Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.

«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo.» Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso.» El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.

«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito.»

Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.

Capítulo sexto

Una vez dentro de la cueva, Robert Jordan se acomodó en uno de los asientos de piel sin curtir que había en un rincón, cerca del fuego, y se puso a conversar con la mujer, que estaba fregando los platos, mientras María, la chica, los secaba y los iba colocando, arrodillándose para hacerlo ante una hendidura del muro, la cual se usaba como alacena.

- Es extraño -dijo la mujer- que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.

- ¿Le avisó usted para que viniese?

- No; viene todas las noches.

- Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.

- Es posible -dijo la mujer-; pero si no viene, tendrémos que ir a verle mañana.

- Ya. ¿Está muy lejos de aquí?

- No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.

- ¿Puedo ir yo? -preguntó María-. ¿Podría ir yo también, Pilar?

- Sí, hermosa -contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza-. ¿Verdad que es guapa? -preguntó a Robert Jordan-. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?

- A mí me parece muy bien -contestó Robert Jordan.

María le sirvió una taza de vino.

- Beba esto -le dijo-; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.

- Entonces vale más que no beba -dijo Jordan-. Me pareces ya guapa, y más que guapa -dijo tuteándola abiertamente.

- Así se habla -dijo la mujer-. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?

- Que es inteligente -respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.

- ¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!

- No me llames don Roberto.

- Es una broma. Aquí decimos en broma don Pablo y decimos en broma señorita María.

- No me gusta esa clase de bromas -dijo Jordan-. Camarada es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.

- Eres muy místico tú con tu política -dijo la mujer, burlándose de él-. ¿No te gustan las bromas?

- Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.

- A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera -dijo la mujer, echándose a reír-. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.

- El es comunista -aseguró María-, y los comunistas son gente muy seria.

- ¿Eres comunista?

- No. Yo soy antifascista.

- ¿Desde hace mucho tiempo?

- Desde que comprendí lo que era ser fascista.

- ¿Cuánto tiempo hace de eso?

- Cerca de diez años.

- Eso no es mucho tiempo -dijo la mujer-. Yo hace veinte años que soy republicana.

- Mi padre fue republicano de toda la vida -dijo María-. Por eso le mataron.

- Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo -dijo Robert Jordan.

- ¿En dónde fue eso?

- En los Estados Unidos.

- ¿Mataron a tu padre? -preguntó la mujer.

- ¡Qué va! -dijo María-. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.

- De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano -dijo la mujer-. Es señal de buena casta.

- Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano -dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.

- ¿Y tu padre hace todavía algo por la República? -preguntó Pilar.

- No, mi padre murió.

- ¿Puede preguntarse cómo murió?

- Se pegó un tiro.

- ¿Para que no le torturasen? -preguntó la mujer.

- Sí -replicó Jordan-; para que no le torturasen.

María le miró con lágrimas en los ojos:

- Mi padre -dijo- no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.

- Sí, tuvo mucha suerte -dijo Jordan-. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?