- Sí.

- Claro -contestó él, confiando en que fuese verdad.

- Bueno -dijo la mujer-; ¿y no tienes miedo?

- Miedo de morir, no -contestó él con entera sinceridad.

- Pero ¿tienes miedo de otras cosas?

- Solamente de no cumplir como debo con mi misión.

- ¿No tienes miedo a que te cojan, como el otro?

- No -contestó él con sinceridad-; si tuviera miedo de eso estaría tan preocupado que no serviría para nada.

- Eres muy frío.

- No lo creo.

- Digo que eres muy frío de la cabeza.

- Es porque estoy muy preocupado de mi trabajo.

- ¿No te gusta la vida?

- Sí, mucho; pero no quiero que perjudique a mi trabajo.

- Te gusta beber; lo sé; lo he visto.

- Sí, mucho; pero no me gusta que perjudique a mi trabajo.

- ¿Y las mujeres?

- Me gustan mucho, aunque nunca les he dado gran importancia.

- ¿No te interesan?

- Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos.

- Creo que estás mintiendo.

- Quizá mienta un poco.

- Pero quieres a María.

- Sí, mucho; no sé por qué.

- Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho.

- Yo también -dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta-. Yo también. Sí. -Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español:- La quiero mucho.

- Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo.

Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego:

- No es necesario.

- Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo.

- ¿Has visto eso en mi mano?

- No, no debes creer en esas tonterías.

Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.

Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.

- Está el día también -dijo la mujer de Pablo-. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. Y se echó a reír.

Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.

- La quiero a usted -dijo-; la quiero a usted mucho.

- Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor -repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente-. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.

Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.

- ¡Hola, conejito! -dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.

- ¡Hola, hola! -dijo.

Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.

- Es una cosa indecente -le dijo a Pilar- y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.

- La cuido -contestó Pilar-; ese camarada es su novio.

- ¡Ah! -exclamó Fernando-, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.

- Me siento muy dichosa de que piense así -dijo la mujer.

- Lo mismo digo -asintió Fernando gravemente-. Salud, Pilar.

- ¿Adonde vas?

- Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.

- ¿A dónde diablos vas? -preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero.

- A cumplir con mi deber -contestó Fernando, con dignidad.

- ¿Tu deber? -preguntó Agustín, burlón-. Me c… en la leche de tu deber. -Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:- ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?

- En la cueva -contestó Pilar-; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.

- Me c… en la leche de tu cansancio -siguió Agustín.

- Entonces vete ye… en ti mismo -dijo Pilar, sin irritarse.

- Y en tu madre -replicó Agustín.

- Tú no has tenido nunca madre -le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.

- ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? -preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.

- Nada -contestó Pilar-; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.

- ¿Animal? -preguntó Agustín paladeando el piropo-. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.

- Lo que es a ti -dijo ella, riendo con estrépito- te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?

- Me c… en la leche de sus motores -contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.

- No está mal -dijo Pilar-. No está mal, aunque es difícil de hacer.

- A esa altura, desde luego -dijo Agustín, sonriendo-. Desde luego. Pero vale más reírse.

- Sí -dijo la mujer de Pablo-; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.

- Escucha, Pilar -dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente-. Algo se está preparando. ¿No es cierto?

- ¿Qué es lo que piensas?

- Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.

- Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?

- ¿Qué crees tú que es lo que preparan?

- Escucha -dijo Pilar-, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?