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El detalle de que mamá cobrara un sueldo de mi madre los últimos días de cada mes no tenía ninguna importancia, porque la presencia de Piedad no se limitaba a los días laborables. Mis tías, algunas amigas de la familia y sobre todo mi abuela paterna, expresaron un profundo escándalo -que, en el caso de esta última, rayaba abiertamente en el desprecio hacia su hijo- el primer año que Piedad, después de pasar con nosotros en la playa el mes de julio, fue autorizada a llevarme consigo de vacaciones a su pueblo, una pequeña aldea de Segovia donde, por lo visto, me divertí muchísimo arreando ovejas cuando todavía no había cumplido los cinco años.

– ¿Lo ves? -le dijo mi madre a su suegra cuando regresé a Madrid, más gorda, muy morena, y con un aspecto sanísimo-. ¡Si a los crios les sienta estupendamente el campo! Y a ver cómo me las habría arreglado yo en Jávea con Berta y sin servicio, si las niñas no perdonan una noche sin salir, y tu hijo anda todo el santo día liado con el velero… Todas las vacaciones metida en casa, ¡ya me contarás, menudo plan!

Mientras Piedad fue una chica decente, con novio en el pueblo, sus jueves y sus domingos me incluían a mí tanto como ella estaba incluida en mis lunes y mis martes. Si había quedado con sus amigas en una cafetería, me invitaba a tortitas para que me portara bien, si iba de visita a casa de su hermana, que vivía en Vicálvaro, me dejaba jugando en el patio con sus sobrinos, si decidía ir de compras, me encargaba que vigilara la cortina del probador para que no la viera nadie, y después me dejaba entrar para que opinara qué vestido le sentaba mejor. Roque estaba siempre trabajando y nunca podía venir a verla

– que es lo que tiene, el ganado, que es muy esclavo, le disculpaba su novia-, pero de vez en cuando, mi madre entraba en la cocina con gesto distraído, a media tarde, y le comunicaba que podía disponer del siguiente fin de semana.

– El señor tiene que marcharse el jueves, por negocios, y estará fuera cuatro o cinco días como mínimo, y las niñas me acaban de decir que se van el viernes por la tarde a casa de su abuela, a Torrelodones, así que, total, para lo que vamos a ensuciar Berta y yo, si te quieres ir el sábado a ver a tu familia…

En ese momento, yo siempre dudaba entre añadirme, por derecho propio, al grupo de «las niñas» y anunciar que, por mucho que protestaran mis hermanas, yo también me iba a Torrelodones, o esperar al sábado por la mañana para marcharme con Piedad a su pueblo, y siempre escogía el segundo plan, porque mi abuela materna, propietaria de la hermosa casa de campo en la que nadie podía imaginar aún que transcurrirían tantos años de mi vida, era buena y cariñosa, pero sólo le gustaba jugar al Scrabble inventándose palabras todo el rato, y perder con ella era muy aburrido. Además, Piedad se ponía muy contenta cuando, a mediodía, recién peinada y agitando las manos en el aire para que se le secaran pronto las uñas pintadas de rojo oscuro, mi madre, con la cara embadurnada de barro -su mascarilla favorita-, entraba en la cocina, se me quedaba mirando y me decía, con la mueca propia de quien transige en un detalle sumamente doloroso:

– ¿Quieres irte tú también, Berta? Si a Piedad no le importa…

A Piedad solamente le importó una vez, porque sospechaba que yo estaba incubando algún virus infantil, y aunque se ofreció a quedarse conmigo, no obtuvo permiso para hacerlo. A la hora de comer, la piel de mi pecho comenzó a explotar despacio, discretamente, apenas seis o siete pequeñas ampollas translúcidas, pero cuando mi madre se acercó a mi cuarto a media tarde para despertarme de la siesta, la erupción ya se había desbordado, invadiendo mi cara, mis brazos, mi estómago, una varicela de las que hacen época.

– No te rasques -me advirtió, después de instalar un televisor pequeño sobre la cómoda y abandonarme en dirección al salón, donde la esperaban ciertos misteriosos invitados-, y menos en la cara. Aguanta el picor o te quedarán señales para toda la vida. Y no te muevas de la cama, eso sobre todo. Ya vendré yo a verte de vez en cuando…

Pero la varicela tiene una ventaja, no se pasa más que una vez en la vida, y hubo otros fines de semana para salir al campo a coger moras, tardes de río y mallas repletas de cangrejos vivos, noches en las que hacer burla de la nieve al amparo de un fuego de leña, muchas procesiones y muchas romerías, muchas mañanas de sol para subir al monte con la comida de Roque, y comer con él encima de una peña. Mientras tanto, mi amor por Piedad perdía poco a poco el carácter de una vocación para convertirse en un ingrediente esencial, natural, absolutamente indisociable de mi propia vida.

– ¡Berta! -La misma mañana de su boda, Cristina irrumpió en el salón sin avisar, con la maquinilla que usaba para afeitarse las piernas en una mano y cada uno de los nervios de su cuerpo concentrado alrededor de su boca, que se desencajaba en cada chillido-. ¿Dónde has metido el taburete del baño?

Todos -mis padres, mis hermanos, mis abuelos, los amigos íntimos que se habían reunido en casa para acompañarnos a la iglesia- me miraron a la vez, suplicando con los ojos una respuesta rápida y eficaz, porque la histeria de la novia rebasaba ya, con creces, la paciencia de un santo.

– Ten por cierto, Cristina -contesté, nerviosa, sin escoger mucho las palabras-, que yo no he ocultado el escabel.

– ¡Qué barbaridad! -dijo el mejor amigo de mi padre, al que llamábamos tío Armando aunque no formara parte de la familia-. ¡Pero qué bien habla esta niña!

– Sí -contestó mamá, sin darse importancia-, es que es muy estudiosa…

Eso era verdad, pero yo no había aprendido en ningún libro a hablar el castellano característico de la zona rural frontera entre las provincias de Burgos y Segovia ni, desde luego, era capaz de utilizarlo a mi antojo. Aquélla era, simplemente, mi lengua materna, la lengua de Piedad, que distinguía perfectamente entre la pronunciación de poyo y la de pollo, y bromeaba afirmando que en mi casa, todos los jueves, se comía banco de piedra estofado.

Nadie advirtió la verdad, quizá porque en la época en la que se casaron mis hermanas, hacía ya más de dos años que sólo íbamos al pueblo en verano, dos años desde que Piedad y yo no nos sentábamos juntas, ni siquiera en la misma fila, cuando íbamos al cine.

2

Al verla salir del baño, frotándose las manos con una insistencia que aplicaba un barniz de desesperación sobre un gesto tan trivial, apenas reparé en la desaforada dosis de crema Atrix que embadurnaba sus dedos, sus palmas, sus muñecas, aunque hacía ya varias tardes que asistía, perpleja, a la repetición constante de aquella escena, Piedad combatiendo la aspereza escarlata de su piel -no podía fregar con guantes porque los platos y los vasos se le escurrían para estrellarse contra la pila sin que sus yemas llegaran a echarlos de menos- con un tarro de tamaño familiar que, de seguir así las cosas, no le iba a durar ni dos semanas. El espectáculo de su rostro, mucho más extraordinario, atrajo instantáneamente mi atención, en cambio.

– No me pongas esa cara -murmuró ella cuando se dio cuenta, sin dejar de frotarse nunca las manos-. No me apaño muy bien, ya lo sé, como no tengo costumbre…

– Pero ¿qué dices, Piedad? -protesté-, ¡si estás guapísima! Nunca has estado tan guapa como ahora.

Y era sincera. Hasta entonces, siempre había pensado que Piedad no se pintaba porque no lo necesitaba. Que mis hermanas, pese a ser más jóvenes que ella, nunca salieran de casa con menos de tres tonos distintos en cada párpado, no tenía mucho misterio, porque todas nosotras, incluyendo a mi madre -cuyo principal objetivo en esta vida consistía en aparentar diez años menos de la edad que tuviera en cada momento-, siempre hemos sido más feas que Piedad. La elegancia, el estilo, la clase, la calidad de la ropa, el corte de pelo mejor elegido, la destreza para andar con gracia sobre unos tacones, tenían poco que hacer frente a la intensa dulzura de aquellos ojos verdes de un brillo casi líquido, salpicados de motitas doradas que retenían la luz para despedirla después a su antojo, resplandeciendo en un óvalo de proporciones perfectas, la nariz recta y pequeña, los labios carnosos, de contornos tan limpiamente definidos que parecían obra de un lápiz, y esa barbilla impecable, una curva aguda, pero no afilada, donde se lee la marca de la belleza genuina. Piedad no necesitaba pintarse, pero estaba más guapa pintada, sobre todo aquella tarde de estreno, mientras una luz incierta, que yo no podía interpretar, sembraba de sombras el reluciente espejo de su rostro.