—Sí, pero… —encendió un cigarrillo—. Se pueden enterar por Nekrasov.

—Iré a verlo, le hablaré y lo arreglaré todo.

Misha se tranquilizó; y, hacia las ocho de la mañana se durmió con un sueño profundo. Su mujer fue a despertarlo a las diez.

* * * Esto había ocurrido por la mañana en el piso de arriba. En el de abajo, habitado por la familia Ostrovsky, sucedía lo siguiente, a las seis de la tarde.

Habían acabado de comer. La princesa Ostrovskaya, joven madre, llamó al lacayo, que acababa de pasar en torno a la mesa, sirviendo tarta; pidió un plato, y después de servir una ración, se volvió hacia sus hijos. El mayor, llamado Voka, tenía siete años, y la pequeña, Tania, cuatro años y medio. Ambos eran muy hermosos; Voka tenía un aspecto sano, grave y serio, y su encantadora sonrisa dejaba al descubierto sus dientes disparejos; Tania, con sus ojos negros, era una criatura vivaracha, llena de energía, charlatana, divertida, siempre alegre y cariñosa con todo el mundo.

—Niños, ¿cuál de los dos va a llevar la tarta a la niania?

—Yo —exclamó Voka.

—Yo, yo, yo —gritó Tania, saltando de la silla.

—La llevará el que lo ha dicho primero —intervino el padre, que solía mimar a Tania y por eso se alegraba de toda ocasión que le permitiera demostrar su imparcialidad—. Tania, esta vez tienes que ceder.

—No me importa. Voka, coge la tarta, anda. Por ti lo hago con gusto.

Los niños solían dar las gracias después de comer. Todos esperaron a Voka mientras tomaban el café. Pero éste tardaba en volver.

—Tania, corre a ver qué le pasa a tu hermano.

Al saltar de la silla, Tania enganchó una cuchara, que cayó al suelo. Se apresuró a recogerla y la puso en el borde de la mesa, pero la cuchara volvió a caer; la recogió de nuevo y, echándose a reír, corrió con sus piernecitas gordezuelas, enfundadas en las medias. Salió al pasillo y se dirigió a la habitación de los niños, contigua a la de la niñera. Iba a entrar en ella, cuando de pronto oyó unos sollozos. Volvió la cabeza. Voka, de pie junto a su cama, miraba un caballo de juguete, llorando amargamente, con el plato vacío en las manos.

—¿Qué te pasa? ¿Dónde está la tarta?

—Me… me… la he comido sin querer. ¡No iré, no iré…! Tania…, de veras que ha sido sin querer. Sólo quise probarla; pero luego me la comí toda.

—¿Qué haremos?

—Ha sido sin querer…

Tania se quedó pensativa. Voka seguía llorando, desconsoladamente. De pronto, la cara de la niña se tornó resplandeciente.

—Voka, no llores; ve a decir a la niania que te has comido la tarta sin querer y pídele perdón. Mañana le daremos nuestra ración. La niania es buena.

Voka dejó de llorar y se enjugó las lágrimas con las palmas de las manos.

—¿Cómo se lo voy a decir? —balbuceó, con voz temblorosa.

—Vamos juntos.

Los niños fueron a ver a la niñera; y volvieron al comedor, felices y contentos. También se sintieron felices y contentos la niania y los padres cuando ésta les contó, emocionada y divertida, lo que habían hecho los pequeños.

El poder de la infancia

—¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla…! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten…! —gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Este avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades.

Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así», pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la multitud.

—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros —exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.

—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas!

Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida… —gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.

—¡Papá! ¡Papá! —gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el cautivo—. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame…

Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acercarse a su padre.

——¡Qué simpático es! —comentó una mujer.

—¿A quién buscas? —preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.

—¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! —lloriqueó el pequeño.

—¿Cuántos años tienes niño?

—¿Qué van a hacer con papá?

—Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre —dijo un hombre.

El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su cara se tornó aún más taciturna.

—¡No tiene madre! —exclamó, al oír las palabras del hombre.

El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre; y se abrazó a él.

La gente seguía gritando lo mismo que antes: "¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!»

—¿Por qué has salido de casa? —preguntó el padre.

—¿Dónde te llevan?

—¿Sabes lo que vas a hacer?

—¿Qué?

—¿Sabes quién es Catalina?