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Mientras afrontaba el último obstáculo, apenas catorce escalones para el fin del mundo, era ya incapaz de explicarme mi mansedumbre, la docilidad con la que había aceptado, tantos años antes, la dictadura del timbre que gobernaba mi vida, y recordaba bien las diversas etapas del proceso, el derrame cerebral que fulminó a mi padre cuando yo todavía no había acabado el bachillerato, la trombosis que convirtió a mi madre en una inválida dos años antes de que lograra licenciarme en Ciencias Exactas, la naturalidad con la que mis hermanos asumieron que yo me ocuparía de cuidarla hasta el día de su muerte, la rapidez y la serenidad con las que acepté una misión cuya esencia se confundía con la de mi propio destino, y aquella frase hecha con la que me premiarían tantas veces, ¡qué buena eres, Berta!, todo eso lo recordaba, pero ya no lo comprendía y no podía disculparlo, no podía seguir encubriendo la tiranía de mi madre con la debilidad de la enferma, todos sus esfuerzos por arrancarme del mundo, por tenerme entera para ella sola, los dolores fingidos, chillidos, pesadillas y tantas lágrimas, hasta que se agotó la paciencia del último de mis amigos, y Marcos se fue, y no tuve valor para ir tras él. ¡Qué suerte has tenido, hija!, dijo ella, un maestro de escuela… ¡menudo partido!, y tendría que haber gritado, tendría que haberla amenazado, haberla pegado, pero no dije nada, ¡qué buena eres, Berta!, y él fue el único que se dio cuenta de la verdad, el único que anticipó este final para ofrecerme a cambio un desenlace nuevo, una vida dulce, días fabricados con amor y matemáticas, y yo le quería, le quería tanto que sonreía sola al dormirme, cada noche, pero no tuve valor para marcharme con él, y mi madre dejó de escupir en pañuelos sucios, y nunca volvió a mearse en las butacas del salón, la sopa ya no se le derramaba por las comisuras de los labios, los mocos ya no le colgaban de la nariz sin que se diera cuenta, me había arrebatado a Marcos, se había quedado tranquila, y recuperó de golpe el control y la cordura mientras yo empezaba a odiarla, pero el odio no era un motor suficiente para mover mis piernas, y Dios sabe que deseaba su muerte, pero ni siquiera ese deseo podía apartarme de su lado…

Cuatro, cinco, seis timbrazos se acompasaron a la lentitud de mis pasos como la más torpe música de danza, pero no corrí, me había prometido que no volvería a correr, y escuché sin apresurarme el séptimo aviso, y el octavo, mientras recordaba cuántas cosas se habían congelado antes que mi voluntad, la fe y el futuro, la alegría, la edad, toda esperanza, el amor y hasta las matemáticas. Yo amaba las matemáticas, y como cualquier converso a una fe rara, árida, sospechosa incluso por el reducido número de sus adeptos, experimentaba un placer extraordinario al reclutar nuevos fieles para mi templo de lógica y cifras, por eso me gustaba tanto enseñar, y en mi pequeña vida de enfermera perpetua no existía una emoción comparable al asombro que brillaba en los ojos de un crío cuando una luz desconocida se derramaba en su mente y me anunciaba, gritando casi, que de pronto había entendido el mecanismo de las operaciones con decimales, esas comas que a principio de curso ninguno era capaz de colocar en su sitio. Me gustaba enseñar, y preparar las clases, encontrar la manera más fácil de explicar lo más difícil, inventar yo misma los ejercicios que propondría cada mañana, y nunca utilicé un libro de texto, nunca seguí los programas diseñados por el Ministerio, utilizaba mis propios métodos y procuraba no mandar a los niños con deberes a casa, pero mi clase era, invariablemente, la mejor preparada de todo el curso, a pesar de que cargaba con todos los repetidores, con todos los tarugos, con los peores estudiantes del colegio, y a todos les sacaba partido porque ninguno era capaz de agotar mi paciencia, y los niños me querían, me sonreían, me besaban, venían a verme tres y cuatro años después de haber pasado por mis manos, y a mí también me gustaba verles progresar, verles crecer, contemplarles el último día del último curso, corriendo como locos, las notas en la mano, preguntándose por dentro cómo se las arreglarían con los profesores del instituto.

Las matemáticas eran muy importantes para mí, aunque al principio me dolía saber que en la otra punta de Madrid, en un recinto similar al mío, un aula con pupitres verdes y dibujos en las paredes, a través de cuya ventana se divisaría quizás un patio soleado, con una canasta de baloncesto como la que yo contemplaba, Marcos estaría dando clase a niños muy parecidos a los que me miraban sin reprimir algún bostezo, pero eso fue sólo al principio, cuando fantaseaba con la idea de que algún día viniera a buscarme, cuando planeaba minuciosamente el día y la hora en la que iría a buscarle yo, y escogía un color, un vestido, un peinado determinado, y ensayaba para mis adentros, hola Marcos, lo diría con una voz un poco ronca, voz de insomne, de mujer de mundo, nunca he podido desprenderme de ti, ¿sabes?, y él me miraría como si hiciera meses, años, que estaba esperando esas palabras, yo sostendría aquella mirada al repetir, casi al pie de la letra, lo que decía aquella rima que Eugenio había copiado de un almanaque cuando era niña, y hablaría con frases más torpes, más pobres, pero él comprendería, porque los matemáticos no hablamos en verso… Por supuesto, nunca fui a buscar a Marcos, Marcos nunca vino a buscarme a mí, la pasión escoge cuidadosamente a sus víctimas, y yo no la merecía. A los dieciséis años recibí una postal de Eugenio, desde Barcelona. Había encontrado trabajo en la Seat, y Piedad, que iba a tener un niño, me mandaba muchos besos, pero no firmaba porque todavía no había aprendido a escribir. Cuando recordaba aquella postal, la última noticia que tuve de ellos, me armaba de valor y me resquebrajaba de miedo al mismo tiempo, y nunca me atrevería a dejar sola a mi madre, nunca fui en busca de Marcos, pero amaba las matemáticas, y hasta eso perdí.

Estaba a punto de cumplir treinta años cuando nos vinimos a vivir a Torrelodones porque mi madre decidió que el campo sería mucho más compasivo con su salud que esa horrenda ciudad que la estaba matando. Me resistí con todas mis fuerzas a aquel traslado, argumentando en vano, durante semanas enteras, que ni sus fuerzas habían menguado tanto como pretendía, ni el ruido o la contaminación podían afectarla, teniendo en cuenta que jamás salía de casa, un quinto piso en una de las calles más tranquilas del centro. También hablé de mí, de los problemas que me acarrearía marcharme al campo, conseguir una plaza en el colegio de algún pueblo cercano, vivir sola con una anciana enferma en una casa aislada, dentro de una urbanización que permanecía casi desierta durante la mayor parte del año, y estar obligada a coger el coche para todo, lo repetí una y mil veces, que abandonar la ciudad sería un desastre, pero nadie me escuchó, mi madre empezó a quejarse a todas horas, se pasaba la noche en vela, decía que la despertaba el ascensor, y dejó de comer, mis hermanos me preguntaban cómo podía ser tan cruel, repetían que yo no tenía ninguna necesidad de trabajar, me rogaban que dejara de inventarme falsas excusas, y entonces dejé de luchar, pero me marché de Madrid con lágrimas en los ojos, un llanto mixto de pena y de rabia, el último asomo de vida del que podría disponer en muchos años.

Cuando abrí la puerta de su habitación, ya no podía creer que ésa hubiera sido mi vida alguna vez, porque ya no quedaba en mí rastro alguno de la buena Berta. La miré con extrañeza, incorporada en la cama, apretando el timbre con una saña impropia de una anciana enferma, y casi podía escuchar el chirrido de sus dientes, pero avancé despacio, llegué a su lado, y esperé a que se hiciera el silencio. Entonces la saludé con voz clara, firme.

– Buenos días, doña Carmen.

Busqué inmediatamente sus ojos, y no encontré en ellos dolor, ni siquiera rechazo, apenas una sombra de desconcierto, una sorpresa sagazmente controlada, y por un instante deseé con todas mis fuerzas estar equivocada, pero esperé en vano una caricia, una protesta, una simple pregunta, e insistí sólo para asegurarme de que me escuchaba, ¿qué tal, doña Carmen, cómo se encuentra hoy?, y deseaba estar equivocada, haber multiplicado por un número demasiado grande, haber restado de más, pero no quiso corregirme, se limitó a mirarme de través, con un recelo que se transformaría muy deprisa en miedo auténtico, y entonces me estremecí al comprender que era ella quien estaba en mis manos, ella quien dependía de mí desde hacía tanto tiempo, aunque las dos lleváramos media vida fingiendo lo contrario, y me pregunté cuándo habría empezado a temer que se iniciaran los acontecimientos que ahora iban a precipitarse sin remedio, y ningún propósito me parecía más duro que aprender a vivir el resto de mi vida sabiendo que había sacrificado tantos años para nada, por eso deseaba estar equivocada, y necesitaba que me hablara, que me tocara, que me reconociera, que me confirmara que todas mis sospechas eran un disparate, que jamás había renunciado a ser mi madre, que jamás me había mirado con ojos distintos de los que dirigía al resto de sus hijos, que jamás había sido consciente de abandonarme en los brazos de otra mujer.