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Por las mañanas, cuando bajaba a desayunar, él estaba esperándome ya, siempre en la misma mesa. Así no podemos seguir, me saludaba, y antes del primer sorbo de café, ya me había tragado una bandeja de quejas y dos puñados de recomendaciones. Yo le daba la razón en silencio, porque no se puede ser actriz sin estudiar un guión, sin meterse en el personaje, sin acatar una disciplina de rodaje, pero me negaba a reconocerlo en voz alta, no tanto por eludir mi propio fracaso -aquellas larguísimas sesiones de entrenamiento de todas las noches, escamotearle horas de ensayo al sueño para machacar el papel palabra por palabra, gesto por gesto, indicación por indicación, y Eva rindiéndose siempre antes de echarse a llorar, no puedo, no puedo, es que, de verdad, no puedo más, tanto esfuerzo a cambio de nada- sino más bien para pagarle con su misma moneda, porque en el exacto instante en que la radiante sonrisa de Eva precedía a sus tacones en el umbral del restaurante, Rushinikov sonreía, se apartaba el pelo de la cara con cierta juvenil torpeza y dejaba que su voz reconquistara el territorio blando y bobalicón de los acentos adolescentes.

– La verdad es que es guapísima -me decía en ruso muy bajito, sin dejar de mirarla.

– Sí, es verdaderamente guapísima -asentía yo sin mucho interés.

– Buenos días -nos saludaba Eva, en un inglés perfecto, y luego proseguía, con mucha menos soltura-, ¿habéis lo dormido vosotros bueno?

– Desde luego -Rushinikov, en cambio, hablaba inglés mejor que yo-, aunque no nos ha sentado tan bien como a ti. Estás resplandeciente esta mañana.

– Dice que estás resplandeciente -traducía yo al castellano.

– ¡Oh, qué amable! ¿A que es un encanto? De verdad… Muchas gracias.

– Dice que eres un encanto, que muchas gracias.

Los desayunos se parecían tanto a una batalla floral sobre un tablero de ping-pong que, cuando me levantaba de la mesa, casi me alegraba del trabajo suplementario que había aceptado a los tres días de mi llegada, el brevísimo plazo que resultó suficiente, sin embargo, para agotar las expectativas del director.

– He pensado que no conviene cansar demasiado a Eva -me sugirió discretamente, guardándose para sí las razones de su pensamiento-, que sería mejor reservarla para las tomas buenas… Si tú quisieras reemplazarla en los ensayos con los otros actores, en las pruebas de luces, en las de sonido…

Yo me sabía el papel de memoria, y cualquier tarea me parecía más gratificante que sufrir por ella desde detrás de la cámara. Además, estaba de acuerdo con él. Careciendo a partes iguales de método y de memoria, Eva corría el riesgo de perder la poca gracia que tenía si, durante el rodaje, se limitaba a repetir mecánicamente, sílaba por sílaba, un texto cuyo sentido no podía comprender. Por eso -por ella- no dudé en colaborar, pero mi nueva situación llegó a hacerme insoportable la arbitrariedad de aquel monstruo, que me corregía a gritos en las pruebas, para luego -después de haber gritado ¡cámara, acción!- limitarse a sonreír, quitando importancia a lo ocurrido, cada vez que ella se saltaba una frase, olvidaba la pronunciación de una palabra o se salía de plano por la izquierda en vez de por la derecha. Hasta que una tarde, en pleno ensayo, estallé.

Aquella mañana, durante el desayuno, Rushinikov había invitado a Eva -en realidad hablaba en segunda persona del plural, pero mirándola a los ojos tan desmayadamente que yo nunca llegué a sentirme aludida- a la fiesta que por la noche celebrarían todos los rusos del equipo.

– ¿Qué te parece? -me comentó ella entre codazos y risitas al salir del restaurante, con la misma expresión de una niña pequeña que acaba de ganar un peluche gigantesco en una tómbola-, no, si ya sabía yo que éste iba a caer…

Desde ese momento, no se había separado un segundo de Andrei, como lo llamaba ahora, pero eso no habría tenido ninguna importancia si las perspectivas de una inminente conquista no hubieran inflamado su carácter hasta prestarle la congestionada apariencia de un soufflé a punto de reventar un horno. Y vale que ligar es estupendo, pero el último límite de mi resistencia no sobrepasaba la prueba de traducir al español, una por una y durante dos horas de ensayo, las infinitas pegas que él había ido encontrando en todo lo que yo hacía o decía, para escuchar a continuación que ella estaba absolutamente de acuerdo.

– Muy bien -dije en ruso, desafiándoles con la mirada mientras tiraba el guión al suelo-. Pues hemos terminado por hoy.

– Bueno, yo me tengo que ir -el misterioso instinto de conservación de Eva superaba, entre otras muchas, las barreras idiomáticas-, tengo que arreglarme para la fiesta…

Rushinikov y yo nos quedamos solos de repente, solos por primera vez en un gigantesco estudio vacío, y después de recorrer el techo con la mirada un par de veces, me agaché para recoger el guión porque no se me ocurría nada mejor que hacer. Entonces, él echó a andar muy lentamente en mi dirección y me habló sin levantar la voz por primera vez en mucho tiempo.

– Perdóname, lo siento mucho.

Tampoco supe qué contestar a eso. Dejé el guión encima de una silla, me atusé el pelo, recogí la americana que había colgado de una percha al entrar y, cuando lo miré de nuevo, lo encontré a mi lado.

– Lo siento de verdad, perdóname… -Rushinikov me hablaba en un tono desconocido, sobrio y, sin embargo, casi íntimo, tan alejado del vinagre de los rodajes como de la melaza de los desayunos-. Necesito que Eva sepa qué es exactamente lo que espero de ella, qué quiero que haga y cómo quiero que lo haga. Compréndelo, es muy importante que te vea, lo único que yo pretendía…

– ¿Y por qué no le chillas a ella? -protesté, con tanta fiereza que el tono de mi voz llegó a asustarme.

– ¿A ella? -Parecía perplejo- ¡Ah! ¿Pero es que tú crees que se puede hablar con Eva?

– Za Pushkina! -exclamé sonriente, golpeando el tablero de madera con mi vaso y, antes de que la tónica mezclada con el vodka dejara de espumear, lo vacié de un trago.

– ¡Por Cervantes! -contestó él con un acento más que pasable cuando los vasos estaban llenos de nuevo, y todos volvimos a beber alrededor de la mesa.

Creo que fue exactamente en aquel momento, entre Pushkin y Cervantes, cuando me di cuenta de que aquella chica tan alta, embutida en un vestido de noche de terciopelo negro -el pelo recogido hacia arriba en un moño muy elaborado, dos eternas cascadas de pedrería precipitándose en el vacío desde sus orejas, y guantes de raso largos hasta el codo-, que bostezaba aparatosamente contra una columna, no podía ser otra que Eva, y no dejó de asombrarme que al entrar en el bar, un local muy oscuro y con todo el aspecto de haber sido garaje hasta tiempos tan recientes que casi se echaban de menos un par de filas de coches aparcados a ambos lados, no sólo no la hubiera reconocido, sino que, más bien, se me hubiera olvidado que existiera.

En teoría, al salir del estudio, un montón de horas antes, Rushinikov y yo habíamos ido a tomar una copa para trazar su plan de trabajo, pero, en la práctica, él había empezado a hablarme de sus películas, y yo ya las conocía, y él se alegraba mucho, y yo había seguido hablando de Zamiatin, y él ya lo conocía, y yo me alegraba mucho, y luego me había contado su divorcio de una ciudadana norteamericana y yo le había explicado por qué había decidido dejar hacía unos meses a mi novio de toda la vida, y después él había enumerado las ventajas y desventajas de vivir en un país extranjero, y yo había recapitulado los pros y los contras de no moverse jamás de la misma ciudad en la que uno ha nacido, y él confesaba que había sido un niño muy malo, pero yo había sido una niña muy buena, aunque él sacaba muy buenas notas en el colegio, y yo también, y resultó que yo le parecía una mujer muy atractiva, y él a mí también me parecía muy atractivo, no, pero él lo decía en serio, ah… Y ahí me atoré, porque la única imagen del mundo que fui capaz de recuperar tenía el rostro de Eva, y el cuerpo de Eva, y la radiante sonrisa de Eva, y por eso me acordé de la fiesta, pero apenas fui capaz de retener algún dato más, porque la mirada de Andrei trazaba escalas minuciosamente equilibradas entre mis ojos y mi escote, y brillaba con una luz tal vez más intensa que la de la ebriedad, y contagiosa, que teñía mis mejillas de color, y cuando volvió a mirarme, en el interior del taxi, su rostro relucía como si estuviera iluminado desde dentro, reflejando el mío, y hasta llegó a sugerir que nos perdiéramos en cualquier bar, por el camino, para seguir hablando de cine, y de libros, y de niños buenos y malos, pero yo no me atreví a reaccionar, no dije nada, y así llegamos hasta la larga mesa donde todos los rusos de la película brindaban en voz alta antes de golpear la madera con los vasos y vaciarlos de un golpe después, riéndose sin parar, cantando a ratos, y nos unimos a ellos para brindar por Pushkin, y por Cervantes, y hasta entonces no escuchaba la música, pero cuando se apagó el eco del último brindis me puse a bailar yo sola, alrededor de la mesa, y bailé salsa, y cumbia, y hasta una rumba, y todos me aplaudían, me lo estaba pasando tan bien, y Andrei me abrazó cuando empezó a sonar un bolero de Olga Guillot, una canción muy lenta, y apenas nos movíamos, sin despegar los pies del suelo, cuando Eva, tan impecablemente maquillada, peinada, vestida, tan ridícula esta vez, se me acercó para pedirme por favor que la acompañara al hotel porque estaba muy cansada, y harta, y aburrida, y no le gustaba aquel trabajo, ni aquel bar, ni aquella gente, y no comprendía nada, y nadie la comprendía a ella, y ése fue el instante que él eligió para besarme en los labios, y mis labios besaron los suyos, y Eva estalló en sollozos, vámonos, por favor, vámonos, vámonos, por favor te lo pido, vámonos…