¿Está mejor ahora?

- Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?

- Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?

- Sí.

- Pero no a un asilo. Contigo.

- Conmigo; no a un asilo.

- Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.

Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:

- ¿Has querido a otros?

- No, nunca.

Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.

- Pero me han hecho cosas.

- ¿Quiénes?

- Varios.

Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.

- Ahora no me querrás.

- Te quiero -dijo Jordan.

Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.

- No -dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color-. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.

- Te quiero, María.

- No, no es verdad -dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz-: Pero no he besado nunca a ningún hombre.

- Entonces, bésame a mí.

- Quisiera besarte -dijo ella-; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se-sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.

- Te quiero, María -dijo él-; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.

- ¿Crees lo que te digo?

- Lo creo.

- ¿Y podrías quererme? -preguntó, apretándose cálidamente contra él.

- Te quiero todavía más.

- Procuraré besarte como pueda.

- Bésame ahora.

- No sé cómo besarte.

- Bésame; no hace falta más.

María le besó en la mejilla.

- No, así, no.

- ¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.

- Muy fácil; vuelve la cabeza -dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo-: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.

- ¿Qué es lo que dices? -preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.

- Amor mío -dijo él.

Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.

- Has venido descalza -dijo.

- Sí.

- Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.

- Sí.

- Y no has tenido miedo.

- Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.

- ¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?

- No, ¿tienes tu reloj?

- Sí, pero lo tengo detrás de ti.

- Entonces, sácalo de ahí.

- No.

- Pues mira por encima de mi hombro.

Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.

- Me pinchas con tu barba en el hombro.

- Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.

- No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?

- Sí.

- ¿Y vas a dejártela crecer?

- No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?

- ¿Dispuesta a qué?

- ¿Quieres que lo hagamos?

- Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.

- ¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?

- No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.

- Es muy lista esa mujer.

- Y otra cosa -dijo María suavemente-; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.