Miraron hacia la oscuridad.

Rubín dijo tristemente: —De todos modos, eres intelectualmente deficiente. Eso me preocupa.

—Pero yo no estoy tratando, de comprender las cosas; hay mucha inteligencia en el mundo, pero no hay mucha que valga.

—Aquí tienes un buen libro para leer.

—¿Hemingway?; ¿es otro sobre los pobres toros confundidos?

—No.

—¿Leones perseguidos? ¡En absoluto!

—Oye, si puedo comprender a la gente ¿por qué preocuparme de los toros?

—Tienes que leerlo.

—No tengo que hacer nada por nadie, acuérdate que ya he pagado todas mis deudas, como nuestro amigo Spiridon dice.

—¡Pobre tipo!

—¡Léelo! es uno de los mejores libros del siglo veinte.

—Y ¿va a revelarme lo que cada uno necesita comprender? ¿Ha descubierto qué hace confundir a la gente?

—Es un escritor inteligente, moralmente bueno, de honestidad sin fronteras, un soldado, cazador, pescador, borracho, mujeriego; desprecia toda falsedad con franqueza y tranquilidad, simple, muy humano, con la inocencia del genio.

—¡Oh, basta! — rió Nerzhin—. Me estás llenando los oídos con tu jerga. He vivido durante treinta años sin Hemingway, y me las voy a arregla para seguir algunos más. Primero trataste de metérmelo a Chapek, después Fallada. Hasta ahora, mi vida ha sido desgarrada sin esto ya; ¡no quiero desmembrarme tanto! Déjame por lo menos, encontrar alguna dirección.

Y volvió a su escritorio.

Rubin suspiró. Todavía no estaba con ánimo de trabajar.

Miró el mapa de China apoyado contra un estante de su escritorio. Había cortado este mapa de un diario, pegándolo sobre un cartón. Durante todo el año anterior había marcado con lápiz rojo el avance del ejército comunista; ahora, después de la victoria total, lo había dejado allí adelante, para que en sus momentos de depresión y fatiga pudiera levantar su ánimo.

Pero hoy la tristeza roía a Rubin, y aun la masa roja de la China victoriosa no podía vencerla.

Nerzhin, pensativo, chupando la punta de su lapicera plástica, escribió con su letra fina como si lo hiciera, no con una pluma sino con la punta de una aguja en una hoja muy pequeña, enterrada entre su "camouflage" de libros y biblioratos:

Recuerdo un pasaje de Marx (si pudiese encontrarlo) donde dice que tal vez el proletario victorioso pueda seguir sin expropiar a los paisanos prósperos. Esto significa que vio alguna forma económica de incluir a todos los paisanos en el nuevo sistema social. Pajan en 1929, por supuesto, no buscó estas salidas. ¿Cuándo buscó alguna vez algo inteligente o que valiera la pena? ¿Por qué un carnicero pretendía ser terapista?

El amplio laboratorio de acústica sonaba con su propia existencia pacífica todos los días. El motor del torno zumbaba. Se gritaban órdenes: "¡Prendan eso!" "¡Apaguen eso!" Por la radio, se oía música sentimental. Alguien llamaba a gritos por el tubo 6k7.

Aprovechando un momento en que nadie la veía, Serafina Vitalyevna observaba fijamente a Nerzhin quien estaba todavía escribiendo con su microscópica letra.

Shikin, el oficial mayor de seguridad, le había ordenado que observara a ese prisionero.

UN CORAZÓN DE MUJER

Serafina Vitalyevna era tan pequeña que resultaba difícil no llamarla "Simochka". Llevaba una blusa de hilo y un abrigado chal alrededor de sus hombros, y era teniente en el MGB del ministerio de Seguridad Social.

Todos los empleados libres de este edificio eran oficiales del MGB.

Los empleados libres, de acuerdo a la Constitución stalinista, tenían gran cantidad de derechos, entre ellos el de trabajar. De todos modos, este derecho estaba limitado a ocho horas diarias y también el hecho de no tener trabajo creativo hacía que vigilaran a los zeks. A los zeks, para compensarles el no tener ningún derecho, gozaban un mayor derecho a trabajar doce horas diarias. Los empleados libres rotaban por períodos de trabajo en cada uno de los laboratorios, para que los zeks pudieran ser supervisados a toda hora, incluyendo el intervalo de la comida desde las dieciocho hasta las veintitrés.

Simochka estaba ahora en su tarea nocturna. En el Laboratorio de Acústica esta mujer, con aspecto de pájaro, era el único representante de la autoridad y el único ejecutivo presente.

Según las reglas, tenía que vigilar que los zeks trabajaran y no haraganearan, que no usaran el laboratorio para fabricar armas o minar el local o construir túneles, y no utilizaran esa cantidad de piezas de radio para fabricar una comunicación con la Casa Blanca. A las once menos diez tenía que recolectar todos los documentos super-secretos, colocarlos en la gran caja fuerte y luego sellar la puerta del laboratorio.

Hacía solamente medio año que Simochka había completado el curso en el Instituto de Ingeniería y Comunicaciones; y había sido destinada por su intachable ficha de seguridad, a este tan secreto instituto científico de investigación; el cual por razones de seguridad, había sido denominado con un número, pero los prisioneros en su jerga irreverente llamaban la sharashka. Los empleados libres aceptados aquí eran de mayor categoría, se les pagaba sueldos más altos que a los ingenieros. Se les pagaba por su grado, por su uniforme y todo lo que se les exigía era dedicación y vigilancia.

El hecho de que nadie le exigiera sobre sus conocimientos en su terreno específico, significaba una gran suerte para Simochka. No solamente ella sino muchas de sus amigas, se habían graduado en el instituto sabiendo bastante poco. Había muchas razones para ello. Las jóvenes venían de colegios secundarios con muy poca base en matemáticas y física. Habían aprendido en los años superiores que en las reuniones de consejeros de la facultad el director había amonestado a los profesores por los aplazados y aunque el alumno no estudiase nada, tenía que recibir diploma. En el instituto, cuando encontraban tiempo para sentarse a estudiar, cursaban las matemáticas y radiotecnología como atravesando un incomprensible e infranqueable bosque de pinos. Pero generalmente no encontraban tiempo. Cada otoño, durante un mes o más, se llevaba a los estudiantes a recoger papas en las granjas colectivas. Por esta razón, tenían que asistir a conferencias de ocho y diez horas diarias durante el resto del año, no dándoles tiempo de estudiar. Los lunes a la tarde había adoctrinamiento político. Una vez por semana, una reunión específica era obligatoria. Después también había que hacer trabajo social útil; imprimir boletines, organizar conciertos, y era necesario también ayudar en sus hogares, comprar, lavar, vestirse. ¿Y el cine? ¿Y el teatro? ¿Y el club? Si una chica no se divertía y bailaba un poco durante sus años de estudiante, ¿cuándo lo haría después? Para sus exámenes Simochka y sus amigas hicieron copias que escondieron en ese lugar de ropa femenina negada a los hombres; y durante los exámenes, sacaban las que necesitaban y alisándolas las hacían pasar como trabajo de examen.