—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

—En la Jodynka. ¿Me pregunta quién soy? Un hombre como los demás. También a mí me han magullado. Pero los hombres como yo pueden soportarlo todo.

—¿Y esto, qué es? —preguntó Riña, señalando las monedas de cobre que tenía sobre el vientre.

—Es que han debido de creerse que había usted muerto y le han echado monedas para el entierro. Yo me he fijado bien y he visto que estaba viva; por eso empecé a echarle agua…

Rina se dio cuenta de que su ropa estaba hecha trizas y que parte de su pecho quedaba descubierto. Se sintió avergonzada, Emilian lo comprendió y se apresuró a taparla.

—No se preocupe, señorita; no será nada.

Acudió gente. Vino un guardia, Rina se incorporó y dijo quién era y dónde vivía. Emilian fue a buscar un coche.

Al volver, se encontró con un grupo de gente bastante considerable, Rina se puso en pie.

Todos se precipitaron a ayudarla; pero subió en el coche por sí sola. Estaba muy avergonzada por el estado en que se encontraba.

—¿Dónde está su primo? —le preguntó una mujer, acercándose.

—No lo sé, no lo sé —le replicó Rina, con acento desesperado.

Al llegar a casa, Rina se enteró que Alek se había podido librar de la multitud y que había vuelto sano y salvo.

—Este hombre me ha salvado —dijo—. Si no hubiese sido por él, no sé lo que me habría sucedido. ¿Cómo se llama usted? —preguntó, dirigiéndose a Emilian.

—¡Qué importa!

—Es una princesa —murmuró una mujer—. Una princesa muy rica.

—Venga a ver a mi padre. Le recompensará.

Repentinamente Emilian tuvo la impresión de que una fuerza misteriosa invadía su alma;

y se sintió incapaz de cambiarla ni siquiera por un billete de lotería de doscientos rublos.

—¡Estaría bueno! Nada de eso, señorita. Váyase tranquila. No tiene por qué recompensarme.

—No, no; no puedo irme así.

—Vaya con Dios, señorita; pero no se lleve mi abrigo.

Y Emilian sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos. El recuerdo de esa alegre sonrisa sirvió de consuelo a Rina en los momentos más difíciles de su vida.

Emilian, por su parte, experimentaba un sentimiento de regocijo, que parecía transportarlo a otro mundo, cada vez que recordaba el campo de Jodynka, a Rina y la conversación que sostuvo con ella.

Pobres gentes

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa…

La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido;

la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos;

no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. «Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme», piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad.

"¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él», dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. «No tiene quien la cuide», piensa, mientras llama a la puerta. Escucha… Nadie contesta.

«A lo mejor le ha pasado algo», piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte.

Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…»

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

«No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo le voy a mirar a la cara ahora?» Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.