—¿Dónde estabas antes?

—Con el propietario Serguei Sergueich Peckteref. Le habíamos tocado en herencia. Pero sólo nos conservó diez años. Allí era cochero en el campo.

—¿Eras cochero desde niño?

—No, lo fui con Serguei Sergueich. Anteriormente era cocinero, pero no en la ciudad; en la campaña siempre.

—¿Cuándo te hiciste cocinero?

—Cuando estuve en casa del tío de Serguei Sergueich, Atanasio Nefedich, que había comprado Lyove y se lo había dejado en herencia.

—¡Ah!, ¿de suerte que Atanasio Nefedich os compró?

—A Tatiana Vassilevna.

—¿Cuál es tu verdadero nombre?

—Kusma.

—¿Has sido cocinero mucho tiempo?

—No, también he sido actor.

—¡Imposible!

—De verdad, sí. Nuestra ama había organizado un teatro. Se me hacía vestir hermosos trajes, caminaba o me sentaba y repetía lo que me enseñaban a decir. En cierta ocasión hice de ciego; me habían metido no sé qué bajo los párpados, para que los tuviese cerrados. Me volvieron a apandar a la cocina, después, porque mi hermano se había escapado. Cuando estaba con el padre de Tatiana Vassilevna, también fui picador.

—¡Vaya! ¿Llevabas los perros en la cacería? —Sí. Ahora bien: un día me caí del caballo, el animal quedó herido y como castigo a mi torpeza me colocaron en casa de un zapatero.

—¿De aprendiz? Tú ya no serías un niño.

—Tenía veinte años, creo.

—¿Cuándo aprendiste a cocinar?

—Eso no se aprende; por eso todas las mujeres saben cocinar.

Al decir esto levantó hacia mí su cara chica, amarilla y arrugada.

—¡Pobre Kusma! ¡Cuántas cosas has visto en tu vida!

—No puedo quejarme. Andrés Pupir, viejo como yo, tiene que fabricar papel.

—¿Eres casado?

—No, nunca fui casado. Tatiana Vassilevna no quería casamientos. Cuando se le pedía permiso para contraer matrimonio, respondía: "Dios me guarde; soltera me he quedado yo. ¿Qué les impide hacer lo que yo?"

—Me imagino que tienes algún salario.

—No, señor; se me da una ración. Pero yo no me quejo.

Volvió Jermolai en ese momento, y declaró con brusquedad: —El bote está listo. —Y dirigiéndose al viejo: "Y tú, trae una percha."

Durante el anterior diálogo, Vladimiro no había dejado de mirar a Sutchok con expresión de lástima.

—¡Qué idiota! —me dijo luego—. Todo lo que nos dice es falso. ¿Cómo queréis que haya sido "dvorovi" semejante palurdo? ¡Qué jactancia! No es digno de la bondad que le habéis demostrado.

Dejamos los perros al cochero, que los encerró en una "isba” y nos embarcamos. Íbamos algo apretados, pero cuando se va de caza no se exigen comodidades. Sutchok, atrás, hacía andar el bote, yo estaba sentado en una tabla, hacia el medio, al lado de Vladimiro, y Jermolai iba en la proa.

Apenas nos habíamos alejado de la orilla, ya teníamos agua hasta los tobillos. Con poca fortuna hizo Jermolai el carenaje. Pero como el tiempo era bueno y el estanque estaba tranquilo, no nos inquietamos por ello. Según dijera Sutchok, el fondo del estanque estaba lleno de variada vegetación y la pértiga salía a la superficie con toda clase de plantas. Las raíces de los nenúfares y de los lirios de agua estorbaban el avance del bote; formaban como una malla alrededor de nosotros. Finalmente llegamos a los islotes y comenzó la caza.

Pánico general entre los patos. Nuestra brusca aparición los hizo volar ruidosamente. Cada tiro dejaba una víctima. El ave herida paraba su vuelo, daba en los aires una voltereta y caía en el agua. Perdimos muchas piezas, porque los patos apenas heridos se sumergían y escapaban, y otros iban a morir en medio de los juncos tupidos, donde el ojo ejercitado de mi cazador no conseguía señalarlos.

De todos modos nuestra caza fue abundante y al cabo de algunas horas el bote se iba hundiendo bajo el peso del botín. Jermolai observó con alegría que Vladimiro era un mal tirador. Cada vez que fallaba su disparo, hacía un gesto de sorpresa, miraba su escopeta, soplaba en el caño y siempre hallaba motivo que pudiese explicar lo que no era sino torpeza.

Jermolai fue hábil, como de costumbre, y yo me porté bastante bien. Sutchok nos miraba con la impasibilidad de un servidor habituado a los amos. A veces gritaba, viendo caer un ave: "¡Otro patito más!" Y muy contento se rascaba los omóplatos con ese modo peculiar de los campesinos rusos.

Se hizo tarde y fue necesario volver a la orilla y poner fin a nuestras hazañas. Pero esta partida de placer terminó con una mala ventura.

Desde que advertimos que el bote hacía agua, Vladimiro la echaba afuera con una escudilla. Eso anduvo bien durante cierto tiempo. Pero al caer la tarde, los patos, como si hubieran querido desazonarnos, volaban por encima de nuestro bote en tal número, que olvidamos nuestra situación. Nos costó caro. Al querer atrapar un pato herido, Jermolai se inclinó de tal modo que su peso hizo zozobrar la embarcación, que se fue a fondo. En dos segundos nos vimos sumergidos en el agua hasta el pescuezo, circundados por los patos que con tanto trabajo habíamos cazado.

No puedo dejar de reírme cuando recuerdo las caras deplorablemente cómicas que tenían mis compañeros de infortunio. Sin duda, también mi facha era lamentable. Sin embargo, cuando ocurrió el accidente, no estaba para bromas. Cada uno había dado un grito de espanto y alzado la escopeta, instintivamente, por encima de su cabeza. Sutchok, habituado a imitar a todo el mundo, también alzaba su pértiga.

Jermolai fue el primero en romper el silencio.

—¡Maldición! —gritó escupiendo al agua, como hacen los rusos de clase inferior como expresión de despecho y desprecio. Y mirando a Sutchok, añadió: "¡Tú, viejo diablo, tienes la culpa!"

Luego, furioso, encarándose con Vladimiro: —Y tú, animal, ¿qué dices ahora? Debías haber sacado toda el agua, tú, tú, tú...

Vladimiro había perdido su elocuencia. Temblaba, daba diente con diente, parecía loco. No sólo había olvidado su facundia, sino también su dignidad. Yo tocaba con los pies el bote.

En el momento de nuestra zambullida el agua me pareció muy fría, pero a la larga dejé de notarlo. Cuando me repuse algo, miré a mi alrededor; cerca de nosotros la masa de juncos ligeros, y más allá, lejos, la aldea.

—¿Qué haremos ahora? —pregunté a Jermolai.

—Vamos a verlo. No es cosa de pasar aquí la noche.

Y dirigiéndose con dureza a Vladimiro: —Tú, toma mi escopeta.