—Sí, yo no digo.

—Lo agradable flota en la superficie. — Pero cuando en una picada el bombardero Junker casi me destroza cerca de Orel— no recuerdo ninguna satisfacción interior. No Lev, la única guerra buena es aquella que está lejos.

—Bueno, yo no estoy diciendo que sea buena, pero que lo que uno recuerda es bueno.

—Seguramente, y tendremos buenos recuerdos de los campos de concentración algún día. Aun de los campos de tránsito.

—¿Los campos de tránsito? ¿Gorky? ¿Kirov? ¡No!

—Eso es porque en los cuarteles te sacaron tus cosas, y no puedes ser objetivo. Pero algunos lo pasaban bien, aún ahí —los que controlaban la alimentación y los que se ocupaban de los baños; algunos también podían tener relaciones con prostitutas y estarán contando a quién les quiera oír, que no hay mejor lugar en el mundo que un campo de tránsito. Después de todo, el verdadero concepto de la felicidad es condicionado, es una ficción.

—La naturaleza transitoria o irreal de un concepto, está implícita en su mismo nombre. La palabra felicidad es un derivado de otra que quiere decir: esta hora, este momento.

—No, querido profesor, perdóneme. Lea a Vladimir Dahl. — Felicidad viene de una palabra que quiere decir: su destino, su porción, aquello a lo cual uno ha podido aferrarse en la vida. La sabia etimología nos da una versión muy mezquina de la felicidad.

—¡Un momento!, mi explicación viene de Dahl también.

—¡Asombroso!, también la mía.

—A esta palabra se la debería investigar en todos los idiomas. Lo voy a apuntar.

—Maniático.

—Lo oigo de un tonto, te voy a decir algo sobre filología comparativa.

—Por ejemplo, como todo se deriva de la palabra "mano" —como diría Marr.

—Al diablo. — Oye. ¿Has leído la segunda parte de Fausto?

—Mejor preguntar si leí la primera parte. Todos dicen que es el trabajo de un genio, pero nadie lo lee. Lo conocen por Gounod.

—No, la primera parte no es nada difícil:

Nada tengo que decir del sol y el mundo.

Solamente veo los tormentos del hombre.

—Me gusta eso.

—O:

Lo que necesitamos no lo sabemos

y lo que sabemos no lo necesitamos.

—Extraordinario.

—La segunda parte es pesada, lo admito; pero aún así, ¡qué idea, hay allí! ¿Conoces el pacto entre Fausto y Mefistófeles? Mefistófeles va a recibir el alma de Fausto solamente cuando Fausto diga: "¡Oh, instante, detente! ¡eres tan hermoso!." Cualquier cosa que Mefistófeles le ofrezca á Fausto —la vuelta a su juventud, el amor de Margarita, una victoria fácil sobre su rival, riquezas ilimitadas, conocimientos sobre los secretos de la existencia— nada puede forzar esta última exclamación del pecho de Fausto. Los años pasan, Mefistófeles sé ha cansado de perseguir a este ser insaciable. Ve que es imposible hacer feliz a un ser humano, quiere abandonar su esfuerzo estéril. Fausto que ha envejecido una segunda vez y está ciego, ordena a Mefistófeles que le consiga miles de obreros para abrir canales y secar pantanos. En sus dos veces envejecido cerebro, (para el cínico Mefistófeles nublado y chocho) brilla una gran idea: Hacer feliz a la humanidad. A una señal de Mefistófeles los servidores del infierno aparecerán —los lémures— y comenzarán a cavar la tumba: de Fausto. Mefistófeles quiere enterrarlo para desembarazarse de él, sin esperanzas ya de su alma. Fausto oye el ruido de muchas palas al cavar. ¿Qué es eso? — pregunta—. Mefistófeles sigue fiel a su espíritu burlón; le dice que han secado los pantanos. Nuestros críticos gozan interpretando este momento en un sentido social optimista; porque él cree haberle hecho un gran servicio a la humanidad y porque esta idea le trae una gran felicidad, Fausto puede solamente decir —¡Oh instante, detente, eres tan hermoso! Si uno lo analiza. ¿No se estaba riendo Goethe de las ilusiones que minan la felicidad humana?.

En realidad, no había hecho absolutamente ningún servicio a la humanidad. Fausto pronuncia esta tan esperada frase sacramental, a un paso de la tumba, totalmente engañado y probablemente loco del todo y los lémures inmediatamente lo entierran en la fosa. ¿Qué es eso? ¿Un himno a la felicidad o una burla?

—Oh, Lev; —amigo—, me gusta tal cual eres en este momento, cuando discutes con el corazón y hablas inteligentemente y no tratas de ponerle etiquetas injuriosas a las cosas.

—¡Siniestro descendiente de Pirro! Nunca imaginé que te daba un placer. Pero oye: en una de mis conferencias anteriores a la guerra, y eran muy audaces para su época, — sobre la base de esa cita de Fausto, desarrollé la elegíaca idea sobre la inexistencia de la felicidad, la cual es o inalcanzable o ilusoria. Entonces un estudiante me entregó una nota escrita sobre un pedazo de papel, arrancado de una libreta:—. Pero yo estoy enamorado, y soy feliz! ¿Cómo se contesta eso?

—¿Qué contestaste?

—¿Qué puedes contestar?

EL QUINTO AÑO CON ARNESES

Estaban tan absorbidos en la conversación que no oyeron más el ruido del laboratorio ni la radio insistente en el apartado rincón; una vez más Nerzhin giró su silla de espaldas al laboratorio. Rubín dio vuelta su sillón y descansó su barba sobre los brazos cruzados.

Nerzhin hablaba con fervor, como un hombre impartiendo pensamientos que ha madurado durante largo tiempo.

—Cuando era libre y leía libros donde gente sabia consideraba el significado de la vida o la naturaleza de la felicidad, comprendía muy poco esos pasajes, los daba por sentado, se supone que los sabios piensan; es su profesión. ¿Pero el significado de la vida? Vivimos; esto es su significado, ¿la felicidad? Cuando las cosas andan muy bien, bueno es la felicidad, todo el mundo sabe eso. ¡Bendita sea la prisión! Me dio la oportunidad de pensar. Para poder comprender la naturaleza de la felicidad tenemos que analizar la saciedad. ¿Te acuerdas de Lubyanka y el contraespionaje? ¿Te acuerdas de esa cebada aguachenta y la sopa de avena sin una gota de gordura? ¿Puedes decir que la comías? No.

Comulgabas con ella, la tomabas como a un sacramento. Como el prana de los yoguis. La comías despacio, la comías de la punta de su cuchara de madera, la comías completamente absorbido en el proceso de alimentación, en el pensar en la comida— y se extendía por tu cuerpo como néctar. Temblabas ante la dulzura que emanaban esos granitos recocidos y el roñoso líquido en el cual flotaban. Y después —casi sin alimentarte: — seguías viviendo seis meses, doce meses ¿Puedes comprender la grosería de devorar un bife como este?