—Eso me espanta, Víctor Alejandrovich.

—¡Qué locura! No hay motivo de espanto, querida. Pero ¿qué tienes en la falda? ¿Flores?

Ella le tendió un manojo de sus flores: —Son para usted.

Alejandrovich tomó las flores, las olió, las apretó entre sus gruesos dedos levantando los ojos al cielo con expresión de dignidad.

Akulina, en ese momento, le miró con ojos llenos de conmovedora ternura y devoción.

No se animaba a llorar por miedo de disgustar a este hombre en la ocasión de admirarlo por última vez. Mientras tanto él; echado con la tranquilidad de un dios, se dejaba querer con paciente condescendencia. Observé en su fisonomía la satisfacción del amor propio. Me pareció hasta el último extremo despreciable. Hablaba Akulina desde el fondo de su corazón.

A él se le cayeron las flores. Buscó en el bolsillo de su gabán un monóculo y probó, sin conseguirlo, y haciendo visajes, acomodarle a su ojo derecho.

—¿Qué es eso? —preguntó Akulina sorprendida.

—Un monóculo.

—¿Para qué sirve?

—Para ver mejor.

—Préstemelo usted, a ver si veo.

Al joven le pareció contrariar este deseo. Pero le dio el monóculo: —Cuidado con romperlo.

—No soy tan torpe.

Probó a mirar, e ingenuamente: —No veo nada.

—Pues cierra el ojo.

Ella cerró el ojo con el cual quería mirar. Alejandrovich, bruscamente, antes de que pudiese ensayar de nuevo, le quitó el monóculo —¡Ese ojo no, el otro! ¡Tonta!

Akulina se sonrojó, una sonrisa vagó en sus labios. Y volviendo algo la cabeza: —Estas cosas no son para nosotros.

—De veras.

Y limpiando el monóculo volvió a guardarle.

Ella suspiró: —¡Qué tristeza cuando usted ya no esté aquí!

—Sí, al principio.

Y con aire protector le dio algunas palmaditas en la espalda. Ella le tomó la mano y se la besó. Víctor continuó: —Al principio, es verdad, sufrirás mucho, porque eres una buena chica, pero ¿qué puedo hacer? Considera mi señor y yo no podemos quedarnos siempre aquí. Viene el invierno y tú sabes cómo se pone entonces triste la campaña. Otra cosa es en San Petersburgo. No puedes imaginarte, ni en sueños, las maravillas que allí nos aguardan. Una sociedad escogida, la instrucción, el mundo, las calles, los palacios suntuosos.

La joven escuchaba anhelante, entreabierta la boca, como le ocurre a un niño a quien leen un cuento de hadas.

—Pero ¿a qué hablarte de todo esto, puesto que no puedes comprenderme?

—¡Oh, sí!, le comprendo a usted, Víctor Alejandrovich.

—¡Ja, ja, miren eso!

Akulina se puso seria. Y bajando la vista: —Antes usted era más cariñoso y no me hablaba con tanta dureza.

Repitió él aquella palabra "antes", con un gesto de mal humor. Ambos callaron, hasta que él, apoyándose en el codo, declaró: —Ahora debo irme.

—¡Todavía no! —le rogó Akulina—. Quédese un rato más.

—¿Para qué?

—¡Un momento más!

Volvió él a tenderse en el suelo y se puso a silbar. Akulina no dejaba de contemplarle; su seno se agitaba, le temblaron los labios, sus mejillas se colorearon y palidecieron enseguida. De pronto le salió un grito: — Víctor Alejandrovich! ¡Usted hace mal! Ante Dios lo digo, ¡usted hace mal!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él.

—¡Ah, sí! ¡Está mal! Usted no me dice ni siquiera una palabra amistosa antes de abandonarme durante mucho tiempo, de abandonarme a mi triste suerte. ¡A mi, pobrecita!

—¿Y qué debo decirte?

—Lo sabe usted mejor que yo, pero usted no quiere decirlo. Yo no merezco que me traten así.

—Eres una muchacha rara.

—Ni siquiera una palabra...

—¡En fin, estás divagando!

Se levantó impaciente. Ella lo retuvo, tomándole por las manos y a punto de llorar.

—No estoy enojado. Pero te repito que nada puedo hacer. No pretenderás que me case contigo. ¿Qué quieres, pues?

Y se inclinó hacia ella para escuchar su respuesta.

—No pido nada. Pero usted hubiera podido despedirse de otro modo y decirme alguna palabra afable...

No pudo continuar, balbuceaba; tendió sus manos temblando, y vencida por la emoción rompió en sollozos. Muy tranquilo, el hermoso Víctor murmuró —¡Bueno, ya empezamos! Akulina seguía llorando.

—No, nada quiero. Pero ¿qué vendré a ser en casa de mis padres? Me despreciarán y me obligarán a casarme con un hombre a quien yo no querré.

—Sigue, sigue, no te canses —dijo él con tono de burla.

Ni siquiera me dice una palabra buena. Nada, nada. Si me dijera al menos: Akulina, ya...

La pobre criatura, dominada por la pena, cayó hacia adelante, mientras los sollozos convulsivos la sacudían por completo. Se abandonó a la desesperación.

Alejandrovich la miró durante algunos momentos, después se alzó de hombros y se fue a grandes zancadas.

Aliviada algo, Akulina se levantó. Al verse sola se puso en pie.y vio a Víctor que huía. Quiso correr tras él, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas juntando las manos.

Fue más poderosa que mi voluntad la simpatía que me inspiraba esta pobre niña. Salí de mi escondite para prestarle ayuda. Pero apenas me vio le volvieron las fuerzas. Lanzó un grito y escapó entre los árboles.

Cuando hubo desaparecido fui a recoger las flores caídas de su falda y seguí el camino a la llanura. El sol se ponía, su claridad iba cediendo. Pronto el crepúsculo tendería sus velos a mi alrededor. Soplaba un ligero viento que hacía zumbar los barbechos agostados y arrastraba las hojas secas que cubrían el camino y la orilla del bosque. Los grandes árboles gemían dulcemente. Al extremo de las ramas, en los setos y sobre las más finas ramas deshojadas se tendían esos blancos hilos de tela de araña que en el otoño vuelan y relucen como luciérnagas.

Me invadió una gran tristeza, y me detuve. La vegetación estaba húmeda, fresca. Pero aquella última sonrisa de la naturaleza me hacía presentir los horrores próximos del invierno. Un cuervo voló por encima de mi cabeza, muy alto. Entró en el bosque con graznidos lúgubres y repetidos. Oí el rumor de un carro que rodaba vacío hacia una barraca solitaria.