Ahora cae la tarde. La mitad del cielo se incendia con la gran luz del crepúsculo. El aire tiene una transparencia de cristal. Allá lejos van descendiendo nubes que parecen todavía caldeadas. Con la ligera humedad nocturna, un tinte rojo sombrío se extiende sobre los follajes; las parvas de heno proyectan sobras que se van alargando. Cuando el sol se ha ocultado, una estrella alumbra tranquila sobre el océano rojizo del poniente.
Pero este mar empieza a palidecer, el cielo se oscurece de azul, las sombras confunden, es de noche y hay que volver a casa.
Salís otra vez, en vuestro coche, a cazar ortegas. Ya estáis en el bosque. Las copas de los álamos tiemblan, perezosamente se balancean las ramas de los abedules, la encina vigorosa se alza junto al tilo gigante. Seguís un camino esmaltado de flores, los pájaros gorjean. ¡Qué bien combina el canto de la curruca con el aroma de los lirios silvestres! Nos internarnos profundamente en el bosque, donde es mayor la espesura. Una paz y un extraordinario bienestar se apoderan del alma. A un repentino soplo de viento, las altas copas se remueven y producen como un ruido de cascadas. Hierbas vivaces crecen tupidas, aquí y allá, sobre el lecho de hojas muertas el año anterior. Salta una liebre, los perros corren a perseguirla con una fiesta de ladridos.
La selva es hermosa al fin del otoño, cuando llegan las becacinas. En vez de sol, hay sombra, un perfume embriagante y una niebla suspensa allá en la llanura. Se recortan los árboles sobre un cielo azul pálido, hojas doradas añaden belleza al colorido del bosque.
Y un día de otoño, con tiempo claro, cuando ha helado por la mañana y los abedules tienden ramas de oro, mientras el sol desciende, pero brilla con resplandor más vivo que en verano, un bosquecillo de álamos sin hojas, se inunda de claridad y parece gozoso de su desnudez.
En el río, la corriente azulada acaricia la ribera, trae balanceando gansos y patos y oís el ruido de un molino a lo lejos.
También los días brumosos tienen su encanto. No gustan a los cazadores, porque el animal escapa y desaparece en la indecisión de los vapores blancuzcos. Pero todo está tranquilo alrededor, ningún árbol, ninguna hoja se mueve, todo parece reposar con delicia. Una línea negra se tiende, horizontalmente, por encima de la niebla: imagináis que es el cortinaje de un bosque. No, ved: es una faja de ajenjo que crece a lo largo entre dos campos.
Vais a visitar un campo lejano de la estepa. Después de seguir una serie de caminitos llegáis a la gran vía. Pasáis por delante de las posadas, cuyos portones abiertos os dejan ver en medio del patio el brocal del pozo.
Andáis durante horas y horas... Las urracas revolotean sobre los sauces que bordean el camino. Las campesinas, armadas de largos rastrillos, atraviesan la pradera. Cubierto con un viejo manto, camina lentamente un labriego. Por el camino viene un gran coche señorial; en la parte trasera va sentado un pobre lacayo, salpicado de barro hasta las cejas.
Allá lejos hay una ciudad con sus casitas de madera, sus casas comerciales de ladrillo, el viejo puente tendido sobre el río... ¡Adelante! Comienza la estepa. En medio de la llanura, algunas lomas cultivadas parecen ondas. Barrancos tapizados de gramilla forman accidentes en el terreno. Algún campanario blanco se muestra en la lejanía. Alegremente serpentea un riachuelo; interrumpe su curso algún dique. Se ven avutardas temerosamente inmóviles. Una vieja mansión refleja sus torrecillas en un pequeño estanque. Seguís caminando, y al fin llegáis a la estepa, la verdadera estepa, inmensa, sin límites.
En el invierno se da la caza de liebres sobre los montículos de nieve. Temperatura baja, aire glacial. Tiene el cielo un tinte verdoso que hace resaltar los árboles rojizos.
Luego, en los primeros días de la primavera, cuando la estepa renace, el sol viene a calentar los campos, a consolar a la pequeña alondra, mientras los torrentes, llenos de espuma, se precipitan de barranco en barranco, con un mugido sordo.
Es tiempo de terminar. Acabo de tocar el terna de la primavera, cuya imagen acude muy oportuna. En la primavera la separación' es menos penosa. Hasta los dichosos se sienten atraídos hacia países lejanos, donde la naturaleza sonríe a la fantasía y llama a los viajeros... Adiós, queridos lectores, sed felices siempre.