- No es ningún sueño, y tú vete para adentro y arregla las cosas -le dijo Pilar-. ¿Qué hacemos? -preguntó, volviéndose a Robert Jordan-. ¿Vamos a caballo o a pie?

Pablo la miró y murmuró algo.

- Como usted quiera -contestó Robert Jordan.

- Entonces, iremos a pie -dijo ella-. Es bueno para el hígado.

- El caballo es también bueno para el hígado.

- Sí, pero malo para las posaderas. Iremos a pie. ¿Y tú…? -La mujer se volvió hacia Pablo.- Ve a hacer la cuenta de tus caballos y mira si los aviones se han llevado alguno volando.

- ¿Quieres un caballo? -preguntó Pablo a Robert Jordan.

- No, muchas gracias. ¿Y la muchacha?

- Es mejor que vaya a pie -dijo Pilar-. Si fuera a caballo, se le entumecerían muchos lugares y luego no valdría para nada.

Robert Jordan sintió que su rostro se ponía rojo.

- ¿Has dormido bien? -preguntó Pilar. Luego dijo-: La verdad es que por aquí no hay nadie malo. Podría haberlo. Pero, no sé por qué, no lo ha habido. Hay probablemente un Dios, después de todo, aunque nosotros le hayamos suprimido. Vete -dijo a Pablo-; esto no tiene nada que ver contigo. Esto es para gente más joven que tú y hecha de otra pasta. Vete. -Luego, a Robert Jordan:- Agustín se cuidará de tus cosas. Nos iremos en cuanto llegue.

El día era claro, brillante y aparecía ya templado por el sol. Robert Jordan se quedó mirando a la mujerona de cara atezada, con sus ojos bondadosos y muy separados, con su rostro cuadrado, pesado, surcado de arrugas y de una fealdad atractiva; los ojos eran alegres, aunque la cara permanecía triste, mientras los labios no se movían. La miró y luego volvió su vista al hombre, pesado y corpulento, que se alejaba entre los árboles, hacia el cercado. La mujer también le seguía con los ojos.

- ¿Qué, habéis hecho el amor? -preguntó la mujer.

- ¿Qué es lo que le ha dicho ella?

- No ha querido decirme nada.

- Entonces yo tampoco le diré nada.

- Entonces es que habéis hecho el amor -dijo la mujer de Pablo-. Tienes que ser muy cariñoso con ella.

- ¿Y si tuviera un niño?

- No estaría mal -contestó la mujer-; eso no es lo peor que puede pasarle.

- El lugar no es muy a propósito para tenerlo.

- No seguirá mucho tiempo aquí; se irá contigo.

- ¿Y adonde iré yo? No podré llevarme ninguna mujer a donde yo tenga que ir.

- ¿Quién sabe? Quizá cuando te vayas te lleves a dos.

- Esa no es manera de hablar.

- Escucha -dijo la mujer de Pablo-; yo no soy cobarde, pero veo con claridad las cosas por la mañana temprano, y creo que de todos los que estamos vivos hoy hay muchos que ya no verán el próximo domingo.

- ¿Qué día es hoy?

- Domingo.

- ¡Qué va! -dijo Robert Jordan-; el domingo está muy lejos. Si vemos el miércoles, podremos darnos por contentos. Pero no me gusta que hable así.

- Todo el mundo- tiene necesidad de hablar con alguien -dijo la mujer de Pablo-; antes teníamos la religión y otras tonterías. Ahora debiéramos disponer todos de alguien con quien poder hablar francamente; por mucho valor que se tenga, uno se siente cada vez más solo.. -No estamos solos; estamos todos juntos.

- La vista de esos cacharros produce cierta impresión sentenció la mujer de Pablo-. Una no es nada contra esas máquinas.

- Sin embargo, se las puede vencer.

- Oye -dijo la mujer de Pablo-; si te digo lo que me preocupa, no creas que me falta resolución. A mí resolución no me falta nunca.

- La tristeza se disipará con el sol. Es como la niebla.

- Bueno -contestó la mujer-; como quieras. Mira lo que es hablar de Valencia y ese desastre de hombre que ha ido a ver a sus caballos… Le he hecho mucho daño con esa historia. Matarle, sí. Insultarle, sí. Pero herirle, no; no me gusta.

- ¿Cómo ha llegado a juntarse con él?

- ¿Cómo se junta una con uno? En los primeros días del Movimiento, y antes también, era algo muy serio. Pero ahora se ha acabado. Quitaron el tapón y el vino se derramó todo del pellejo.

- A mí no me gusta.

- El tampoco te quiere, y tiene sus motivos. Ayer, por la noche, dormí con él. -Sonreía, moviendo la cabeza de uno a otro lado.- Vamos a ver, le dije, Pablo, ¿por qué no has matado al extranjero?

»-Es un buen muchacho, Pilar; un buen muchacho.

»-¿Te das cuenta de que soy yo la que mando?

»-Sí, Pilar, sí -me respondió. Después, me di cuenta de que estaba despierto y llorando. Lloraba de una manera entrecortada, fea, como hacen los hombres, como si tuviese dentro un animal que le estuviera sacudiendo.

»-¿Qué te pasa, Pablo? -le pregunté, sujetándole.

»-Nada, Pilar, nada.

»-Sí, algo te pasa.

»-La gente -exclamó él-; el modo que han tenido de abandonarme. La gente.

»-Sí -le dije-, pero están conmigo, y yo soy tu mujer.

»-Pilar, acuérdate de lo del tren. -Y después, añadió:- Que Dios te ayude, Pilar.

»-¿Para qué hablas de Dios? -le pregunté-. ¿Qué manera de hablar es ésa?

»-Sí -dijo él-; Dios y la Virgen.

»-¡Qué va, Dios y la Virgen! ¿Es ésa manera de hablar?

»-Tengo miedo de morir, Pilar. Tengo miedo de morir, ¿comprendes?

»-Entonces, sal de esta cama -le ordené-; no hay sitio para mí, para ti y para tu miedo. Somos demasiados.

»Entonces él se avergonzó, se quedó quieto y yo me dormí. Pero el hombre está hecho una ruina.

Robert Jordan no dijo nada.

- Toda mi vida he tenido esta tristeza en algunos momentos -dijo la mujer-; pero no es como la tristeza de Pablo. No tiene nada que ver con mi resolución.

- Lo creo.

- Quizá sea como los períodos de la mujer -dijo ella-; quizá no sea nada. -Se quedó en silencio y luego añadió:- He puesto muchas ilusiones en la República. Creo mucho en la República y tengo fe en ella. Creo en ella como los que tienen fe en la religión creen en los misterios.

- Lo creo.

- ¿Y tú, tienes esa fe? si!

- ¿En la República?