Aunque estos relatos no han sido concebidos y escritos con la expresa voluntad de integrarlos en un libro unitario, creo que todos ellos están, de una u otra manera, íntimamente vinculados a los temas y conflictos que han inspirado mis obras anteriores, y confío en que esa condición les preste una unidad inevitable. Nunca he aspirado a conquistar un vastísimo universo literario. Al contrario, prefiero permanecer en un mundo pequeño, personal, cuyas fronteras vienen a coincidir con los precisos límites de mi memoria, y dirigir mi mirada a rincones tan conocidos que nunca terminan de sorprenderme. Así, tanto en «Los ojos rotos» (1989) como en «El vocabulario de los balcones» (1994), y hasta, de alguna manera, en «Modelos de mujer» (1995) y «Malena, una vida hervida» (1990), la mirada del amante modifica y determina la imagen que el ser amado obtiene de sí mismo, el tema que gobierna La edades de Lulú para reaparecer después en mis otras novelas. Esta Malena primeriza conoce la tremenda pérdida de un amor adolescente, definitivo, más o menos a la misma edad que la protagonista de Malena es un nombre de tango, y al igual que esta última, la narradora de «Bárbara contra la muerte» (1991) aprende una verdad esencial de labios de su abuelo, en el que presiente a todos los hombres que habitarán su propia vida. «El vocabulario de los balcones», en cambio, comparte mi barrio, y su espíritu, con Te llamaré Viernes.
«Amor de madre» (1994) es un cuento de origen atípico que surgió durante un almuerzo en una cervecería del centro de Viena, en diciembre de 1993. Cuando algún comensal llamó la atención de los demás -entre los que estaban Luis Mateo Díez, José María Merino, Clara Sánchez, Eloy Tizón y nuestro anfitrión austriaco, Georg Pichler- sobre un posavasos de cartón decorado con una fotografía verdaderamente pintoresa, Encarna Castejón, directora de El Urogallo, nos animó a escribir un breve texto sobre aquella imagen, con la intención de publicarlo, junto con el posavasos, en su revista. Por mi parte, el resultado fue este pequeño esperpento, que está más vinculado de lo que parece a otro relato de tono vertiginosamente distinto. «La buena hija» (1995). La áspera indiferencia que puede llegar a instalarse entre una madre y una hija, apuntada en Las edades de Lulú, contribuye decisivamente a construir el mundo de Malena es un nombre de tango. A su vez, en «La buena hija» se contraponen las figuras de dos mujeres opuestas que rivalizan entre sí, al igual que en «Modelos de mujer», el relato que presta su título al libro.
El motivo que me indujo a escoger este último no va más allá del carácter genérico, y aun más, tipológico, de una expresión que construí, en principio, como un simple juego de palabras. Pero como en el mundo literario prevalece un principio de discriminación sexual que obliga a las escritoras a pronunciarse a cada paso acerca del género de los personajes de sus libros, mientras que los escritores se ven privilegiada y envidiablemente libres de hacerlo, me gustaría aclarar, de una vez por todas, que -al igual que no reconozco un literatura de autores madrileños, una literatura de autores altos o una literatura de autores con el pelo negro, categorías que, de momento, nunca me han amenazado, a pesar de que una madrileña alta y morena puede llegar a tener una visión del mundo muy distinta a la que se haya construido, por ejemplo, una sevillana bajita y rubia- creo que no existe en absoluto ninguna clase de literatura femenina, y, precisamente por eso, todas las protagonistas de estos cuentos son mujeres.
Si me parece intolerable la tendencia de una buena parte de las mujeres que escriben a instalarse en una especie de menoridad pretendidamente congénita -géneros menores, argumentos menores, personajes de rango menor, ambiciones menores-, mucho más desolador resulta comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, cuando cierto tipo de escritoras se propone hacer «gran literatura de todos los tiempos» -el entrecomillado pretende sugerir lo estúpido de tal propósito formulado a priori-, escogen sistemáticamente un protagonista masculino, como si el género del personaje pudiera determinar la universalidad de la obra cuando la autora es una mujer, o como si escribir desde un punto de vista femenino fuera sospechoso de por sí. En mi opinión, este tipo de actitudes son las que justifican la división de la literatura en dos géneros que, lamentablemente, no son el masculino y el femenino -lo que, en definitiva, vendría a resultar una tontería inofensiva-, sino la literatura, a secas, y la literatura femenina. Yo, desde luego, creo que las comillas sólo pueden colocarlas los lectores, y procuro escribir desde mi memoria, que contempla mi género tanto como mis terrores infantiles, la aversión que me inspiran las coles de Bruselas y una incontrolable multitud de cosas más. Y apenas consigo perdonarme la dosis de pusilanimidad que encierra mi segunda novela -en la que escogí deliberadamente un punto de vista masculino sólo para demostrar que mi vocación literaria era firme-, cuando recuerdo el monstruoso esfuerzo que me exigió escribirla. Estoy segura de que la próxima vez que elija escribir desde la voz de un hombre tendré mejores motivos para hacerlo.
Quizá pase mucho tiempo antes de que publique otro libro de cuentos. Este salda mi deuda con una niña enferma de identidad que ya no está sola mientras se aplica afanosamente sobre una gran mesa de comedor, sin sospechar siquiera que jamás terminará de arreglar cuentas con el mundo.
Los ojos rotos (Historia de aparecidos)
– ¡Vamos, Miguela, deja ya ese espejo de una vez, que hoy tengo mucha ropa que planchar! ¿No quieres ayudarme a planchar las camisas?
– No irá…
– No te estoy hablando a ti, lista, que me tienes harta, que acabas de llegar y ya lo sabes todo, qué barbaridad…
– No quiere ir. Tendrás que doblarte las camisas tú sólita, rica, y a ver si dejas de hablarme en ese tono, que yo soy una clienta de pago, ¿te enteras?, de pago, una señora, eso es lo que soy yo, y no pienso consentir que me trates como si fuera una fregona, igual que tú, que tú estás aquí para limpiarme el culo si a mí me da la gana, a ver si te enteras de una vez, que para eso pago yo mi dinero todos los meses, y no como esta pobre desgraciada, que bien se ve que la tienen recogida de caridad y así aprovechas tú para explotarla, que eso es lo que haces, la explotas, la tienes todo el día planchando, pobrecita, porque no tiene juicio.
– Cállate ya, Queti…
– No me callo porque no me da la gana.
– ¡Esto se llama terapia ocupacional! ¿Lo oyes? ¡Ocupacional! Y no te pienso aguantar ni un minuto más en este plan.
– ¡Ay qué miedo! Mira cómo tiemblo…
– ¡Señorita Rosalía!
– Eres una chivata, Gregoria.
– ¡Señorita, venga usted aquí un momentito, por favor!
– Una chivata y una asquerosa.
– Buenos días, Queti, Miguela… ¿Qué ocurre, Gregoria?
– Mire usted, señorita Rosalía, es que…
– Doctora Aguilera.
– Muy bien, señorita doctora, escúcheme un momentito, es que esta loca de la Queti…
– ¡Gregoria!
– Si es que ya no la aguanto más…
– ¿Venga usted conmigo ahora mismo, Gregoria!
– «Has visto, Migue? Se la lleva al rincón, a echarle una bronca, se lo tiene muy bien empleado, la asquerosa esa, por llamarme loca, porque yo pago, ¿comprendes, Miguela?, y por eso a mí no pueden llamarme ni loca ni nada, y a ti, en cambio, sí te pueden decir que eres mongólica, por el dinero, ¿lo entiendes? Nada, que no me hace ni caso, la tonta esta… ¡Deja ya ese espejo, jolín, por muy guapa que te veas, que lo vas a desgastar!
– Mire, Gregoria, se lo he advertido ya un montón de veces. Esa mujer es una enferma, y a los enfermos hay que tratarlos con respeto.
– Sí, señorita.
– Sí, doctora. Y ésta es la última vez que se lo digo. Si no es capaz de comportarse correctamente con ella de ahora en adelante, me veré obligada a prescindir de sus servicios. Bastantes problemas tenemos ya con las reformas del edificio y la adaptación de los mayores, no me cree más quebraderos de cabeza, se lo pido por favor.