- Entonces, usted y yo somos iguales -dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.

- Podríais ser hermano y hermana por la traza -opinó la mujer-. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.

- Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido -dijo María-. Ahora lo veo todo muy claro.

- ¡Qué va! -se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.

- Hazlo otra vez -dijo ella-. Quiero que lo hagas muchas veces.

- Luego -contestó Jordan, con voz ahogada.

- Muy bonito -saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora-, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.

María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.

- ¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? -preguntó María.

- Sí-di jo él-; venga.

- Vas a tener un borracho como yo -dijo la mujer de Pablo-. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.

- No soy inglés: soy americano.

- Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?

- Afuera; tengo un saco de noche.

- Está bien -aprobó ella-. ¿Está la noche despejada?

- Sí, y muy fría.

- Afuera, entonces -dijo ella-; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.

- Está bien -contestó Jordan.

- Déjanos un momento -dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.

- ¿Por qué?

- Quiero hablar con Pilar.

- ¿Tengo que marcharme?

- Sí.

- ¿De qué se trata? -preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.

- El gitano dijo que yo debería… -empezó a decir Jordan.

- No -le dijo la mujer-; está equivocado.

- Si fuera necesario que yo… -insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.

- Eres muy capaz de hacerlo -dijo la mujer-. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.

- Pero si fuese necesario…

- No -insistió ella-. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.

- Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.

- No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.

- No lo entiendo.

- Eres muy joven todavía -afirmó ella-. Ya lo entenderás. -Luego llamó a la muchacha.- Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.

La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.

- Harías bien yéndote a la cama -dijo la mujer a Robert Jordan-. Has trabajado demasiado.

- Bueno -dijo Jordan-; voy a buscar mis cosas.

Capítulo séptimo

Se quedó dormido en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado -le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando-, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.

Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.

- ¡Ah!, ¿eres tú? -dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba-. Métete dentro -dijo dulcemente-; fuera hace frío.

- No, no debo.

- Ven -dijo él-; luego lo discutiremos.

La muchacha temblaba. El la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.

- Vamos, conejito -dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.

- Tengo miedo..'

- No tengas miedo. Métete.

- ¿Cómo?

- Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?

- No -dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.

- No -dijo, echándose a reír-; no te asustes. Es la pistola.

Cogió el arma y la puso detrás de él.

- Me da vergüenza -dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.