«El nervio principal debió quedar destrozado cuando ese maldito caballo se me cayó encima -pensó-. La verdad es que no me duele nada, sino algunas veces, cuando cambio de postura. Eso debe de ser cuando el hueso pellizque alguna otra cosa. ¿No ves? ¿No ves qué suerte has tenido? Ni siquiera has tenido necesidad de emplear ese matagigantes.

Alcanzó el fusil automático, quitó el cargador del almacén y, buscando cargadores de repuesto, en el bolsillo, abrió el cerrojo y examinó el cañón. Volvió luego a colocar el cargador en la recámara, corrió el cerrojo y se dispuso a observar la pendiente. «Tal vez una media hora. Tómalo con calma.» Miró la ladera de la montaña, los pinos, e intentó no pensar en nada.

Miró el torrente y se acordó de lo fresco y lo sombreado que estaba debajo del puente. «Me gustaría que llegaran ahora. No quiero estar medio inconsciente cuando lleguen. ¿Para quién es más fácil la cosa? ¿Para los que creen en la religión o para los que toman las cosas por las buenas? La religión los consuela mucho; pero nosotros sabemos que no hay nada que temer. Morir sólo es malo cuando uno falla. Morir es malo solamente cuando cuesta mucho tiempo y hace tanto daño que uno queda humillado. Ya ves: tú has tenido muchísima suerte. No te ha pasado nada parecido. Es maravilloso que se haya marchado. No importa nada ya, ahora que se han ido todos. Es lo que yo había supuesto. Es verdaderamente como yo lo había pensado. Imagino lo que hubiera sido de haber estado todos diseminados sobre esta cuesta, ahí donde está el tordillo. O si hubieran estado todos paralizados aquí esperando. No, se han marchado. Están lejos. Si la ofensiva, al menos, tuviera éxito… ¿Qué deseas ahora? Todo. Lo quiero todo y aceptaré lo que sea. Si esta ofensiva no tiene éxito, otra lo tendrá. No me he fijado en qué momento han pasado los aviones. ¡Dios, que suerte que haya podido hacerla marcharse!

»Me gustaría hablar de esto con mi abuelo. Apuesto a que él no tuvo nunca que atravesar una carretera, reunirse con su gente y hacer una cosa parecida. Pero ¿cómo lo sabes? Quizá lo hiciera cincuenta veces. No. Sé exacto. Nadie ha hecho cincuenta veces una cosa semejante. Ni siquiera cinco. Es posible que nadie haya hecho esto ni tan siquiera una vez. Bueno. Claro que sí que lo habrán hecho.

»Me gustaría que vinieran ahora. Me gustaría que vinieran inmediatamente, porque la pierna empieza a dolerme. Debe de ser la hinchazón. Estaba saliendo todo a las mil maravillas cuando el proyectil nos alcanzó. Pero es una suerte que no sucediera eso cuando yo estaba debajo del puente. Cuando una cosa empieza mal, siempre tiene que ocurrir algo. Tú estabas fastidiado cuando dieron las órdenes a Golz. Tú lo sabías, y es sin duda eso lo que Pilar barruntó. Pero más adelante se organizarán mejor estas cosas. Deberíamos tener transmisores portátiles de onda corta. Sí, hay tantas cosas que debiéramos tener… Yo debería tener una pierna de recambio.»

Sonrió penosamente, porque la pierna le dolía muchísimo por la parte en que el nervio había sido destrozado cuando la caída. «¡Oh, que lleguen! -se dijo-. No tengo deseos de hacer como mi padre. Si hace falta, lo haré; pero querría no hacerlo. No soy partidario de hacerlo. No pienses en eso. No pienses en eso. Me gustaría que esos bastardos llegaran. Me gustaría mucho que llegaran en seguida.»

La pierna le dolía mucho. El dolor había empezado de golpe con la hinchazón, al desplazarse, y se dijo: «Quizá debiera hacerlo ahora mismo. Creo que no soy muy resistente al dolor. Escucha: si hago eso ahora mismo, ¿no lo tomarás a mal, eh? ¿A quién hablas? A nadie -dijo-. Al abuelo, creo. No. A nadie. ¡Ah!, mierda, quisiera que llegasen. Oye: tendré que hacer eso quizá, porque, si me desvanezco o algo así, no serviré para nada; y si me hacen volver en mí me harán una serie de preguntas y otras muchas cosas, y eso no marcharía bien. Es mucho mejor que no tengan que hacer esas cosas. De manera que, ¿por qué no va a estar bien que lo haga en seguída para que todo termine? Porque, ¡oh, escucha!, que lleguen ahora.

»No sirves para eso, Jordan -se dijo-. Decididamente, no sirves. Bueno, pero ¿quién sirve para eso? No lo sé, y en estos momentos no puedo averiguarlo. Pero la verdad es que tú no sirves. No sirves para nada. ¡Ay, para nada, para nada! Creo que sería mejor hacerlo ahora. ¿No lo crees? No, no estaría bien. Porque hay todavía algunas cosas que puedes hacer. Mientras sepas lo que tienes que hacer, tienes que hacerlo. Mientras te acuerdes de lo que es, debes aguardar. Así es que, vamos, que vengan. Que vengan.

»Piensa en los que se han ido. Piensa en ellos atravesando el bosque. Piensa en ellos cruzando un arroyo. Piensa en ellos a caballo entre los brezos. Piensa en ellos subiendo la cuesta. Piensa en ellos acogiéndose a seguro esta noche. Piensa en ellos escondiéndose mañana. Piensa en ellos. ¡Maldita sea! Piensa en ellos. Y eso es todo lo que puedo pensar acerca de ellos. Piensa en Montana. No puedo pensar. Piensa en Madrid. No puedo. Piensa en un vaso de agua fresca. Muy bien. Así es como será. Como un vaso de agua fresca. Eres un embustero. No será así en absoluto. No se parecerá a nada. Absolutamente a nada. Entonces, hazlo. Hazlo. Hazlo ahora. Vamos, hazlo ahora. No, tienes que esperar. ¿A qué? Lo sabes muy bien. Así es que espera.

»No puedo esperar mucho. Si espero mucho tiempo, voy a desmayarme. Lo sé porque he sentido tres veces que iba a desmayarme y me he aguantado. Me estoy aguantando muy bien. Pero no sé si podré seguir aguantándome. Lo que creo es que tienes una hemorragia interna en donde el hueso ha sido seccionado. La pescaste al volverte de lado. Eso es lo que provoca la hinchazón y lo que te debilita y te pone a pique de desmayarte. Estaría bien hacerlo ahora. Verdaderamente te digo que estaría muy bien.

»¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede…»

Y permaneció tendido, inmóvil, intentando retener algo que sentía deslizarse dentro de él como cuando se siente que la nieve se desliza en la montaña, y se dijo: «Ahora, calma, calma. Déjame aguantar hasta que lleguen.»

Robert Jordan tuvo suerte, porque los vio entonces, cuando la caballería salía del monte bajo y cruzaba la carretera. Los vio subir por la cuesta. Vio al soldado que se paraba junto al caballo gris y llamaba a gritos al oficial, que se acercó al lugar. Juntos, examinaron al animal. Desde luego, lo reconocieron. Tanto él como el jinete faltaban desde el día anterior.

Robert Jordan los divisó en la cuesta, cerca de él, y más abajo del camino vio la carretera y el puente y la larga hilera de vehículos. Estaba enteramente lúcido y se fijó bien en todas las cosas. Luego alzó sus ojos al cielo. Había grandes nubarrones blancos. Tocó con la palma las agujas de los pinos, sobre las cuales estaba tumbado, y la corteza del pino contra el cual se recostaba.

Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyado en el tronco del árbol.

Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.