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Si ya sabía yo que acabaría pasando algo, si lo sabía, porque lo de Migue tenía que acabar mal y hay cosas que no se deben juntar nunca. Lo que dice el refrán, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y el galán de Miguela era un muerto de verdad, no como Rafa, que sólo de verlo en la caja, tan joven y tan bien hecho, que hasta colores en las mejillas tenía todavía a pesar de lo delgadito que se me había ido quedando, ya me di yo cuenta de que no se me había muerto del todo, hasta antes de que me guiñara el ojo me di yo cuenta, porque nadie se lo cree, pero me lo guiñó, por éstas lo juro, que me guiñó el ojo desde la caja, mi niño. Entonces ya sabía yo que no, que lo suyo no era como lo de éste, el de Migue quiero decir, porque éste estaba muerto y bien muerto, lo que se dice muerto del todo, como los reyes godos, vamos, ya sin colores ni nada, con los dos pies bien plantados en el otro barrio. Y sin embargo, lo que son las cosas, el último día, cuando los obreros habían levantado ya casi todo el jardín, le vi entrar en la habitación, fíjate qué raro, si siempre era Miguela la que iba a verle, pero aquella vez no, aquel día vino él, a nuestro cuarto. La hormigonera estaba armando un escándalo de tres pares de narices, por decirlo así, a lo fino, no podíamos hablar ni nada, así que ella ni siquiera se volvió, siguió mirando por la ventana, y cuando él se acercó y la cogió de la mano, ¡anda!… ¡Pues no se había vuelto espeso, su novio! Pero lo que se dice espeso espeso, espesito como una persona de verdad, que ya ni se le transparentaba la carne ni nada, y Migue se dio cuenta, claro, y eso que ella siempre había podido tocarle, aun cuando estaba hecho de puro aire, yo notaba que ella le podía tocar, porque se le aplastaban los labios cuando le besaba, pero ahora debió sentir algo distinto, piel auténtica, debió sentir, la pobre Migue, y entonces empecé a temerme lo peor, porque ella le apretaba y le estrujaba la mano con sus dedos, y sonreía, daba como grititos de lo contenta que se había puesto, pero él estaba serio, como triste, si hasta a punto de llorar, me dio la sensación de que andaba, más gris y más oscuro que nunca… Aquella vez, a Migue ya no le cambió la cara, no le cambió pero es que nada, ni una pizca, yo tenía los puños apretados y ganas de rezar, habría empezado a rezar allí mismo, echada en el suelo de rodillas, si no me hubiera puesto tan nerviosa, ay, Dios mío, me decía yo, Dios mío, que se le vuelvan los ojos redondos por lo menos, siquiera los ojos, pero no, qué va, ahí estaba ella, tan contenta, venga sobarle la mano, una vez, y otra, y otra, y le cogía por la cintura, le hundía los dedos en los flancos, le palpaba los brazos y las piernas como si estuviera ciega, y se reía todo el tiempo, se reía con su maldita risa de tonta, la risa de siempre, los labios tan finos, los párpados tirantes, las pestañas tiesas, toda su cara encarnada, redonda, de mongólica vieja, y yo la miraba y ya no sabía lo que hacer… Sus ojos, al final me atreví a decírselo en voz baja, ya no me importaba que se deshiciera como la otra vez, qué me iba a importar a mí ya lo que pasara, y se lo pedí así, hablándole sin miedo, al menos cámbiale los ojos, por favor, hazlo por ella, los ojos siquiera, pero él volvió la cabeza para mirarme, y negó varias veces, la movía despacio, de un lado a otro, y nunca he visto a nadie tan triste, ni vivo ni muerto, no puedo, parecía decirme, ya no puedo, y entonces la mala bruja de Gregoria entró en la casa dando gritos…

– ¡Señorita, señorita, venga, corra! ¿Dónde está, señorita? ¡Doctor, venga corriendo! ¡Señorita…!

– ¿Qué pasa? ¡Deja ya de dar gritos de una vez!

– ¡Ay, doctor, doctor, qué miedo he pasado! ¿Dónde está la señorita Rosalía? Tienen que venir al jardín ahora mismo, corriendo, no saben qué horror…

– Mira, Gregoria, ya me tienes hasta las mismísimas narices…

– No diga eso, señorita, y no se enfade conmigo, que lo de hoy es muy gordo… Vengan, vengan conmigo los dos… Por aquí… Los obreros han encontrado unos huesos enterrados en el jardín.

– ¿Y qué?

– ¿Cómo que y qué? Huesos, señorita, huesos de muertos. Se me van a desgastar los dedos de tanto santiguarme…

– Pues no te santigües y ya está.

– Sí, hombre, para que me caiga encima una maldición que me muera, o algo peor.

– Lo que no nos caerá a nosotros es esa breva… Buenos días, Matías. ¿Son éstos?

– Sí, doctora. Los acabamos de sacar. Son dos, ¿ve?, tenían muy poca tierra encima. He mandado al chaval a casa para avisar a mi padre. Padre, salude a la doctora…

– Si ya nos conocemos… ¿Qué tal, Balbino, cómo está usted?

– Tirando malamente, señorita.

– No diga usted eso, hombre, que tiene muy buen aspecto para haber llegado casi a los ochenta. Ven, Fernando… ¿Qué te parece?

– Bueno, éste de la derecha está completamente carbonizado… Y por lo que se ve, el de la izquierda parece que tiene un agujero en el cráneo, ¿no? Mira lo que hay aquí… Es como un machete.

– Trae… A ver.

– Por eso he mandado yo llamar a mi padre…

– Es que yo sé lo que es eso, señorita.

– ¿Qué dice usted, Balbino?

– Que yo sé lo que es, bueno, que sé de quién era, quiero decir… Verá, mire a ver si tiene dos letras, una O y una S, en la base de la hoja, pegando con el mango… Están ahí, ¿verdad usted? No hay muchos cuchillos de esa manera, por aquí… Lo tenía un primo mío, Orencio se llamaba, Orencio Sanz, el mayor de los hijos de mi abuelo… Trabajaba de cantero, con el granito, ¿sabe usted?, hay mucho por aquí, y se ganaba bien en aquella época, cuando yo era un chaval. Era rojo, el Orencio, y se significó mucho, demasiado, diría yo, si hasta se fue a Madrid y dicen que estuvo por donde el Clínico, con Durruti, aunque vaya usted a saber, porque se dicen tantas cosas, y él anarquista no era, eso no… Este puñal se lo trajo de África, que le tocó ir allí cuando el servicio, y luego se lo hizo grabar con sus iniciales, por eso lo ha reconocido el Matías, yo se lo había relatado ya muchas veces, y como ése no hay otro. Sus padres siempre creyeron que se había quedado allí, en Madrid, y muerto, porque no llegó ninguna carta de que estuviera preso, pero algunos lo vieron después por el Cerro del Telégrafo y les contó que se había echado al monte, andaban con él otros de la misma partida, todos eran de por aquí, Cercedilla, Collado, Chozas, en fin, de toda la sierra esta…

– O sea… que eso de que ellos estaban aquí cuando lo del incendio es verdad.

– Sí señor, verdad de la buena. ¡Pues no iban a estar! ¿Quién armó el fuego si no?

– ¿Y qué se sabe de aquello, Balbino?

– Pues… ¿qué quiere usted que se sepa, señorita? Nada. Si cuando llegamos estaba casi apagado…

– ¡Cuénteselo usted, padre! Si ya, total, qué más da.

– ¡Tú te callas!

– Como usted quiera, Balbino, pero yo le agradecería… En fin, después de todo, ahora los responsables de la casa somos nosotros.

– ¡Maldito Matías! Toda la vida metiendo la pata…

– ¡Échelo fuera ya de una vez, padre, si no va a pasar nada!

– No, ¿eh…? Qué sabrás tú, pedazo de imbécil… Les contaré lo que me dé la gana, ¿está claro? Bueno… El caso es que Orencio no murió en el incendio, no… La verdad es que lo mató otro miliciano, un hombre de Miraflores que quería vengarse por lo que le había hecho a su hija, una chica de veintitantos años que les subía comida al monte de vez en cuando… Por lo visto, al Orencio le hacía gracia la chica, y estaba siempre con ella, medio en broma, medio en serio, que si eran novios y eso, ya saben… Ella se aficionó a verle, y se iba para arriba cada vez más a menudo, y al padre no le gustaba, claro, porque era peligroso. Le advirtió que se quedara en casa con su madre, pero ella no, ella subía un día sí y al otro también, hasta que una noche le dio por seguirla a la Guardia Civil, y al final de la trocha organizaron una escabechina que para qué le cuento, ocho murieron, el hermano de la chica entre ellos… Entonces, el hombre aquel, el padre de ella, empezó a decir que el Orencio era un traidor, que había sido el Orencio quien había engatusado a la chica para que la Guardia Civil la siguiera, que era el responsable de la muerte de su hijo y de los otros siete, pero nadie tomó partido por él, y las cosas siguieron tal cual una temporada. Hasta que un día, la mañana de Reyes, la chica amaneció muerta en el Huerto del Cura, orilla del río, con la ropa destrozada y llena de sangre. La habían violado, ¿sabe usted?, hasta reventarla… Aquella misma noche, su padre me mandó aviso de que quería hablar conmigo. Yo era muy joven, ya se lo he dicho, pero era también el mayor de mi familia, y fui a verle, porque a una cosa así hay que ir. Entonces me enteré de que Orencio no estaba con los demás. Llevaba tres días aquí, escondido en esta casa, con un balazo en un brazo. Mi chica no conocía a nadie más en este pueblo, me dijo aquel hombre, y hay una buena tirada desde Miraflores, ya lo sabes… Si no estaba con él, ¿con quién iba a estar…? Me pareció que en eso llevaba razón. Había perdido dos hijos en muy poco tiempo, estaba como loco… Quería asegurarse de que yo no le ajustaría las cuentas a los suyos si él conseguía vengar a su hija. No sería justo, me dijo, porque tú y tus hermanos seguís en vuestra casa, y yo estoy en el monte. La suerte de tu primo la decidiremos entre todos, pero pase lo que pase, un muerto por un muerto ya es bastante. Yo intenté ponerme en su lugar, me pregunté cómo estaría si a una hija mía le hubiera pasado algo parecido, yo… nunca creí que fuera a pasar lo que pasó. Nos despedimos en paz, y él se marchó para arriba. Se las ingenió para convencer a unos cuantos, pero otros, el Victoriano a la cabeza, dijeron que no, que el Orencio era inocente, y empezaron a discutir, se tiraron horas chillándose los unos a los otros… Al final, bajaron en dos cuadrillas, la una para linchar a Orencio, la otra para salvarle. Fueron los primeros quienes pegaron fuego a la casa, para obligarle a salir, pero ni tiempo tuvo para eso. El padre de la chica se coló dentro y le descubrió, anduvo luchando con él, y al final, le clavó una piqueta en la frente y le mató. Luego, al intentar huir, se le cayó una viga ardiendo encima, y murió él también. El Victoriano, que llegó al final, contó que le había pedido ayuda, pero que él prefirió vengar a su amigo, ya ve usted, qué triste gloria… Y no hay nada más que contar, por lo menos yo ya he tenido bastante. Ahora, si no le importa, me gustaría llevarme al Orencio para enterrarlo decentemente.