—Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera saber cuáles son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una vez…

—Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.

—No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además, Alek no se apartará de mí ni un momento.

Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo menos que acceder.

—¡Claro que sí! —replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche—. Pero cuando llegues a la Jodynka, me lo mandas.

—Muy bien, conforme.

La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo, siguiendo su costumbre; le besó la mano, blanca y grande, y se fue.

* * * Aquella noche, en el piso que María Yakovlevna alquilaba a los obreros de una fábrica de cigarrillos, se hablaba también de la fiesta del día siguiente. Emilian Yagodnyi se ponía de acuerdo con unos compañeros, que habían ido a verle a su habitación, respecto de la hora en que saldrían.

—Casi no merece la pena acostarse. No vaya a ser que no nos despertemos a tiempo — dijo Yasha, un muchacho muy alegre, que ocupaba el cuarto contiguo.

—¿Por qué no echar un sueñecito? —replicó Emilian—. Saldremos en cuanto amanezca.

En eso hemos quedado con los compañeros.

—Bueno, pues ¡a dormir se ha dicho! Pero tú, Emilian, no dejes de llamarnos.

Yagodnyi prometió que así lo haría; y, después de sacar del cajón de la mesa una bobina de seda, acercó la lámpara y se puso a coser un botón de su abrigo de verano. Una vez que hubo acabado, preparó sus mejores ropas sobre el banco, se limpió las botas, rezó el Padrenuestro y el Avemaría, oraciones cuyo significado no entendía y nunca le había interesado; y, después de descalzarse y quitarse los pantalones, se acostó en la chirriante cama, de colchón apelmazado.

«A veces, la gente tiene suerte —se dijo—. A lo mejor, me toca un billete de lotería — corrían rumores de que, además de otros regalos, repartirían billetes de lotería—. No espero diez mil rublos, como es natural; me conformaría con quinientos. ¡Podría hacer tantas cosas!

Mandaría dinero a los viejos y quitaría de trabajar a mi mujer. Porque eso de estar siempre separados no es vivir… Compraría un buen reloj. Me encargaría una pelliza para mí y otra para ella. Y no que, así, no hago más que trabajar y no veo el modo de salir de apuros.»

Empezó a imaginarse que paseaba con su mujer en el parque de Alejandro; que el mismo guardia que lo llevara a la comisaría el verano pasado porque, estando borracho, había armado jaleo, era un general que, en aquel momento, lo invitaba, risueño, a una taberna, a escuchar un organillo. El instrumento sonaba igual que un reloj.

De pronto, Emilian se despierta. El reloj está dando la hora y la dueña de la casa, María Yakovlevna, tose al otro lado de la puerta. Afuera, la oscuridad no es tan grande como la víspera.

«No se nos vaya a hacer tarde.»

Emilian se levanta; se dirige, descalzo, a la habitación contigua. Después de despertar a Yasha, se viste, se unta los cabellos con pomada y se los peina, cuidadosamente, ante un espejo roto.

«La verdad es que no estoy mal; por eso me quieren las mozas; pero no quiero hacer tonterías…»

Luego va a las habitaciones de la dueña de la casa, tal y como han convenido la víspera, para coger una bolsita con provisiones; un trozo de empanada, dos huevos, jamón y una botella de vodka. Apenas apunta la aurora cuando Emilian y Yasha cruzan el patio y se encaminan hacia el parque de Pedro. No son los únicos; otras personas van delante, por todas partes aparecen hombres, mujeres y niños, endomingados y muy alegres y todos toman la misma dirección.

Finalmente, llegan al campo de la Jodynka, que se halla invadido de gente. Elévanse columnas de humo por doquier. La mañana es muy fría y las gentes buscan ramas y troncos para encender hogueras. Emilian se encuentra con sus compañeros; encienden también una hoguera y, sentándose en torno a ella, sacan las provisiones y la bebida. Sale el sol claro y brillante. Todos están alegres; cantan, charlan, bromean y ríen, esperando divertirse aún más.

Emilian ha bebido, en compañía de sus amigos; enciende un cigarrillo y le invade un gran bienestar.

La gente del pueblo luce sus mejores galas; pero entre los obreros endomingados se destacan, aquí y allá, algunos comerciantes ricos, con sus mujeres e hijos. También se distingue Rina Golitsina, que, entusiasmada por haberse salido con la suya y festejar con el pueblo la coronación del zar, al que todo el mundo adora, pasea entre las hogueras, del brazo de su primo Alek.

—Te felicito, bella señorita —exclama un joven obrero, acercándole una copa a los labios—. No me lo desprecies.

—Gracias.

—A su salud —apunta Alek, orgulloso de conocer las costumbres populares.

Acostumbrados a ocupar siempre el mejor lugar, atraviesan el campo —es tal la muchedumbre que, pese a la resplandeciente mañana, se eleva una espesa niebla, producida por el aliento de la gente— y van directamente hacia la tribuna. Pero los policías no les permiten subir.

—¡Mejor! Volvamos allí —exclama Rina.

Y los jóvenes vuelven hacia la multitud.

* * * —¡Mentira! —gritó Emilian, que estaba sentado con sus compañeros, en torno a las provisiones, colocadas sobre un papel, cuando un obrero fue a decirles que estaban repartiendo los regalos.

—Te lo aseguro. No hacen caso del reglamento. Lo he visto con mis propios ojos.

Algunos traen un hatillo y un vaso.

—Ya se sabe. Hacen lo que quieren. ¿Qué les importa? Reparten las cosas a quien les viene en gana.

—Pero, ¿cómo pueden ir contra el reglamento?

—Ya ves que lo están haciendo.

—Bueno, muchachos, entonces vayámonos también.

Todos se levantaron. Emilian recogió la botella con el resto de vodka, y se puso en marcha, con sus camaradas. Pero apenas habían recorrido veinte pasos, cuando las apreturas fueron tales, que se les hizo difícil seguir adelante.

—¿Dónde te metes?

—¿Y tú?

—¿Te imaginas que estás solo?

—¡Bueno, bueno; está bien!

—¡Padrecitos! ¡Me están ahogando! —vociferaba una mujer.

Se oían gritos infantiles, desde otro lado.

—¡Al diablo!

—Pero, ¿qué te has creído? ¿Que sólo tú tienes derecho a la vida?