Vladimiro, sin decir una palabra, obedeció humildemente. Jermolai continuó: —Voy a buscar un vado, si lo hay.

Y convencido de que sí lo había, y tanteando con la pértiga de Sutchok, caminó resueltamente en dirección a la orilla. Yo le grité: —¿Sabes nadar?

—Ni por asomo —repuso, mientras desaparecía entre los juntos.

—Se ahogará —dijo fríamente Sutchok.

Éste se había repuesto completamente del susto. Y ahora, al ver que no estábamos enojados contra él, había recobrado su impasibilidad. Y sólo de cuando en cuando soltaba alguna exclamación.

Vladimiro, entonces, me dijo que a su juicio mi cazador se exponía inútilmente.

Jermolai, al cabo de algunos minutos, ya no respondía a los gritos que le dábamos de vez en cuando. O habíamos dejado de oírle.

Sonó el toque de oración en la aldea. Después el silencio a nuestro alrededor se hizo absoluto. Evitábamos mirarnos.

A cada instante volaban patos salvajes por encima de nosotros. Buscaban un sitio donde posarse. Pero al vernos, remontaban otra vez el vuelo, lanzando roncos gritos. Nos entumecíamos. Una hora transcurrió después de la partida de Jermolai. A Sutchok se le cerraban los ojos, cómo si tuviese sueño. Yo había perdido las esperanzas, cuando reapareció Jermolai.

—¿Has encontrado algo? —le pregunté. —Vuelvo de la orilla. Encontré un vado. Venid. Antes de hacernos pasar, Jermolai sacó de su bolsillo una cuerda, con la que ató los patos que flotaban a nuestro alrededor. Luego sujetó la cuerda con los dientes y tomó la delantera. Vladimiro le seguía. Yo en segundo lugar, Sutchok el último. La distancia que nos separaba de la orilla era más o menos un cuarto de "versta". Jermolai avanzaba resueltamente sin vacilación; se sabía de memoria los menores accidentes de este nuevo camino y de tiempo en tiempo gritaba: —¡Por la izquierda! —o bien—: ¡Cuidado que hay un agujero! ¡Más a la derecha!

A veces el agua nos llegaba a la boca. Sutchok, el más bajo de nosotros, se hundía, con peligro de ahogarse; se debatía, tragaba agua. Jermolai le gritaba severamente.

—¡Ánimo, ánimo, adelante!

Y esforzándose, y estirándose, el pobre viejo iba ganando terreno. Debo advertir que en ningún momento la turbación le hizo olvidar las conveniencias hasta el punto de prenderse a mi chaqueta. Llegamos sanos y salvos a la orilla, empapados hasta los huesos, como puede imaginarse, cubiertos de greda, barro, hierbas; estábamos irreconocibles.

Dos horas después, en una granja, más o menos lavados, nos disponíamos a la cena, con gran apetito. El cochero, hombre de mucho reposo, obsequiaba con rapé al viejo Sutchok, que le tomaba con frenesí.

Vladimiro estaba melancólico, inclinada la cabeza. Jermolai limpiaba las escopetas. Husmeaban los perros una sopa de avena que, se cocía para ellos, y movían alegremente el rabo. En el establo, los caballos piafaban y relinchaban sintiéndonos.

X EL BOSQUE Y LA ESTEPA

Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.

La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, "für sich", como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no os ha hecho cazador, no por eso dejaréis de ser amigo de la naturaleza. Por lo tanto, algo que podéis envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿0 acaso no llegáis a comprenderme?

¿Conocéis los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?

Estáis en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.

Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.

Os instaláis en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sentís frío, os alzáis el cuello de vuestro abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.

Poco a poco alumbra la aurora; algunos hilos de fuego surcan el cielo, mientras la niebla se acumula contra los barrancos. Rompe el canto de la alondra, sopla un viento más liviano, el disco purpúreo del sol se eleva más sensiblemente. La luz colorea la cuesta, las colinas, penetra en el fondo de los vallados. Es un derroche de luz, una magnífica armonización de tonos deslumbrantes. El corazón se agita en el pecho como el pájaro en el ramaje; y todo parece decir alegría, bienestar, dicha. Allá lejos asoma una aldea, después la aldehuela, con su iglesia blanca, y una laguna hacia la cual os dirigís.

Rápidamente subo el sol, límpido está el cielo, la mañana será hermosa. Un rebaño sale de la aldea y viene hacia vosotros. Subís un montículo. Y desde arriba, ¡qué espectáculo! Un río corre, serpentea a lo largo de unas diez "verstas", y a través de la nebulosidad que lo cubre aún parece completamente azul.

Verdes praderas se extienden a una y otra orilla. A lo lejos, vuelan en círculo las avefrías sobre los esteros. Se oye el ruido de un carro. Es un campesino que viene al trote de sus caballos y busca un camino sombreado. Cambiáis con él un amistoso saludo. Oís el sonido metálico y chillón de la hoz. El sol sube siempre; pasa una hora, dos horas, ya el calor empieza a sofocar; las campesinas remueven con las horquillas el heno que se seca al sol. El calor es horrible. Parece caldearse el cielo, en el aire se condensan vapores tórridos.

—Amigo, ¿dónde hay algo para beber? —preguntáis a un campesino.

—Allí en el barranco, a la izquierda, hay un manantial.

Atravesáis el soto, los plantíos, y descubrís el manantial. Un ramaje de encima se tiende sobre el agua, grandes burbujas plateadas emergen desde el fondo líquido y se rompen en la superficie. Os echáis al borde, habéis aliviado la sed, y al rendiros la fatiga os quedáis inmóvil. Aquí la sombra está impregnada de olorosa frescura, la vegetación se diría que amarillea. Pero..., ¿qué ocurre? Súbitamente un golpe de viento barre los campos, se oye sordo ruido. ¿Es un trueno? El cielo ha tomado un color plomizo.. Sí, es una tempestad que se acerca; en la lejanía brilla un relámpago. ¿No habrá tiempo todavía para cazar? La nube rápidamente se agranda, avanza sombría. La hierba y los árboles se cubren con un velo oscuro. A resguardarse pronto. ¿No habrá un cobertizo por ahí? Tratemos de hallarle y refugiarnos bajo su techo. Llegáis a tiempo. ¡Qué tormenta! ¡La lluvia, los relámpagos! El cobertizo no es muy seguro: llueve en él. Pero, en fin, la tormenta dura poco. Salís de vuestro asilo. ¡Gran Dios! ¡Cómo brilla todo alegremente alrededor vuestro! ¡Qué delicado aroma! ¡Qué bien huelen los enebros, los espinos, las fresas, los hongos!