—Me equivoqué por poco. Ahora habrá que aguardar.

—¿Aguardar qué?

—El caballo se orientará, nos dejaremos llevar por él.

La cabeza del caballo enganchado asomaba apenas en la superficie del agua. Una de sus orejas se movía hacia adelante y hacia atrás. Solamente rumor de agua había en el silencio profundo. La luna y el río tenían aspecto lúgubre. Terminé por inmovilizarme. Oí de pronto algo como silbidos.

—¿Oyes ese ruido? —pregunté alarmado a Filofei.

—Son ánades o culebras.

En el mismo instante la cabeza del caballo enganchado se removió: paró las orejas y resopló violentamente. Y Filofei empezó, a grito pelados "¡Hué, hué, hué!"

Se inclinó hacia adelante y describió círculos, suavemente, con la cuerda de su látigo. El vehículo arrancó violentamente, y pareció como lanzado a través del agua. Luego avanzó tropezando a derecha e izquierda, con ímpetu. Tuve la impresión de que nos hundíamos más. Luego de algunas sacudidas y de sumergirnos pavorosamente, la capa de agua descendió como por ensalmo, y el vehículo se fue destacando fuera del agua.

Esto duró algunos momentos. Luego vimos las colas de los caballos y también las ruedas, que alzaban grandes hierbas chorreantes. Y las gotas de agua, saltando, parecían zafiros a la claridad azulada de la luna. Los caballos nos arrastraron hasta la orilla arenosa.

No supe si reprender o no a mi conductor. Decidí no hacerlo, y tumbándome de nuevo en el carro procuré volver a dormirme. Imposible. No porque la aventura me hubiese espantado, sino por la belleza de aquellos parajes. No cansaba contemplarlos. Praderas de singular magnificencia se extienden, con vegetación tupida, salpicada de pequeños lagos y ríos. Son las praderas de que nos hablan las viejas leyendas sobre el gran Vladimiro y los valientes del ciclo de Kief. Venían aquí a cazar los cisnes blancos y los patos grises. El aplanado camino se desarrollaba en onduladas cintas, corrían alegremente los caballos, y yo miraba a mi alrededor con un sentimiento de dicha. Todo se deslizaba blandamente, armoniosamente, y la luna llena alumbraba con su luz clara el grandioso cuadro.

Filofei se volvió hacia mí: —Son las praderas de San Jorge. Más allá comienza la tierra de los grandes duques. No hay nada más hermoso en toda Rusia. Ahora se aproxima la cosecha. ¡Cuánto trigo se va a moler! ¡Cuántos peces en todos estos lagos! ¡Hay sargos soberbios! Solamente que el hombre que vive aquí no debiera morir nunca. ¡Mirad, Barin, allí sobre el agua! Creo que es una garza real. ¿Hasta de noche busca peces para alimentarse? ¡Qué tonto soy! Era un gajo de planta. ¡Cómo engaña la luna!

Después de viajar durante horas a través de las praderas, cruzamos bosques y tierras de cultivo. Sólo faltaban cinco "verstas" para llegar al gran camino. Nuevamente procuré dormir.

Y otra vez me desperté. Filofei me gritaba: —¡Barin! ¡Barin!

Nuestro coche se había detenido en medio de una vasta llanura.

Filofei, con los ojos dilatados, exclamó con estupefacción: —¡Qué ruido! ¡Qué ruido!

—¿Qué dices tú?

—Digo, Barin, que hay un ruido. Escuchad, es un ruido.

Me incorporé. Lejos, muy lejos, un ruido de ruedas.

—¿Habéis oído? —me preguntó el cochero.

—Sí, algún carro.

—¿No escucháis también cencerros y silbidos? Quitaos el bonete, Barin, y podréis oír mejor.

Sin destocarme escuché con atención y percibí distintamente un lejano ruido.

—Después de todo —dije—, ¿qué nos importa?

—Es un carro con las llantas de hierros; mala gente, sin duda. Se cometen muchos crímenes en los alrededores de Tula.

—¡Vaya, vaya! ¿Por qué hacer semejantes suposiciones?

—No me equivoco. Una "telega" con las ruedas herradas, y esos silbidos, todo es sospechoso.

—¿Estamos todavía lejos de Tula?

—Quince "verstas", y no se ve una casa.

—Pues anda rápido, déjate de remolonear. Aunque yo no daba crédito a lo dicho por Filofei, no pude volver a dormirme.

Me tuvo despierto una sensación desagradable. ¿Y si fuese verdad aquello? Miré a derecha y a izquierda. Una nebulosidad vaga se había extendido, no sobre la tierra, sino en el cielo, y la luna en medio parecía suspensa, como una mancha blancuzca. Su claridad, en el suelo, comunicaba a todas las cosas un aspecto descolorido, todo parecía empañado. Atravesábamos parajes tristes, campos inmensos con barrancos y matorrales, luego campos cubiertos de maleza; todo triste, muerto, no se oía ni el grito perdido de una codorniz.

No cambiábamos una sola palabra el cochero y yo. En lo alto de una colina paró los caballos, bruscamente, y dijo: —Barin, hay ruido, hay ruido.

Me asomé fuera del vehículo a escuchar, aunque ahora el rumor llegaba sonoramente. Pude distinguir el chirrido de las ruedas, el galope de los caballos, oí cantos y risas. El viento lo traía todo, era fácil comprender que nuestros perseguidores habían descontado dos "verstas".

Luego de mirarnos, Filofei se acomodó bien, castigó a los caballos y arrancamos en carrera violenta. Pero los pobres animales no pudieron sostener esta rapidez, y aflojaron, a pesar de las amonestaciones y latigazos de Filofei.

Ahora también yo tenía los recelos del cochero. Aquel ruido de hierros, aquellos silbidos, cantos y carcajadas nada bueno anunciaban. ¡Mala gente, sin duda!

Transcurrió un cuarto de hora, y a pesar del ruido que metía nuestro vehículo se oía perfectamente la carrera del que iba acercándose. Quise saber a qué atenerme: —¡Para, Filofei, y entendámonos!

Los caballos relincharon, aliviados por el descanso. Ruidosamente llegaron los silbidos y las risotadas. ¡Dios mío! ¡Estábamos perdidos!

—¡Qué desgracia! —murmuró Filofei.

Cuando habíamos arrancado de nuevo, nos alcanzó con estrépito una gran "telega" tirada por tres caballos. Pasó casi rozándonos, como un turbión.

—Así suelen hacer los bandidos —dijo en voz baja Filofei.

Confieso que la sangre se me enfrió en las venas. La "telega" llevaba seis hombres con camisas coloradas y el "armiak" echado a la espalda. Gritaban y cantaban desordenadamente. Estaban ebrios. En el asiento delantero había una especie de gigante. Contuvieron la marcha, pero fingían no preocuparse de nosotros.

¿Qué hacer? No había más remedio que seguirlos. Y así lo hicimos durante un kilómetro. Me asaltaron toda clase de negros pensamientos. Recordó los versos del poeta Jeukovski: "El hacha de un vil bandido." O bien: "Te pasan por la garganta una vieja cuerda enlodada, y te arrojan a una zanja."