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Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontraba como si mi cuerpo estuviera flotando en una piscina llena de una gelatina tibia y rosada, acogedora y húmeda, y era una resaca, pero era deliciosa, y me hubiera gustado apurarla del todo mientras la luz se filtraba con pereza entre las rendijas de la persiana, porque me había enamorado otra vez y no quería hacer ninguna cosa, sólo pensar en ello, sentirlo, acostumbrarme lentamente a la naturaleza de los prodigios.

Entonces, Eva abrió con su llave la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, encendió la luz sin pedir permiso y taconeó enérgicamente hasta ganar el borde de la cama.

– No me zarandees, por favor, estoy despierta -supliqué con un hilo de voz-. Y apaga esa luz, ¿quieres? Hoy es sábado, no tenemos nada que hacer, no me pienso levantar…

– Tengo que hablar contigo, Lola -me interrumpió, y sólo entonces me devolvió a las adorables tinieblas que su irrupción había desvirtuado para siempre-. Quiero decirte que no me gustó nada lo de anoche. No deberías beber tanto. El alcohol es muy malo, ¿sabes? Apaga la piel y engorda. Cuando me preguntan qué hago para cuidarme, yo siempre contesto lo mismo. Dormir muchas horas, hacer una vida muy regular, no trasnochar, beber mucha agua…

– ¿Por qué me vienes ahora con todo esto, Eva? Yo no soy modelo, ni actriz, ni nada. Puedo permitirme perfectamente cualquier irregularidad.

– Es que… -y su aplomo se deshizo en un puchero-, me siento muy mal, de verdad, estoy muy sola, yo… Me he equivocado aceptando este papel, no me gusta este sitio y Rushinikov se porta fatal conmigo, es un bestia, yo no sé…

Escuché infinitas variaciones del mismo discurso a lo largo del fin de semana, pero no llegué a impacientarme en ningún momento, porque la novedad estaba en mí misma. La compasión me había abandonado como suelen abandonar los amantes, las edades, los viejos amigos de la infancia: bruscamente y para siempre. Descubrí que mi repentina impasibilidad hacía mucho más fáciles todas las cosas, y el lunes por la mañana, mientras esperábamos al coche de producción en el vestíbulo del hotel, el espejo me devolvió una imagen inesperada, estrictamente opuesta a la que había obtenido hasta entonces, porque por primera vez, desde nuestra llegada, Eva no tenía muy buen aspecto. Yo resplandecía.

Sin embargo, durante toda la semana, Andrei siguió tratándola igual que antes, la misma dulzura, los mismos mimos, la misma paciencia infinita, el ligero e indefinible coqueteo que no llegaba a mejorar su humor, pero castigaba el mío como si cada palabra, y aún más, cada silencio, fuera un lento, oblicuo golpe de sable. A cambio, en los ensayos nos entendíamos muchísimo mejor, aunque no volvimos a hablar a solas, porque aquellos días coincidieron con los escogidos por la productora para abrir el rodaje a los medios de comunicación y cada noche teníamos un compromiso distinto, él en el punto de mira de todos los objetivos, yo sentada entre Eva y cualquier periodista en un sofá apartado, un cóctel para el equipo de televisión que estaba haciendo un reportaje, otro para los enviados de los diarios nacionales, otro para los corresponsales de la prensa especializada… Para el jueves por la noche, la organización no había previsto nada y yo tampoco, pero cuando ya estaba recogiendo mis cosas, a punto de marcharme, me detuvo una voz que hablaba en inglés, la suya.

– ¡Eh, tú, chica española!

Me volví, y le encontré a mis espaldas, muy sonriente.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

Mi cabeza se movió de arriba abajo sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, en el preciso instante que eligió el operador para cogerle del brazo y arrastrarle a la proyección.

– ¡A las nueve en punto! -gritó-, ¡En la Steak House que hay detrás de tu hotel! -y añadió en español-: ¿Vale?

Vale, murmuré para mí, echándome a reír mientras recordaba hasta qué punto le había intrigado esa expresión que Eva y yo usábamos constantemente los primeros días, y apenas tuve tiempo de pensar en nada más, porque unos brazos frenéticos rodearon los míos desde atrás, anunciando el chillido agudo, histérico, que retumbó en mis tímpanos como las trompetas contra las murallas de Jericó.

– ¿Has visto? -Eva me miraba con una expresión que no pude descifrar al principio, una especie de alegría simple y salvaje, el rostro de un perro que babea delante de un filete-. Si ya lo sabía yo, que éste iba a caer, ya te lo dije… ¿Dónde ha dicho que quedábamos?

– ¿Qué? -pregunté, como si fuera imbécil. -Andrei, mujer… ¿No le has oído?

– Sí -no fui capaz de mejorar mi intervención anterior-. Le he oído.

– ¡Lola, por Dios, pareces imbécil!

– Sí…

– Andrei me ha invitado a cenar, ¿verdad?

– No sé. ¿Estás segura? -La miré a los ojos y no encontré en ellos ni la más leve sombra de duda.

– ¡Claro que estoy segura! Ya me lo había avisado hace un par de días, que me estoy esforzando mucho y está muy contento conmigo, y que un día de éstos teníamos que quedar, ¿no te acuerdas? -Asentí con la cabeza, aquello lo había traducido yo misma-. Y me lo acaba de decir ahora mismo… He entendido lo de cenar, dinner, ¿no?, y la hora, nine o'clock, le entiendo mucho mejor que a todos estos americanos, pero no he cogido el sitio donde hemos quedado.

– En la Steak House que hay detrás del hotel.

No quise preguntarle en qué idioma pensaba hablar durante la cena. Estaba segura de que, fuera cual fuera, lo dominaría mejor que yo.

Cuando sonó el teléfono, hacia las diez y diez, ya había bebido, fumado y llorado todo lo que tenía que beber, fumar y llorar, había maldecido todas las cosas aptas para ser malditas -mi sujetador, el aerobic, la herencia genética, Coco Chanel…-, y había repetido varias veces todas las frases hechas que conocía al respecto, desde todos los hombres son iguales, hasta yo lo que quiero ser es tonta, pasando por no aprenderé jamás, y ésta es la última vez, ¡lo juro!, pero todavía me quedaba un margen para el asombro.

– Es que no lo comprendo -Eva gemía desde el otro lado del hilo, su voz tiritaba con el desamparo de un niño pequeño que no acaba de comprender por qué le han castigado-, tenías que haberle visto… Cuando me vio llegar empezó a hacerme preguntas, en inglés, pero tan deprisa que no podía entender nada, y luego me preguntó por ti, y yo le dije, I am here, Lola no is here, y le sonreí, ¡pero se puso de una mala leche…! No ha querido cenar, ¿te lo puedes creer? Se ha tomado dos whiskies y luego se ha ido corriendo, en un taxi, porque tenía que ir a buscar a Serguei, creo, no sé, no le he entendido nada… Me ha dejado plantada en la puerta del restaurante y me he venido andando. ¿Qué me dices? Y ahora no sé qué hacer. Nunca me ha pasado una cosa así, con ningún tío, de verdad, nunca jamás…

Cuando colgué estaba tan nerviosa que no acertaba a hacer otra cosa que recorrer la habitación de punta a punta, andando tan deprisa como si tuviera que llegar a tiempo a alguna parte, hasta que me cansé, y me metí en la cama solamente para obligarme a estar quieta. Quizá llegué a dormirme un par de veces, pero sin lograr nunca abandonarme del todo, anclada en un muelle difuso que no era sueño, pero tampoco tierra firme, y por eso no reaccioné al escuchar las balalaikas, dulces y muy lejanas, y tampoco quise creer en aquellas voces, un armonioso concierto de susurros todavía, hasta que reconocí la melodía, inconfundible, cuando el volumen del canto ascendió de golpe, y las palmadas, los tacones que estallaban contra el suelo, marcaban el ritmo de una canción tan intensa, tan vigorosa, tan pura como si brotara de las mismas entrañas de la tierra.

Salté de la cama y corrí hacia la puerta cantando yo también, la emoción temblándome en los labios, kalinka, kalinka, kalin… Pero jamás, ni en sueños, me habría atrevido a imaginar un espectáculo semejante, tan grandioso que las lágrimas se escaparon de mis ojos sin que pudiera hacer nada por retenerlas. Estaba amaneciendo. Mientras el cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, seis hombres locos cantaban para mí, y para que él bailara solo, el más loco de todos, una danza furiosa de cólera y deseo, soberbia como sus saltos y humilde como sus rodillas rozando el polvo, el baile de los cosacos, brazos que giran en el aire para impregnarlo de luz, y de vida, un cuerpo que se deshace en la música para imponer al mundo su sello, su ley y su fuerza. Eso sentía mientras le miraba, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, y ojalá Dios no me coja confesada, y no podía dejar de llorar y de reírme al mismo tiempo, y mis ojos ardían, y ardía mi piel, y ardió mi alma cuando le vi saltar por última vez, y caer de rodillas ante mí, fatigado y poderoso, agitando el vuelo de mi camisón blanco.