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– Me ha pedido que te diga que se está muriendo -entonces la miré-. Y creo que es verdad.

– ¿Y yo? -me preguntó-. ¿No me estoy yo muriendo? Y la culpa es suya, suya, que se casó con otra…

La última palabra se le quebró en los labios como si la hubiera partido con los dedos, y entonces comprendí que estaba a punto de volver a llorar, y me dije que Piedad no sabía leer, que nunca distinguiría aquel nombre tan largo del resto de las líneas, y lo que dijera el poema le daba lo mismo, sólo había un par de versos importantes para ella y ésos ya se los sabía de memoria, ésos no los olvidaría jamás.

– Aquí no pone nada -comenté, renunciando a contestar a su última pregunta-. No tienen firma.

– ¿En serio? -su voz todavía temblaba.

– Sí -la mía, en cambio, no se alteró-. Estoy segura de que los versos son suyos.

Por fin sonrió, y no me arrepentí de haber mentido, porque nadie en el mundo necesitaba más poesía que Piedad para sufrir aquella noche.

Mis cálculos se revelaron tan exactos como sospechaba, y Piedad jamás me reprochó que la hubiera engañado, si es que, tras la reconciliación, Eugenio admitió alguna vez el fraude del poema que yo había robado para él, pero la profecía que ella había aventurado entre dientes un día tras otro, durante tantos años, terminó por cumplirse también, y aquel hombre fue de verdad su ruina, y fue la mía, hasta que no hubo nada que pudiéramos llamar nuestro.

– ¡Tú…! ¡Eh, tú, niña! Espera un momento…

Jamás había escuchado aquella voz, y sin embargo todavía sueño con ella algunas noches.

Piedad me había mandado a la calle a traición, porque se había quedado sin pan rallado con los filetes rusos a medio hacer, y yo caminaba tan deprisa como podía, no tanto por miedo a encontrarme echado el cierre de aquella tiendecita de la calle Barquillo que estaba abierta hasta que se hacía de noche, como porque nada podría consolarme si me perdía el final del episodio de El conde de Montecristo que había tenido que dejar colgado, cuando ya se veía venir que el prisionero anciano de la barba blanca iba a revelar a Edmundo algún tremendo secreto. Por eso no me detuve, no volví la cabeza siquiera, diciéndome que una voz tan desconocida no podía referirse a mí, pero ella me alcanzó corriendo y me agarró del brazo entre jadeos, y me obligó a volverme, y vi a una vieja desgreñada, vestida de negro, que me miraba con una expresión en la que se mezclaban la mala leche y una cierta ausencia, cara de bruja quizá, cara de loca.

– ¿Tú sabes que tu madre es una puta, niña?

Me quedé inmóvil, clavada en el suelo. Durante un par de segundos no respiré siquiera, y no vi nada, ni oí nada, como si estuviera encerrada en un paréntesis de irrealidad, fuera del mundo. Luego noté la presión de sus dedos, me estaba haciendo daño.

– ¡Déjeme en paz! -chillé, e intenté escaparme, pero ella me sujetaba con fuerza.

– Una puta, tu madre, eso es lo que es, una maldita zorra, y una cabrona, y así se muera y te quedes sola, como se está quedando sola mi hija…

La tiré al suelo de una patada y eché a correr. Cuando llegué al ultramarinos, pedí un paquete de pan rallado como si no hubiera pasado nada. El tendero, que me conocía desde pequeña, estaba comentando con su mujer el episodio de aquella tarde, discutiendo los detalles de la fuga del conde como si ellos dos también tuvieran que escapar de la cárcel, y les pregunté si les molestaría que me quedara a ver el final sólo para hacer tiempo, porque tenía miedo de que esa mujer siguiera esperándome al volver a casa, y miré la televisión -un pequeño aparato portátil rodeado de latas de conserva por todos los lados- sin prestar atención a lo que sucedía, porque el destino de Edmundo había perdido de golpe cualquier dosis de importancia, y cuando me despedí, entre dos anuncios, sentí que era otra persona la que decía adiós, muchas gracias.

Al volver a casa, Piedad me echó una bronca por el retraso, ya sabes que me preocupo mucho si tardas, dijo, y yo no contesté nada, porque si abría la boca iba a ponerme a llorar. Lloré después, de todas formas, me encerré en el baño para llorar pero ni siquiera así se me pasó el susto, y aquella noche soñé con la voz de esa mujer, ¿tú sabes que tu madre es una puta, niña?, y me levanté todavía más asustada, masticando la rabia y la vergüenza, quemándome por dentro, y odié sobre todas las cosas a aquella vieja mala, tan cruel y miserable, pero no dije nada, a nadie, ni una palabra. Presentía que hablar sólo serviría para empeorar las cosas.

Desde el primer momento, desde que ella me deseó esa soledad que me ha acompañado durante tanto tiempo, intuí a mi pesar que estaba acertando al equivocarse y que me estaba hablando de Piedad, no de mi madre. No conocía a la suegra de aquel amigo de la familia al que llamábamos tío Armando, pero sí a su mujer, que no consentía que la llamáramos tía María Teresa, y que a la fuerza tenía que ser hija de una señora como mis abuelas, elegante, bien educada, incapaz de abordar a una niña por la calle, pero ni siquiera ese detalle habría sido suficiente si yo no me hubiera levantado de la cama aquella noche de sábado que recordaba ya como lejanísima, porque cinco o seis años ocupaban todavía un espacio inmenso en la brevedad de mi memoria. Estaba harta de fiebre y de escozor, decidida a plantarle cara a la varicela, y me levanté para ir al baño sólo por hacer algo, escapar de las sábanas, dar dos pasos seguidos, entonces escuché el eco de una risa característica de mi madre, una carcajada tenue, breve, crujiente, que parecía ensayada, y me acerqué al salón para echar un vistazo, y les espié en silencio durante mucho tiempo, sin que ninguno de los dos me viera, ella sentada hacia dentro en el brazo del sillón que él ocupaba, ambos con un vaso lleno de whisky en la mano, ambos moviéndolo al mismo tiempo, el eco acompasado de los cubos de hielo que chocaban entre sí y una conversación susurrada que parecía el diálogo de una obra de teatro, y la mano de Armando reposaba sobre un muslo de mi madre, y ella se inclinaba de vez en cuando y le besaba en la boca con delicadeza, y sólo entonces la presión de los dedos de su amante se intensificaba, pero incluso en esos instantes daba la sensación de que no se estaban tomando aquello muy en serio… Cuando encendieron el tocadiscos me desperté, porque me había quedado dormida de pie, contra la pared, sin darme cuenta, y pude volver a la cama en secreto. Ellos bailaban con los ojos cerrados.

Mientras acumulaba débiles, voluntariosos argumentos para intentar contrarrestar la liviandad de aquella escena, repitiéndome a cada paso que tenía que ser ella, y no Piedad, la inspiradora de un odio semejante, no reparé siquiera en la indiferencia con la que contemplaba el destino de mi propia madre, tan estremecedoramente ajena a la esencia de mi vida como la ropa que me ponía por las mañanas. Ella solía decir que los niños nunca son crueles, sino sinceros, igual que el sol, y en lo que a mí respecta, al menos, tenía razón. Yo no le deseaba ningún mal, pero tampoco ningún bien especial, porque no la necesitaba para nada, y si su muerte hubiera sido necesaria para hacer feliz a Piedad, habría firmado la sentencia sin dudar. En aquella época, no podía comprender que era en el exacto centro de mi amor donde nacía la causa del odio ajeno, porque la pasión escoge cuidadosamente a sus víctimas, y sólo confiere poder a quien antes ha sido capaz de negarse a sí mismo para entregarse al otro por completo. Piedad había vivido para mí hasta arrastrarme para siempre a los dominios de su amor, y estaba a punto de arrastrar a Eugenio, porque sabía romperse, y se rompía de verdad cada vez que él la tocaba. Su sinceridad, su debilidad, la hacían tremendamente peligrosa. Mi madre, a su lado, era una inofensiva actriz de reparto perpetrando un papel que le venía grande en una amable comedia de enredo. Su astucia era incapaz de conmover a nadie, porque existen los buenos amores, y los amores malos, y los dos son hondos, pero unos con otros apenas alcanzan un porcentaje insignificante del amor que circula por el mundo, feudo indiscutible de los amores tontos y convenientes a los que aspiran la mayoría de sus habitantes, quizá porque no hay nada que temer en ellos.