—¡Se lo van a llevar todo! Pero llegaré, sea como sea. ¡Diablos! ¡Malditos!

Era Emilian quien había pronunciado esas palabras. Alzó sus robustos hombros y, separando los codos todo lo que pudo, fue abriéndose paso, sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía; en realidad, era porque todos se precipitaban adelante y le parecía que era preciso hacer lo mismo. Los que estaban detrás de él y a ambos lados lo empujaban; pero los de delante no se movían. Todos gritaban y lanzaban gemidos y exclamaciones.

Con sus fuertes dientes apretados y el ceño fruncido, Emilian empujaba a los de delante, sin desanimarse; y avanzaba algo, si bien muy despacio.

De pronto, la muchedumbre se agitó, echándose hacia la derecha. Emilian miró en aquella dirección y vio que algo pasaba, volando, por encima de su cabeza, y caía allí. Esto se repitió hasta tres veces. Emilian no logró comprender de qué se trataba; pero una voz gritó:

—¡Malditos! ¡Condenados! Están tirando las cosas.

Desde el lugar adonde caían las bolsitas con los regalos eleváronse gritos, risas, llantos y gemidos. Alguien empujó violentamente a Emilian por un costado, lo hizo aumentar su enojo y su mal humor. Pero, antes que le diera tiempo de recobrarse del dolor, le pisaron un pie. Su abrigo, su abrigo nuevo, se enganchó en algo, desgarrándose. Un sentimiento de ira invadió su corazón, y Emilian empujó a los de delante, con todas sus fuerzas.

Pero súbitamente sucedió algo que no se pudo explicar. Hacía un momento sólo veía ante sí las espaldas de la gente, cuando, de pronto, todo quedó descubierto para él. Divisó las casetas en las que repartían los regalos. Esto lo alegró mucho; mas su alegría duró un segundo. En breve comprendió que las casetas habían quedado al descubierto porque los que iban delante habían llegado al borde de un foso y habían caído dentro; él caería sobre otros, y los de detrás se le vendrían encima. En aquel momento sintió miedo, por primera vez. Y, en efecto, cayó. Una mujer, envuelta en un chal de lana, se le vino encima. Emilian pudo desprenderse de ella y quiso volverse; pero los de detrás lo aplastaban y le faltaron fuerzas.

Consiguió incorporarse. Sus pies pisaban algo blando; eran seres humanos. Alguien lo agarró por las piernas lanzando gritos. Emilian no veía ni oía nada; continuaba abriéndose paso, por encima de la gente.

—¡Hermanos, les doy mi reloj, es de oro! ¡Hermanos, salvadme! —gritaba un hombre, junto a él.

«No estamos para relojes», pensó Emilian, que ya llegaba al otro lado del foso.

En su alma reinaban dos sentimientos, ambos atormentadores: el miedo por su persona, por su propia vida; y la ira contra aquellos dos hombres salvajes que lo ahogaban. No obstante, el objetivo que tuviera desde el principio, llegar a las casetas para recibir una bolsita con los regalos y el billete de lotería, seguía atrayéndolo.

Ya se veían las casetas; se veían los hombres que repartían los regalos; se distinguían los gritos de los que habían llegado hasta allí, así como el crujir de las tablas sobre las que se reunía la multitud.

Emilian seguía luchando. Ya no le quedaban sino unos veinte pasos, cuando, de pronto, oyó bajo sus pies o, mejor dicho, entre ellos, el llanto y los gritos de un niño. Al bajar la vista, vio a un chiquillo, con la camisita rota, que yacía boca arriba. Se agarraba a los pies de Emilian, balbuciendo algo. Instantáneamente, algo vibró en el corazón de éste. Cesó el miedo que había sentido por su persona. Cesó también la ira hacia sus semejantes. Tuvo lástima del niño. Se agachó y le pasó la mano por debajo de la cintura; pero los de atrás se le echaron encima, con tal fuerza, que estuvo a punto de caer y soltó al chiquillo. Sin embargo, haciendo de nuevo un gran esfuerzo, cogió a la criatura y se la echó al hombro. Los de atrás dejaron de empujar por un momento; y Emilian pudo seguir hacia adelante, con el niño a cuestas.

—Tráelo —gritó un cochero, que avanzaba junto a Emilian; y, apoderándose del pequeño, lo alzó por encima de la multitud—. Anda, corre, corre por encima de los demás.

Emilian volvió la cabeza y pudo distinguir al niño que se alejaba, tan pronto hundiéndose, tan pronto reapareciendo entre los hombros y las cabezas de la multitud.

Emilian siguió avanzando. Era imposible dejar de hacerlo, pero ya no le preocupaban los regalos, ni tampoco llegar a las casetas. Pensaba en el niño. Se preguntaba dónde se habría metido su compañero Yasha; y recordaba a la gente ahogada que había visto en el foso. Una vez que hubo llegado a las casetas, recibió una bolsita y un vaso; sin embargo, esas cosas no lo alegraron. Al principio, había experimentado contento al ver que se había librado de las apreturas. Ya podía respirar y moverse tranquilamente. Pero ese sentimiento no tardó en desaparecer, a causa del espectáculo que se presentó ante sus ojos: una mujer envuelta en un mantón de rayas, con el vestido desgarrado, los cabellos rubios despeinados, yacía boca arriba y sus pies, calzados con botas abotonadas, estaban tiesos. Una de sus manos descansaba sobre la hierba y la otra, con los dedos plegados, en el pecho. Su rostro estaba lívido, como el de los cadáveres. Esa mujer era la primera que había muerto ahogada entre la multitud y la habían arrojado al otro lado del recinto, justamente ante la tribuna del zar.

Dos guardias, que permanecían junto al cadáver, recibían órdenes de un policía. Después llegaron unos cosacos, y, por orden del jefe, echaron a Emilian y a otros que estaban allí.

Emilian se encontró de nuevo entre la multitud, entre las apreturas, unas apreturas más angustiosas que las de antes. De nuevo, gritos, gemidos femeninos e infantiles; de nuevo unos pisaban a otros, sin poder remediarlo. Pero esta vez Emilian no sentía temor por su persona ni ira por los que lo ahogaban. Lo único que deseaba era librarse de aquello para analizar el sentimiento de su alma. Le invadió un terrible deseo de beber y de fumar. Y, finalmente, pudo conseguirlo; salió a un espacio libre, donde fumó y bebió.

* * * Fue bien distinto lo que les sucedió a Alek y a Rina. Sin aspirar a ningún regalo avanzaban entre los corrillos de gente, charlando con las mujeres y con los niños, cuando, de pronto, la multitud se abalanzó hacia las casetas, porque había corrido el rumor de que habían empezado a repartir los regalos.

Antes que a Rina le diera tiempo de volver la cabeza, se encontró separada de Alek y arrastrada por la multitud. La invadió el horror. Al principio, procuró estar tranquila; pero luego no pudo por menos de gritar, pidiendo socorro. Pero nadie se apiadó de ella. Cada vez la apretaban más, le rasgaron el vestido y le arrebataron el sombrero. No lo hubiera podido asegurar; pero creyó que le habían arrancado el reloj con la cadena. Era una muchacha fuerte y hubiera podido resistir; pero el horror le impidió hacerlo. Con el vestido roto y toda magullada, aún se mantenía en pie; pero en el momento en que los cosacos se arrojaron sobre la multitud para dispersarla, se debilitó y cayó al suelo sin sentido.

* * * Cuando volvió en sí, se hallaba echada de espaldas sobre la hierba. Un hombre, cuyo aspecto era el de un obrero, con barba y con el abrigo roto, permanecía en cuclillas ante ella, echándole agua sobre la cara. Al ver que abría los ojos, se persignó, escupiendo el agua que tenía en la boca. Era Emilian.