No dispuse de mucho tiempo para pensar en todo esto, sin embargo, porque la situación estalló muy pronto, apenas dos meses después del ataque de aquella mujer, con la que me tropecé por segunda y última vez en el recibidor de mi propia casa, al volver del colegio, cuando Piedad ya se había marchado con Eugenio para no volver jamás.
– Así que ésta es su hija pequeña… -dijo, acercando una mano a mi cabeza.
Esquivé su caricia a tiempo con un gesto imprevisto, grosero, un torpe paso de baile, casi un salto, y encaré a mi madre, que jugueteaba nerviosamente con el picaporte como hacía siempre que una visita se prolongaba más allá de sus cálculos.
– ¿Dónde está Piedad?
La mujer de Eugenio, una chica joven y muy gorda a la que había visto por el pueblo alguna vez, dejó escapar un sollozo y murmuró algo que no llegué a escuchar. Mi madre, en cambio, elevó la voz para mentir.
– Piedad ya no trabaja aquí -y detecté un rencor absurdo en sus palabras-. La he despedido esta mañana.
Corrí por el pasillo hasta la habitación que compartíamos, diciéndome que era imprescindible actuar deprisa, y registré el armario, la mesilla, la estantería de la que habían desaparecido todas sus cosas, levanté el colchón, abrí los cajones, me tiré en el suelo para mirar debajo de las camas, y aunque no sabía lo que estaba buscando, no encontré ya ninguna cosa que hubiera sido suya. Nada, excepto yo misma.
3
Veinticinco años después, el espejo del cuarto de baño me devolvía la huella familiar de dos diminutas llagas, las pequeñísimas cicatrices que vivirán para siempre sobre mi pómulo izquierdo, mientras miraba hacia dentro, repasando, uno por uno, los contornos de una herida que tampoco se cerrará jamás, como no se borran las marcas de la varicela. Desde que perdí a Piedad, la vida no había vuelto a concederme la atención precisa para ponerme a prueba, por eso me conocía muy bien, tanto por dentro como por fuera, y sin embargo, permanecí ante el espejo durante mucho tiempo, contemplando mi rostro con una extraña atención, como si ya entonces pudiera presentir el inminente desafío de un destino tan parco, tan manso, que nunca antes se había sentado frente a mí para invitarme a echar un pulso. Pero no era así. Cuando advertí que mis pies estaban perdiendo sensibilidad en el charco de agua helada y miré el reloj, y me asusté de lo tarde que era, volví al presente de golpe, poniéndome en marcha con una energía de la que no creía disponer, y quien fregó el suelo, y vació la bañera, y ordenó las toallas, y se puso el pijama, y emprendió el recorrido de todas las noches para asegurarse de que los candados estaban echados, las luces apagadas, y la llave de paso del gas bien cerrada, era todavía la misma Berta, la mujer de antes, tremendamente fuerte, tremendamente buena, y generosa, y responsable, y seria, y eficaz, la buena hija.
Después, dando vueltas y vueltas entre las sábanas, incapaz de dormir pero presa a la vez de una especie de insomnio productivo, necesario, muy distinto del ansia desesperada de sueño de otras noches, ordené los episodios de mi vida desde un punto de partida diferente, aquella mañana de domingo, imposible ya precisar la fecha, recordar si hacía frío o calor, reconstruir la escena exacta, los personajes, sus ropas, los colores, pero era domingo, aproximadamente treinta años antes, y yo me había levantado muy temprano para ir con Piedad a comprar los churros del desayuno, y ella había salido de casa con dos monederos distintos, como todas las semanas, y también como siempre, después de esperar turno, había pedido medio redondel de porras y dos docenas de churros por un lado, y aparte, tres porras más, y había pagado el paquete grande con un monedero, dinero de mis padres, y el paquete pequeño con otro, su propio dinero, y nos habíamos comido las tres porras sueltas por el camino, yo dos, ella solamente una, siempre lo mismo, y entonces sospeché que Piedad quizá fuera mi madre, y yo su hija verdadera, porque era ella quien pagaba las porras que mejor me sabían, la corteza dorada, caliente, que parecía deshacerse al contacto con mis labios para crujir después en cada mordisco, tan distinta de la pasta ya fría, y como desinflada, que desayunaban los demás en la mesa del comedor media hora más tarde, y del mismo monedero salían los pequeños regalos de todos los días, chicles, cromos, tebeos, caramelos Saci, o esas barras retorcidas de regaliz colorado que me gustaban tanto, ni mis padres ni mis hermanas habrían sabido decir cuáles eran mis golosinas favoritas, pero Piedad lo sabía y me las compraba con su dinero, y en algunos cuentos que me había contado pasaban cosas así, los amos, que eran ricos pero ya viejos, criaban como si fuera propio a algún hijo de unos pastores muy pobres que luego se arrepentían, o no, pero siempre se las arreglaban para ocuparse del niño aunque fuera a distancia, y tal vez mi caso no era muy distinto… Cuando mi madre entró en el comedor, me acerqué a ella y la saludé con solemnidad, buenos días, doña Carmen, dije, y todos se rieron.
Si no hubiera recuperado ese recuerdo concreto, un detalle tan aparentemente trivial, hasta nimio, en relación con el curso completo de mi existencia, en el preciso instante en que la última gota consiguió por fin desbordar el vaso, quizá mi vida no habría llegado a cambiar en nada, pero mi mente de adulta, gobernada por la lógica implacable, casi viciosa, de una matemática en paro forzoso, ya no podía detenerse, y las ideas se conectaban a una velocidad que yo siempre había supuesto malsana para razonar correctamente, y sin embargo cada conclusión se erigía en una irreprochable premisa para nuevas conexiones, y no podía desterrar la intuición de que si me hubiera sido posible expresar mi pasado en cifras, todos los resultados serían ahora justos, exactos, coherentes entre sí. Nunca antes me había parado a pensar que mi pasión por las bañeras grandes, ese inocente reflejo de una infancia articulada en miles de atardeceres marcados por la incomodidad de los lavados por piezas -primero sentada en una especie de banco que ocupaba casi la mitad de la cubeta, empezar con una pierna, luego la otra, después de pie, dejar que Piedad me enjabonara el cuerpo y me aclarara a continuación de mala manera, impulsando hacia arriba, con la mano, el agua que apenas bordeaba la frontera de mis rodillas-, pudiera leerse en una dirección estrictamente opuesta a la que determinaba mi memoria. Esa sorpresa se convirtió en la salida de una carrera cuya meta alcancé al tomar una decisión descabellada de la que no me he arrepentido todavía.
Seguí llamando a mi madre doña Carmen durante mucho tiempo, un par de meses, quizá tres, y las sonrisas sucedieron a las carcajadas, y la indiferencia a todo lo demás, hasta que me cansé sin cosechar un solo reproche, ninguna pregunta, ningún comentario, y un buen día se me olvidó seguir, y tampoco registré señal alguna que celebrara mi vuelta a la normalidad, tal vez porque ningún miembro de mi familia llegó a ser consciente de que yo hubiera pretendido abandonarla.
Ese recuerdo se hinchaba en mi cabeza como una masa saturada de levadura, progresando imparablemente desde la sospecha hacia la certeza para crecer todavía más, hasta desbordar los límites de cualquier molde y de mi propia vida, donde cada detalle cobraba un nuevo sentido. Sólo ahora me daba cuenta de que la marcha de Piedad había logrado que todas las cosas cambiaran sin que ninguna de ellas hubiera cambiado en realidad, porque su ausencia, que abarcaba por completo el pequeño mundo de mi infancia, no había sido reemplazada por presencia alguna, y yo había seguido creciendo, había seguido viviendo, y estaba a punto de empezar a envejecer, bajo el signo de esa ausencia que tal vez era la responsable de que mi mundo de adulta nunca hubiera sido mucho mayor -y quizá menor- que el territorio donde sucedió mi niñez.
Luego, cuando sonó el despertador, salté de la cama con una energía sorprendente en alguien que regresa de una noche en blanco, y representé la ficción de una mañana como las demás sin saltarme ninguna etapa, apenas algún cigarro de más después del desayuno, pero mientras se acercaba la hora habitual de despertar a la enferma, sentí cómo las hormigas que se paseaban por mi estómago se reproducían frenéticamente para colonizar hasta la más remota de mis visceras, y subí las escaleras muy despacio, como si cada peldaño, al contacto con mis pies, se convirtiera en un fragmento de una cuesta infinita, empinada y arisca, todos aquellos años, la desgarradora sensación de orfandad que me rompió por la mitad cuando tenía trece, la certeza de la soledad absoluta que me acompaña desde los catorce, y una triste victoria, un cuarto de baño para mí sola, una gigantesca bañera plantada en el desierto como el más insensato monumento. Al llegar al descansillo, me acerqué a la butaca que yo misma había transportado hasta allí años atrás para que mi madre descansara, cuando todavía quería atreverse a andar, y me senté en ella como si ahora fuera yo la inválida, y el tramo restante, una proeza superior a mis fuerzas. Pretendía meditar unos minutos más, repasar mi plan punto por punto, asegurarme de que no querría volver sobre mis pasos cuando ya no hubiera tiempo, ni margen para anular la decisión que estaba a punto de tomar, pero mientras todavía me creía capaz de encontrar en mi interior algunas gotas de esa pusilanimidad que a veces se confunde con la compasión, escuché un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos seguidos.