Kaciano pronunció estas últimas palabras en voz muy baja, casi ininteligible. Murmuró todavía algunas palabras; en su semblante hubo una expresión tan extraña, que involuntariamente el mote de "inocente" me volvió a la memoria. Meneó la cabeza y pareció volver a sí mismo.
—¡Qué sol! —exclamó—. ¡Qué bien se está en los bosques.
Movió los hombros, miró a su alrededor y canturreó una canción, de la cual sólo entendí estas palabras Por mi nombre soy Kaciano, pero me llaman la Pulga.
—¡Ah!, compone versos —dije para mí.
Pero él me oyó y se puso a mirar atentamente hacia el fondo del bosque.
En esto vi a una niña de unos ochos años. Estaba vestida de azul y graciosamente tocada con un pañuelo rayado. Probablemente no esperaba encontrar a nadie, porque al vernos se quedó inmóvil en medio del bosquecillo de avellanos, sin animarse a avanzar ni acertar a retroceder. Nos miraba temerosamente, con sus grandes ojos almendrados. Apenas tuve tiempo de examinarla. Se escondió detrás de un árbol.
—Anucka, Anucka, ven —dijo el enano con dulzura.
—Tengo miedo —dijo ella.
—No..., ven conmigo.
Anucka salió silenciosamente de su escondite, haciendo un rodeo. Se oía apenas el rumor de sus piececillos sobre el césped.. Llegó junto a él. No era, como yo había pensado, una criatura de ocho años, sino una encantadora niña de catorce a quince. Aunque algo delgada, era bien proporcionada y muy ágil. Su diminuta figura tenía alguna vaga semejanza con el aspecto de Kaciano, aunque éste era feo. Ambos tenían los mismos rasgos agudos, la misma mirada extraña y espiritual. Kaciano la miró con mucha atención.
—¿Recogías hongos?
—Sí —dijo con una sonrisa tímida.
—¿Encontraste muchos?
—Sí, bastantes.
—¿Los encontraste blancos? Muéstranos tu coseche.
Puso en el suelo su canasta; y destapándola, nos mostró lo que había recogido. Kaciano exclamó: —¡Son lindos! ¡Muy bien, Anucka!
—¿Es tu hija? —pregunté a Kaciano. Anucka se sonrojó.
—No —dijo Kaciano—, una parienta... Vamos, Anucka, vete.
—Podemos llevarla —me aventuré a decir.
—No, no, puede ir igualmente a pie.
Anucka se fue. Los ojos de Kaciano la siguieron durante largo rato, con mirada que tenía algo de dulce y delicado. Luego sonrió, levantó la cabeza y se frotó la cara.
—¿Por qué la hiciste irse tan pronto? Yo le hubiese comprado hongos. ¡Qué encantadora criatura! —Si queréis hongos, hay muchos en mi casa —repuso Kaciano con fastidio.
Comprendí que nada le haría confesar y volví al lugar del corte. Había disminuido el calor; escrito estaba que mi cacería no sería afortunada. Volví con un buen eje de rueda, pero sólo con un rascón en el morral.
—Tal vez yo tengo la culpa de tu poca suerte. Ahuyenté la caza.
—¿Y cómo?
En vano procuré persuadir a Kaciano que si yo volvía sin caza no se debía a tales o cuales palabras que hubiese pronunciado al arrancar ciertas hierbas. Llegamos a su casa. Anucka no estaba allí. Pero había vuelto ya y dejado su canasta.
Mi cochero examinó el eje y le encontró pasable. Al irme dejé algún dinero a Kaciano, que no le aceptó sino después de haberle reflexionado largamente. Como siempre, permaneció apoyado en la puerta, insensible a los sarcasmos de Jerofé y a mi amable despedida.
Al volver a la casa de Kaciano pude observar que mi cochero estaba de muy mal humor. No había encontrado nada para comer en la aldea y el abrevadero de los caballos estaba seco. Su descontento se le veía en la cara. Aguardó que yo iniciara la conversación y se limitó luego a articular algunos monosílabos.
—¡Linda aldea! —dijo—. ¡Llamar a esto una aldea! Ni siquiera hay "kwass"...
La tomó con los caballos. Al de la derecha le dijo, pegándole — ¡Te conozco, hipócrita! Finges que tiras. Antes eras un buen animal, ahora eres un pícaro. ¡Lah... lah... lah!...
—Jerofé —le interpelé— ¿quién es este Kaciano? Como hombre reflexivo y prudente, no respondió enseguida. Pero advertí que mi pregunta le agradaba.
—¿La Pulga? Es un hombre extraño, un inocente que no tiene igual. Dejó el trabajo. Verdad que con semejante cuerpo... En otro tiempo se ocupaba, con sus tíos, de coches y caballos. Pero un buen día lo plantó todo. Desde entonces siempre anda y se remueve. Bien merece su mote de Pulga. Más libre que las cabras, va, viene, habla, tan pronto hace un largo discurso como se queda callado durante horas. Es un hombre extraordinario, desigual. Pero canta bien. ¡Oh, sí, canta muy bien!
—¿Y es médico?
—¿Semejante individuo médico? ¡Vamos, vamos! Sin embargo, me curó de lamparones. Es un hombre sin ingenio y no es médico.
—¿Lo conoces desde hace tiempo?
—Sí.
—Y la pequeñuela Anucka, ¿quién es? ¿Parienta suya?
Me miró el cochero de soslayo.
—¿Su parienta?... Es huérfana... No se conoce a su madre. Pero el enano parece quererla mucho. Por otra parte, es una chica lista, inteligente, y Kaciano la instruye.
Se interrumpió bruscamente, y luego dijo: —¡Caramba! Olor a quemado. Comprendo, es el eje nuevo... El eje se quema... Voy a buscar agua a ese estanque.
Bajó lentamente de su asiento, fue a traer agua y pareció sentir un placer inmenso cuando se oyó un silbo en el eje empapado de golpe.
Repitió diez veces la misma operación en el recorrido de ocho "verstas'". Caía la noche cuando llegamos a mi casa.
VII EL MIEDO
—Debo advertiros, barias, que se nos acabó el plomo —dijo Jermolai entrando en la "isba".
—¿Cómo? —exclamé saltando de la cama—. Habíamos traído más de treinta libras, más de una bolsa.
—Es verdad, señor. La bolsa es grande, pero no sé si se habrá agujereado. Lo cierto es que apenas queda para diez tiros.
—¿Qué hacer? No hemos recorrido aún los lugares mejores, y mañana nos cruzaremos por lo menos con diez bandadas.
—Si queréis voy enseguida a Tula. No está lejos, treinta y cinco "verstas" cuando más; voy en un relámpago y os traigo pronto cuarenta libras.
—¿Cuándo irás?
—En seguida. Sólo que han de alquilarse caballos.