—¡Ya estoy aquí, Juana! —exclama.

—¡Ah! ¿Eres tú? —replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

—¡Vaya nochecita!

—Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

—Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.

—¿Yo? —exclama Juana, palideciendo—. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

—Sí, sí —masculla el hombre—. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

—¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

—¿Qué me dices?

—No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas…

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

—¡Vaya situación! —exclama, rascándose la nuca—. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta?

Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

—¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

—Están aquí ya —replica la mujer descorriendo la cortina.

Sin querer

Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca… Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.

«El siete de corazones», se dijo, representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.

—¡Diablos! —exclamó.

Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.

—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió— ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?

—Estoy perdido.

—¿Has jugado?

—Sí.

—¿Y qué?

—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy perdido!

Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.

—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?

Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. «Ya son las seis», pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.

—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?

—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las manos—. Eso es lo único que sé.

—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.

—Es tan elevada, que no puedo pagarla; nadie podría hacerlo. He perdido dieciséis mil rublos. Debería huir, pero, ¿cómo?

Miró a su mujer; y, cosa que no podía esperar, ésta lo atrajo hacia sí. "¡Qué hermosa es!», pensó, cogiéndola de la mano; pero ella lo rechazó.

—Misha, habla en debida forma. ¿Cómo has podido hacer eso?

—Esperaba recuperarme —sacó la pitillera y empezó a fumar con avidez—. Desde luego, soy un canalla. No te merezco. Abandóname. Perdóname, por última vez. Me marcharé.

Desapareceré, Katia. No he podido evitarlo; me ha sido imposible. Estaba como en sueños;

fue sin querer… —frunció el ceño—. ¿Qué hacer? Estoy perdido. Perdóname.

Quiso abrazarla, pero ella se apartó en actitud enojada.

—¡Oh! Son dignos de compasión los hombres. Cuando las cosas van bien, se envalentonan; pero en cuanto algo no marcha, ya están sumidos en la desesperación y no sirven para nada —se sentó al otro lado del tocador—. Cuéntamelo todo, por orden.

El marido obedeció. Dijo que cuando iba a llevar el dinero al banco, se había encontrado con Nekrasov. Este le propuso que fuera a su casa, a jugar una partida. Así lo hicieron; perdió todo el dinero; y en aquel momento estaba decidido a poner fin a su vida. A pesar de sus afirmaciones, la esposa comprendió que no había decidido nada: estaba desesperado sencillamente. Escuchó su relato hasta el final y dijo:

—Todo esto es una estupidez, una infamia. ¿Cómo has podido perder el dinero sin querer? Es absurdo.

—Ríñeme y haz lo que quieras conmigo.

—No pretendo reñirte; lo que quisiera es salvarte, como lo he hecho siempre, por muy vil y lamentable que aparezcas ante mis ojos.

—Sigue, sigue; poco falta ya…

—Me parece que por desesperado que estés, es cruel por tu parte atormentarme de este modo. Estoy enferma. Hoy he tenido que volver a tomar… Y de pronto me llegas con esta sorpresa. Por si fuera poco, esa actitud de impotencia… Me preguntas qué debes hacer. Pues muy sencillo. Son las seis. Ve inmediatamente a casa de Frim y cuéntaselo todo.

—¿Acaso se va a apiadar de mí? No se le puede contar eso.

—¡Qué tonto eres! ¿Acaso te aconsejo que digas al director del banco que perdiste en el juego el dinero que te confió…? Le vas a decir que ibas a la estación de Nikolaievsky… ¡No, no! Es mejor que vayas a la policía, ahora mismo. ¡No! Ahora mismo, no. Irás a las diez y vas a decir que cuando ibas por el callejón Nechioesky te asaltaron los bandidos, uno con barba y el otro un verdadero chiquillo; iban armados de un revólver y te arrebataron el dinero.

Después irás a casa de Frim, para contarle lo mismo.