Los examinadores podían, desde luego, muy fácilmente descubrir la ignorancia de las estudiantes, pero ellos mismos estaban sobrecargados con reuniones, asambleas, variedad de planes e informes al decano y al rector. Les resultaba muy difícil tener que asistir a examen una segunda vez. Además, cuando sus estudiantes no aprobaban, a los examinadores se los amonestaba como si los aplazos fueran productos fallados de una producción en serie —según la muy conocida teoría: no hay malos alumnos, solamente malos profesores—. De ahí, los examinadores no trataban de confundir a los estudiantes, al contrario, trataban de ayudarlos a través del examen para obtener rápidamente el mejor resultado posible. A medida que los cursos estaban por finalizar, Shimochka y sus amigas se dieron cuenta, no sin cierta tristeza, que no les gustaba su profesión, en una palabra, que les parecía un aburrimiento. Pero ya era demasiado tarde. Simochka temblaba ante la idea de trabajar en ella.

Después fue destinada a Mavrino. Se alegraba que no le hubiesen adjudicado ninguna investigación independiente. Pero aun cualquiera, menos frágil y pequeña que ella, se hubiera amedrentado de cruzar la zona prohibida de este aislado castillo en Moscú; donde una guardia especial y personal supervisor vigilaban a importantes criminales de estado.

A diez graduados del Instituto de Comunicaciones se les dieron las instrucciones al mismo tiempo. Se les dijo, al respecto, que este trabajo era peor que la guerra; que habían caído en un pozo de víboras, donde el menor movimiento imprudente podía ser fatal. Se les dijo que encontrarían aquí la resaca de la raza humana, gente que no merecía hablar el idioma ruso que lamentablemente dominaban. Se les advirtió que esta gente era especialmente peligrosa porque no mostraban abiertamente sus colmillos de lobo, porque constantemente usaban una máscara de cortesía y buena educación. Si hubiera que preguntarles acerca de sus crímenes —lo cual estaba prohibido categóricamente— intentarían con mentiras inteligentes, retratarse como víctimas inocentes. Se les señaló que las muchachas, como miembros del Komsomol, no debían volcar su odio en estas víboras sino demostrarles una amabilidad exterior —sin entrar en ninguna discusión no referente al trabajo, sin hacerles ninguna comisión afuera— y que, a la primera violación o sospecha de violación o posibilidad de sospecha de violación de estas reglas tendrían que apurarse con una confesión al oficial de seguridad, el mayor Shikin.

El mayor Shikin, que se daba importancia a sí mismo, era bajo, trigueño, con el pelo canoso recortado sobre su cabeza grande y los pies pequeños, en los que usaba zapatos de tamaño de niño. Se le ocurría, dijo en esta ocasión, que mientras para él como para dicha persona de experiencia, la naturaleza interior de reptil, de estos malhechores era perfectamente clara; podría haber entre tantas jóvenes sin experiencia, cómo eran las recién llegadas, una, cuyo corazón humanitario titubeara y pudiera ser culpable de alguna infracción, como por ejemplo darle a los prisioneros un libro de la biblioteca de los empleados libres. Ni siquiera mencionó el despachar una carta afuera (pues cualquier carta dirigida a Marya o Tanya significaba obviamente un envío a algún centro de espionaje extranjero). Si alguna de estas jóvenes presenciaba la caída de alguna de sus amigas, tenía que ayudar a su camarada, esto es, denunciar lo que había sucedido al mayor Shikin.

Finalmente, el mayor no ocultó que la relación con los prisioneros, era castigada por el Código Criminal, y que el Código Criminal, como todos sabían, era elástico. Incluía hasta veinticinco años de trabajos forzados.

Era imposible no temblar imaginando el negro futuro que les esperaba. Algunas muchachas sintieron que las lágrimas le subían a los ojos. Pero la desconfianza ya se había sembrado entre ellas y dejando la sesión de instrucciones, no hablaron de lo que habían oído, sino de cosas intrascendentes.

Entre viva y muerta de miedo, Simochka siguió al ingeniero mayor Roitman al laboratorio de Acústica y durante el primer momento quiso cerrar los ojos como en una caída.

Medio año había trascurrido desde entonces, y algo raro le había sucedido a Simochka. No era que sus convicciones acerca de las negras confabulaciones del imperialismo, hubieran disminuido. Todavía le parecía fácil creer que los prisioneros que trabajaban en todas las otras habitaciones eran criminales sanguinarios. Pero cada día, cuando se encontraba con los doce zeks en el Laboratorio de Acústica, sombríos e indiferentes a la libertad, a su propio destino, a su plazo de diez y veinticinco años; todos ellos: científicos, ingenieros, técnicos, importándoles solamente su trabajo aunque no fuera propio, aunque no significara nada para ellos y no les produjera un centavo como sueldo ni un ápice de gloria, trataba en vano de ver en ellos esos terribles bandidos internacionales, tan bien identificados en las películas, tan hábilmente atrapados por el contraespionaje.

Entre ellos Simochka no experimentaba temor. No podía sentir ningún odio hacia ellos. Esta gente despertaba en ella solamente un gran respeto, con sus varias habilidades y conocimientos, su entereza en sobrellevar al infortunio. Y aunque su sentido del deber se lo pedía, aunque el amor por su país exigía que informara al oficial de seguridad los pecados de comisión y omisión, Simochka, por razones que no comprendía, empezó a encontrar esa tarea execrable e imposible.

Era particularmente imposible en el caso de su vecino más cercano y compañero de trabajo, Gleb Nerzhin, que se sentaba enfrentándola a través de dos escritorios.

Hacía un tiempo que Simochka trabajaba junto a él, bajo su dirección, llevando a cabo experimentos en articulación vocal. En la sharashkade Mavrino era necesario controlar la fidelidad con la cual las características vocales eran trasmitidas por varios circuitos telefónicos. Aun con todos los nuevos instrumentos, no había todavía medidor con el cual medir la calidad de la trasmisión de la palabra. Se podía llegar a controlar las distorsiones, solamente, si una persona leía sílabas aisladas, palabras y frases por un tubo, de un lado del circuito y el oyente del otro lado, trataba de calibrar el porcentaje de errores durante la trasmisión. Estos experimentos se llamaban experimentos sobre articulación.

Nerzhin se ocupaba de la programación matemática de estos experimentos. Avanzaban con éxito y Nerzhin había escrito una monografía en tres tomos sobre su metodología. Cuando él y Simochka estaban sobrecargados de trabajo, Nerzhin decidía qué era de necesidad inmediata y qué podía demorar, todo esto con una gran seguridad. En esos momentos su cara se rejuvenecía. Y Simochka imaginaba la guerra como la había visto en películas; veía a Nerzhin en uniforme de capitán, su pelo rubio al viento entre el humo de la explosiones, gritando la orden ¡fuego!

Nerzhin se sentía obligado a trabajar activamente y habiendo hecho el trabajo asignado podía desentenderse de toda actividad. Una vez le había dicho a Simochka: —Soy activo porque odio la actividad. — ¿Y qué le gusta? — ella había preguntado tímidamente—, la contemplación, fue la respuesta. Y la verdad era que cuando el torbellino de trabajo pasaba, permanecía sentado durante horas, apenas cambiando de posición. Su piel se tornaba gris, vieja y aparecían arrugas. ¿Dónde se había ido su seguridad? Se volvía lento e indeciso. Pensaba mucho antes de escribir esas anotaciones chiquitas como hechas con agujas, que Simochka todavía veía sobre su escritorio entre los libros de consulta y las monografías. Ella también notaba que él las deslizaba a la izquierda del escritorio, pero no en el cajón. Simochka ardía de curiosidad por saber qué escribía y a quién. Nerzhin, sin saberlo, se había trasformado en un objeto de simpatía y admiración.