—¿Por qué si los tenemos?
—No podemos servirnos de ellos, uno cojea horriblemente.
—¿Qué le ha ocurrido?
—El cochero lo llevó a que lo herrasen. Pero volvió y no podía tener la pata en el suelo. Un asno, el herrador.
—¿Le han quitado la herradura, por lo menos?
—No creo, pero será preciso hacerlo, porque se le metió un clavo en lo vivo.
Hice llamar al cochero, quien confirmó las palabras de Jermolai.
Ordené que quitaran al caballo la herradura, y se le puso la pata envuelta en greda húmeda. —Bien, voy a alquilar caballos para ir a Tula.
—No me parece probable que encuentres caballos en semejante lugarejo.
La zona donde estábamos era de lo más miserable. Sus habitantes parecían haber soportado una larga carestía. Las casas eran sucias y nos costó un trabajo enorme encontrar una "isba", si no blanca, siquiera no del todo mugrienta.
—Espero que habrá caballos —dijo Jermolai—. Habláis con burla y desprecio de esta aldea. Sin embargo, en otro tiempo hubo aquí un rico granjero que tenía nueve caballos y gran número de sirvientes. Hoy está su hijo: un bestia entre las bestias. No ha derrochado todavía todos los bienes que le dejó su padre, pero no tardará en hacerlo. Le quedan algunos caballos y podría prestármelos. Tiene hermanos que son algo mejores, pero deben someterse al mayor. Os le traeré aquí.
Mientras Jermolai se iba, medité la conveniencia de ir yo mismo a Tula. Mi confianza en él no era grande. En curta ocasión le había enviado a la ciudad para hacer algunas compras. Debía ir y venir en el mismo día. Durante ocho días estuve aguardándole, y al final regresó sin haber cumplido con los encargos. Se había bebido el dinero en la taberna. Tampoco trajo mi carro. Por otra parte yo conocía a un chalán que podría venderme un caballo para reemplazar al herido. Cuando lo había decidido, llegó Jermolai: —¡Aquí está! —exclamó entrando en la "isba". Junto a la puerta había un campesino alto, con camisa blanca y pantalones de tela azul. Con su barba rojiza, su nariz gruesa y fofa, su boca entreabierta, tenía un aire de inocencia y de estupidez.
—Tiene caballos —dijo Jermolai— y está dispuesto a todo.
—Eso según sea —murmuró el granjero con voz vacilante, dando vueltas al gorro—. Yo... quiero...
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—¿Que cómo me llamo?
Pareció reflexionar profundamente. Y al fin: —Me llamo Filofei.
—Está bien. Ocurre lo siguiente. Queremos caballos; los tienes. Préstalos para engancharlos a nuestra "telega". Vamos a Tula. El tiempo está fresco. ¿Te parece que tendremos buen camino?
—Creo que sí. Por otra parte, no dista mucho de aquí. Veinte "verstas". Solamente hay un sitio trabajoso. Un vado.
—Pero ¿vos mismo iréis a Tula, señor? —me preguntó Jermolai sorprendido.
—Sí.
—¡Vaya! —exclamó él golpeando la puerta con despecho.
Para él ya no tenía interés el viaje a Tula, puesto que iría yo.
—¿Conoces el camino? —pregunté a Filofei.
—¿Cómo no he de conocerlo?... Que vuestra voluntad se cumpla. Sin embargo, no puedo, así no más...
Jermolai sólo le había dicho: "Se te pagará bien, no tengas miedo."
Por más imbécil que fuese Filofei, no se conformó con dicha promesa. Me pidió cincuenta rublos; le ofrecí diez. Discutimos.
—No conoce el valor del dinero —dijo Jermolai. Y me recordó que una casa de huéspedes; establecida por su madre, se había hundido porque uno de sus dependientes no conocía el valor real de las monedas.
—Eres un verdadero "filofei" —le dijo mi compañero de cacería.
Algo ofendido por esta chanza, el campesino no respondió, pero interiormente acaso maldijo al pope que le había puesto el maldito nombre.
El precio se fijó en veinte rublos, el campesino me suministró cinco caballos. Eran buenos animales, aunque tuviesen cola y crines enmarañadas y vientres hinchados como globos. Volvió Filofei, acompañado de sus dos hermanos, que no se le parecían en nada. Tenían los hombros cuadrados y la nariz puntiaguda. Charlaban, discutían, pero se sometían a la opinión del mayor. Querían enganchar en la lanza el caballo gris.
—No —dijo Filofei—, ha de atarse el negro—. Y ataron el negro.
Llevamos provisión de heno y el arnés de mi caballo enfermo, para probarle en el que comprase en Tula. Corrió Filofei a su casa y volvió con una hopalanda heredada de su padre, un bonete y un buen par de botas. En seguida se instaló en el asiento. Me senté asimismo y miré mi reloj. Marcaba las diez y cuarto.
Jermolai, furioso, no se dignó despedirme. Se desahogó castigando a su perro. Filofei sacudió las riendas como quien sacude las cuerdas de las campanas. Y gritaba con voz aguda: "¡Adelante, hijos!" El vehículo arrancó y salimos del patio. En la calle 1e dio a uno de los caballos por tirar coces. Le reprendió el cochero y pronto estuvimos en un camino liso, bordeado de fresca arboleda.
La noche era serena y dulce, una verdadera noche de verano. Las ramas se mecían de cuando en cuando, al soplo de una brisa ligera. Nubecillas plateadas cruzaban el cielo, y la luna llena alumbraba todo plácidamente.
Me tendí a lo largo, dispuesto a dormir, cuando me acordé del vado.
—¿Qué distancia hay desde aquí al vado? —pregunté a Filofei.
—Unas ocho "verstas”, por lo menos.
Supuse que no llegaríamos a dicho sitio antes de una hora, y pregunté a mi compañero: —¿Estás seguro de no equivocar el camino?: —No es la primera vez que le corro.
Rezongó algunas palabras más, que no alcancé a entender, porque ya me adormecía.
Desperté al cabo de una hora por un ruido insólito que llegó a mis oídos. Un ligero ruido de agua que golpea. Alcé la cabeza. ¿Qué ocurría? Estaba acostado en la "telega". Alrededor se extendía una capa de agua que cabrilleaba a la claridad de la luna. Miré al asiento. Filofei estaba inmóvil, la cabeza gacha, arqueado el cuerpo, como una estatua. Lejos, más allá del agua, se distinguía la línea oblicua de la "douga". Todo estaba en calma y silencio, todo me producía cierta sensación de cuento de hadas. Me volví a mirar detrás de nosotros. Estábamos en medio de la corriente, la orilla más cercana a treinta pasos. Grité: — ¡Filofei!
—¿Qué queréis? —me preguntó.
—¿Dónde estamos?
—En el río.
—¡Demasiado bien lo veo! ¿Así pasas el vado? ¡Responde, pues!