- Escucha, borracho, ¿sabes ya quién manda aquí?

- Mando yo.

- No, oye. Abre bien los oídos y quítate la cera de las orejas peludas. La que manda soy yo.

Pablo la miró y por la expresión de su rostro no podía averiguarse lo que pensaba. La miró resueltamente unos segundos y luego miró al otro lado de la mesa, a donde estaba Jordan. Luego volvió a mirar a la mujer.

- Está bien; tú mandas -asintió-. Y si así lo quieres, él manda también. Y podéis iros los dos al diablo. -Miraba ahora cara a cara a la mujer y no parecía dejarse dominar por ella ni haberse turbado por lo que le había dicho.- Es posible que sea un holgazán y que beba demasiado. Y puedes pensar que soy un cobarde, aunque te engañas. Pero, sobre todo, no soy un estúpido -hizo una pausa-. Puedes mandar si quieres, y que te aproveche. Y ahora, si eres una mujer, además de ser comandante, danos algo de comer.

- María -gritó la mujer de Pablo. La muchacha metió la cabeza por la manta que tapaba la entrada de la cueva-. Entra y sirve la sopa.

La chica entró, como se le decía, y acercándose a la mesa baja que había junto al fogón, cogió unas escudillas de hierro esmaltado y las acercó a la mesa.

- Hay vino para todos -dijo la mujer de Pablo a Jordan-; y no hagas caso de lo que dice ese borracho. Cuando se acabe, conseguiremos más. Acaba esa cosa tan rara que estás bebiendo y toma un trago de vino.

Jordan apuró de un trago el ajenjo que le quedaba y sintió que un calor suave, agradable, vaporoso, húmedo, toda una serie de reacciones químicas, se producían en él. Tendió su taza para que le sirvieran vino. La chica se la llenó y se la devolvió sonriendo.

- ¿Has visto el puente? -preguntó el gitano.

Los otros, que no habían abierto la boca después del homenaje rendido a Pilar, mostraban ahora mucho interés en escuchar.

- Sí -contestó Jordan-; es fácil de volar. ¿Queréis que os lo explique?

- Sí, hombre, explícalo.

Jordan sacó de su bolsillo el cuaderno de notas y les enseñó los dibujos.

- Mira -dijo el hombre de la cara aplastada, al que llamaban Primitivo-; ¡si es mismamente el puente!

Jordan, ayudándose con el lápiz, a guisa de puntero, explicó cómo tenían que volar el puente y dónde tenían que ser colocadas las cargas.

- ¡Qué cosa más sencilla! -dijo el hermano de la cicatriz, al cual llamaban Andrés-. ¿Y cómo haces que exploten?

Jordan lo explicó también y mientras daba la explicación notó que la muchacha había apoyado el brazo en su hombro para mirar más cómodamente. La mujer de Pablo estaba mirando igualmente. Sólo Pablo parecía no tener interés y se había sentado aparte con su taza de vino, que de vez en cuando volvía a llenar en el barreño que había colmado antes María con el vino del pellejo colgado a la entrada de la cueva.

- ¿Has hecho ya otras veces este trabajo? -preguntó la chica en voz baja a Jordan.

- Sí.

- ¿Y podremos verte cómo lo haces?

- Sí, ¿por qué no?

- Lo verás -dijo Pablo desde el otro lado de la mesa-. Estoy seguro de que lo verás.

- Cállate -dijo la mujer de Pablo. Y de repente, acordándose de la escena de aquella tarde, se puso furiosa-. Cállate, cobarde; cállate, asesino; cállate, mochuelo.

- Bueno -dijo Pablo-, me callaré. Eres tú quien manda ahora y no quiero impedir que mires esos dibujos tan bonitos. Pero acuérdate de que no soy un idiota.

La mujer de Pablo sintió que su rabia se iba cambiando en tristeza y en un sentimiento que helaba toda esperanza y confianza. Conocía ese sentimiento desde que era niña y sabía el motivo, como conocía las cosas que lo habían creado durante toda su vida. Se había presentado de repente y trató de ahuyentarlo. No quería dejarse tocar por él, no quería que tocara a la República. Así es que dijo:

- Vamos a comer. María, llena las escudillas.

Capítulo quinto

Robert Jordan levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y al salir respiró a fondo el fresco aire de la noche. La niebla se había disipado y brillaban las estrellas. No hacía viento y, lejos del aire viciado de la cueva, cargado del humo del tabaco y del fogón; liberado del olor a arroz, a carne, a azafrán, a pimientos y a aceite frito; del olor a vino del gran pellejo colgado del cuello junto a la entrada, con las cuatro patas extendidas, por una de las cuales se sacaba el líquido que quedaba goteando cada vez que se hacía y levantaba el olor a polvo del suelo; liberado del olor de las distintas hierbas cuyos nombres ni siquiera conocía, que colgaban en manojos del techo, al lado de largas ristras de ajos; libre del olor a perra gorda, vino tinto y ajos, mezclado con el sudor equino y el sudor de hombre secado bajo la ropa (acre y cansado el olor del hombre, dulce y enfermizo el olor del caballo, olor de piel recién cepillada); libre de todos esos olores, Jordan respiró profundamente el aire limpio de la noche, el aire de las montañas que olía a pinos y a rocío, al rocío depositado sobre la hierba de la pradera al pie del arroyo. El rocío había ido cayendo con abundancia desde que se había calmado el viento; pero al día siguiente, pensó Jordan, respirando con delicia, sería escarcha.

Mientras permanecía allí, respirando a pleno pulmón y escuchando el pulso de la noche, oyó primero disparos en la lejanía y luego el grito de una lechuza en el bosque, más abajo, hacia donde se había montado el corral de los caballos. Después oyó en el interior de la cueva al gitano que había empezado a cantar y el rasgueo suave de una guitarra:

Me dejaron de herencia mis padres…

La voz, artificialmente quebrada, se elevó bruscamente y quedó colgada en una nota. Luego prosiguió:

Me dejaron de herencia mis padres, además de la luna y el sol…

Al sonido de la guitarra hizo eco un aplauso coreado.

- Bueno -oyó decir Jordan a alguien-. Cántanos ahora lo del catalán, gitano.

- No.

- Sí, hombre, sí; lo del catalán.

- Bueno -dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamen tosa:

Tengo nariz aplasta, tengo cara charola, pero soy un hombre como los demás.

- Ole -dijo alguien-. Adelante, gitano. La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:

Gracias a Dios que soy negro y que no soy catalán.

- Eso es mucho ruido -dijo Pablo-. Cállate, gitano.

- Sí -se oyó decir a una voz de mujer-. Eso no es más que ruido. Podrías despertar a la guardia civil con ese vozarrón. Pero no tienes clase.