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Entonces escuché los aplausos, y todo volvió a empezar en un segundo, porque aquello no podía ser más que un sueño, un delirio estruendoso y benévolo, una trampa de mi amor dolorido, pero él rodeó mis muslos con sus brazos de carne verdadera, sentí el peso de su cabeza al apoyarse en mi vientre, y le escuché.

– Skashi ej chtoby ona ushla… -dile que se vaya, traduje para mí, y entonces miré a mi izquierda y la encontré allí, en la puerta del bungalow contiguo al mío, las manos todavía alzadas, como congeladas en el último aplauso, mientras él seguía hablando-, ne muchaj meniá bolshe milaia -no me tortures más, amor mío…

Antes de arrastrarle conmigo al interior, me despedí del mundo. La última imagen que contemplé en él fue el rostro de Eva, su ceño fruncido, sus ojos dilatados, su boca abierta, una mueca de asombro ocupando la plaza de una sonrisa radiante.

La buena hija

A Luis García Montero,

porque me ha regalado mucho más que una rima

1

A las nueve en punto de la noche, cuando consideré que el agua había alcanzado ya el nivel preciso para desafiar a Arquímedes sin llegar a poner sus cálculos en entredicho, cerré el grifo y me dirigí al armarito que, en días horribles -como había sido aquél, sin ir más lejos-, se burlaba de mí por llevar todo el camino de convertirme en una vieja solterona clásica, más penosa aún, mucho más prescindible para el género humano que esas funcionarias cuarentonas, separadas ya de antiguo, que salen por parejas los viernes por la noche para precipitarse sobre el primer conocido que encuentran y preguntarle si está bebiendo solo o ha traído a su mujer. Allí, sobre tres pequeñas baldas de plástico blanco, me esperaban diecinueve tarros de cristal transparente, todos de tamaños y formas diferentes, con distintos tapones y contenidos: discos de algodón blanco, bolas de algodón de colores, sales de baño de fresa, y de frambuesa, y de frutos del bosque, polvos de talco con aroma a zarzamora, diminutos jabones perfumados con aspecto de conchas marinas, y de frutas, y de flores, manzanitas de madera con olor a manzanas de verdad, limoncitos de madera con olor a limones de verdad, virutas de madera con olor a madera de verdad, corazones de parafina soluble rellenos de aceite estimulante de color rojo, medias lunas rellenas de aceite tranquilizante de color azul, estrellas rellenas de aceite tonificante de color amarillo, tréboles rellenos de aceite relajante de color verde, todo cien por cien natural, tan pequeño, tan limpio, tan mono, sobre todo tan mono, y las etiquetas lo advierten, no experimentamos en animales, yo tampoco experimento, no tengo marido, no tengo hijos, no tengo amigos, no tengo trabajo, no tengo nada que sea mío excepto este armario, y la manía de coleccionar gilipolleces olorosas en tarros de cristal para colocarlos en su interior una y otra vez, como si me fuera la vida en que ninguno de ellos se mueva un milímetro del lugar que yo misma les he asignado, o como si simplemente necesitara creer, de vez en cuando, que me va la vida en algo…

Entonces sonó el timbre. Escogí un trébol relajante, era inevitable, y lo dejé caer en la bañera. Antes de salir al pasillo me miré en el espejo, de pasada, y contemplé una sonrisa de la que no era consciente. Tengo madre, recordé, y seguí sonriendo, pero a conciencia.

Me la encontré en posición de alerta, el cuello tenso, la barbilla alta, la espalda erguida con desprecio de las almohadas, y la yema del pulgar acariciando nerviosamente el pulsador de la pera de baquelita blanca que sostenía en la mano derecha, pero ya ni siquiera podía recordar cuántos años habían pasado desde que alguno de estos gestos logró inquietarme por última vez, así que me dirigí a ella sin atravesar siquiera el umbral de la puerta.

– ¿Qué quieres, mamá?

– Berta, hija… -en ese momento me miró e hizo una pausa dramática, como una escala intermedia en el viaje que estaba a punto de transportar a su voz desde una premeditada autocompasión hasta una no menos premeditada perplejidad-, ¿por qué llevas puesto el albornoz?

– Porque estaba a punto de meterme en la bañera, mamá.

– Lo siento, hija, no lo sabía.

– Sí lo sabías -pronuncié las palabras despacio, sin alterarme, con el acento que animaría los labios de una estatua. Tampoco podía acordarme ya de los años que habían pasado desde que renuncié, no ya a exhibir cualquier dosis de dureza, sino simplemente a expresarme ante ella, una inversión perpetuamente inútil-. Te lo he dicho hace un momento, cuando he subido a llevarme la bandeja de la cena.

Entonces, súbitamente, se desmayó sobre las almohadas, resbalando por la pendiente de su blandura hasta quedarse tumbada, y dar paso así a una secuencia de movimientos que yo había contemplado miles de veces. Primero cerró los ojos. Luego, apretó la mano izquierda contra su frente como si sospechara tener fiebre. Por último, suspiró.

– ¡Ay!

No le pregunté de qué se quejaba, porque sabía de sobra que no le dolía nada. Quejarse era su manera de demostrarme que se daba cuenta de que la había pillado en falta y que le daba exactamente lo mismo.

– ¿Qué es lo que quieres, mamá? -insistieron mis labios de mármol-. Se me va a enfriar el agua.

– Abre la ventana, por favor, ¿quieres, Berta? Tengo mucho calor, me estoy ahogando, no puedo respirar…

– ¡Pero si estamos en marzo! Fuera hace frío, no puedo… -Sus chillidos me impidieron terminar la frase.

– ¡Quiero que abras la ventana! ¿Me oyes? ¡Abre la ventana, abre la ventana, abre la ventana!

– Mamá, te vas a poner…

– ¡Nada! -seguía chillando con la voluntariosa terquedad de una niña pequeña, malcriada-. ¡Nada! No me puedo poner peor, porque me estoy ahogando. Me muero, me muero, ¡me muero! ¿Es que no lo entiendes?

– Mamá…

Renuncié a terminar la frase y me resigné a dar la noche por perdida, como había perdido aquel día, tantos días, años enteros a su lado. Abrí la ventana y salí de la habitación sin decir nada.

A las nueve y once minutos, me metí por fin en una bañera llena de agua muy caliente, pero incapaz ya de humear. A las nueve y dieciocho sonó el timbre. A las nueve y veintiuno sonó el timbre. A las nueve y veintitrés sonó el timbre. Salí del agua, me puse el albornoz, mi madre tenía frío, cerré la ventana y bajé las escaleras corriendo, como si el baño interrumpido se hubiera convertido en una prioridad esencial. Debía de serlo, porque no se me consintió permanecer en él más de diez minutos. Mientras el timbre volvía a sonar, tiré del tapón y abrí otra vez el grifo del agua caliente para restablecer la temperatura. Los timbrazos se habían convertido en un concierto de ruido histérico cuando coloqué de nuevo el tapón en su sitio y, dejando el grifo abierto, acudí a descubrir que mi madre se ahogaba, se moría, no podía respirar. Abrí la ventana y, en contra de mis propias previsiones, descubrí que aquella noche -será la regla, pensé- me costaba trabajo conservar la calma. A mi vuelta, encontré indicios de humo, pero no me felicité por ello, ni siquiera me acordé de Arquímedes. Llorando de rabia, me quité el albornoz, lo tiré contra el armario, y me desplomé en el agua con un solo gesto, cayendo sobre ella como si fuera sólida, como si acabaran de fusilarme al borde de la bañera. Las matemáticas no son una opinión. Con esa frase solía contrarrestar las argumentaciones de esos alumnos desaforadamente imaginativos, los más brillantes, que se empeñaban en disentir de axiomas y teoremas partiendo de su propio método. Pero las matemáticas no son opinión, y todo cuerpo sumergido en un líquido pierde una parte de su peso, o sufre un empuje de abajo arriba, igual al volumen del líquido que desaloja, así que el suelo del cuarto de baño se inundó con el exacto volumen del agua que mi cuerpo había desalojado al sumergirse. Me quedé mirándolo sin hacer nada, sumida en la desolación más absoluta, hasta que una nueva tanda de timbrazos puso el punto final a aquella dilatada secuencia de desastres. Ahora, con la ventana cerrada, mi madre se dormiría, y yo podría disponer de mí misma durante un par de horas, las justas para ver una película en la televisión después de haber exterminado el charco que brillaba sobre las baldosas.