La vida de Simochka como mujer, hasta entonces, había resultado muy desgraciada. No era bonita. Su cara estropeada por una nariz que resultaba demasiado larga. Su pelo era ralo y agarrado en la nuca con un nudo pequeño. No era solamente pequeña —lo cual puede hacer hermosa a una mujer— sino excesivamente pequeña; se asemejaba más a una escolar de séptimo grado que a una mujer. De todos modos, era muy formal y nada inclinada a la diversión y a la ligereza, y esto también la hacía poco atractiva hacia los jóvenes. A los veinticinco años, nadie la había cortejado, nadie la había abrazado, nadie la había besado.
Pero hacía poco tiempo, justo un mes antes, algo se había descompuesto en el micrófono de la cabina y Nerzhin la había llamado para arreglarlo. Ella apareció con un destornillador en la mano y en la silenciosa, sofocante y pequeña cabina; repleta por ellos dos, se inclinó hacia el micrófono que Nerzhin examinaba. Sin darse cuenta su mejilla tocó la suya. Lo tocó y casi muere ahí mismo. ¿Qué sucedería ahora? Debería haberse retirado, pero permaneció mirando estúpidamente al micrófono. Así trascurrió el más largo y aterrante minuto de su vida —sus mejillas ardían unidas, pero no se retiró. De repente él le tomo la cabeza y besó sus labios. El cuerpo de Simochka se derritió de gozosa debilidad. No dijo nada en ese instante sobre Komsomols o el país; solamente: —la puerta no está cerrada.
Una cortina liviana azul oscura, moviéndose hacia adelante y atrás los separaba del bullicioso día; de la gente caminando por ahí, conversando, que bien podían haberla corrido en cualquier momento.
El prisionero Nerzhin no arriesgaba más que diez días en una celda de castigo. La joven arriesgaba toda su seguridad, su carrera, tal vez la libertad misma. Pero no tenía fuerzas de apartarse de las manos que sostenían su cabeza.
Por primera vez en su vida, un hombre la había besado.
Se podría decir esto: una cadena de acero astutamente forjada, se quebró en el eslabón forjado en el corazón de una mujer.
¡DETENTE, INSTANTE!
—¿De quién es esa pelada que está atrás mío?
—Muchacho, también estoy en ánimo poético. Charlemos.
—En principio estoy ocupado.
—Ocupado —¡pavadas! Estoy en un estado, Gleb. Estaba sentado junto al árbol de Navidad y dije algo acerca de mi cabina en la cabeza de puente al norte de Pulutsk y ¡de repente estaba en el frente otra vez! El frente entero se me vino encima, tan vivido, tan lacerante Oye —aún la guerra puede trasformarse en buenos recuerdos, ¿no?
—No deberías permitirlo. La ética taoista dice: —Las armas son instrumentos de desgracia, no de nobleza. El hombre sabio conquista sin quererlo.
—¿Qué es esto? Has saltado del escepticismo al taoísmo?
—Nada definitivo todavía.
—Primero recuerdo lo mejor de mi Fritz —cómo inventábamos los lemas para los folletos que representaban: una madre abrazando sus hijos... nuestra rubia Margarita llorando— ésa era nuestra obra de arte. Tenía un texto en verso.
—Ya sé. Recogí uno de ellos.
—Recuerdo cómo durante las tardes tranquilas salíamos en camiones sonoros al frente.
—Y entre los tangos emotivos, trataban de persuadir a sus hermanos soldados que levantaran las armas contra Hitler. Salíamos de nuestras trincheras también a escuchar. Pero los argumentos eran, más bien, simplotes.
—¿Qué quieres decir? Después de todo tomamos Graudenz y Elbing sin disparar un tiro.
—Pero eso ya era 1945.
—¡La gota de agua horada la roca! ¿Alguna vez te conté de Milka? Era una estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras, graduada en 1941 y se le designó inmediatamente a nuestra sección como traductora. Una ñatita, de movimientos rápidos.
—Espera, ¿era ella la que fue contigo a recibir la rendición de una fortaleza?
—Sí, era terriblemente vanidosa, y le encantaba que elogiaran su trabajo (¡qué Dios te amparara si te atrevías a hacerle una observación!). Y le gustaba que la propusieran para condecoraciones. ¿Te acuerdas del frente Noroeste más allá del río Lovat, entre Rakhlits y Novo-Svinukhovo al sur de Podtsepochiva? Hay un bosque allí.
—Hay más de un bosque allí. ¿De aquella margen del río Redya o de ésta?
—De ésta.
—Sí, lo sé.
—Bueno, ella y yo pasábamos todo el día ambulando por el bosque.
Era primavera —ni siquiera primavera, marzo todavía—. Cruzábamos los charcos con nuestras botas de felpa, la cabeza debajo de la gorra de piel mojada por el calor. Ese eterno olor del despertar de la primavera. Vagábamos como seres enamorados por la primera vez, como recién casados. ¿Por qué con una mujer nueva experimentas todo el proceso, justo desde el principio? ¡como un muchacho! ¡Ese bosque interminable! El humo de los diseminados refugios donde una batería de setenta y seis se hallaba en un claro. Nos manteníamos apartados de ellos. Ambulábamos así, hasta el anochecer húmedo y rosado. Me volvió loco todo el día; luego, cuando oscureció, encontramos un arsenal vacío.
—¿A la vista?
—Sí, ¿te acuerdas? Se construyeron muchos ese año, como refugios para animales salvajes.
—Tierra mojada. No se podía cavar hondo.
—Sí. Adentro había agujas de pino sobre el suelo, olor a resina de los troncos, humo de la lumbre —no había cocina, tenías que calentarte en el fuego. Había un agujero en el techo. Absolutamente nada de luz, desde luego. El fuego arrojaba sombras sobre las vigas. ¿Qué tal Gleb? ¡Algo de vida!
—Siempre he notado que hay una muchacha inocente en un cuento de prisión; todos incluyéndome, esperan ardientemente que para el fin del cuento, no vaya a seguir siendo inocente. Para los zeks ese es el punto principal de un cuento. Hay una búsqueda de justicia terrestre en eso, ¿no te parece? El ciego tiene que asegurarse por aquellos que ven, que el cielo permanece azul todavía, y el pasto verde. El zek tiene que creer que todavía hay mujeres, reales, vivas, adorables, en el mundo y que se dan a individuos con suerte. Esa es la noche que tú recuerdas —un enamorado en un refugio humeante, y nadie apuntándolo. ¡Guerra, infierno! Esa misma noche tu mujer guardaba sus cupones de azúcar para caramelos, todos pegoteados y mezclados con papel, pensando cómo dividirlos entre tus hijas para qué les durara todo un mes. Y en la prisión de Butyrskaya en la celda 73.
En un segundo piso, sobre un angosto corredor.
—Exactamente. El joven moscovita, profesor de historia Razvodovsky que acababa de ser arrestado y nunca había estado en el frente, probaba inteligentemente, convincentemente y con gran entusiasmo, utilizando preceptos históricos, sociales y éticos, que había un buen lado en la guerra. Y había muchachos desesperados en esa celda que habían peleado en todos lados, en todos los ejércitos —casi se comen al profesor vivo. Furiosos dijeron: No, no hay una sola migaja de bien en ella. Yo oía y me callaba la boca. Razvodovsky tenía buenos argumentos. Por momentos creí que tenía razón y además, por momentos, mis recuerdos eran buenos. Pero no me animé a discutir con los soldados. Cualquiera que fuese la razón que tenía para estar de acuerdo con ese profesor civil; era lo mismo que me diferenciaba —oficial de artillería de R.G.K. — de la infantería. Lev, después de todo, en el frente, a no ser por la toma de esas fortalezas fuiste un fracaso total. Después de todo, nunca tuviste que quedarte definitivamente en una línea de batalla de la cual te podrías retirar solamente al precio de tu cabeza. Yo fui en parte un fracaso también porque no participé en ningún ataque y tampoco llevé a éste a mis hombres. Además nuestros recuerdos nos juegan sucio y nos ocultan lo que fue terrible.