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– ¿Quieres tomar algo? -me ofreció a cambio.

– Una Coca-Cola… -y sintiéndome irremediablemente culpable para varios meses, añadí la coletilla odiosa- light, por favor.

– Es lo mismo que tomo yo.

Pues qué bien… pensé para mí, y me repetí que aquello no iba a ser nada fácil.

Mido casi un metro setenta, y eso está bien, pero la última vez que pesé cincuenta y cuatro kilos estaba a punto de cumplir quince años. Eso no tendría mucha importancia si no fuera porque casi siempre peso un poco -uno de esos «pocos» tan elásticos que parecen conceptos de goma- más de sesenta, que no es ya el peso ideal, sino apenas el normal, y eso está francamente mal cuando no tengo un buen día, que de unos años a esta parte es, más o menos, todos los días. Soy lo que la gente suele llamar «una mujer grande», y tengo tanto éxito con los albañiles que trabajan en la calle, como desprecio inspiro a las redactoras de páginas de moda. Mi cara me gusta, y me gusta mi piel, y mi pelo castaño, espeso y ondulado, aunque a veces preferiría ser más rubia, o morena del todo, para escapar de la apabullante mayoría estadística de los tonos marrones, que son los míos y los de casi todo el mundo, por mucho que yo me empeñe en subirme la moral de vez en cuando diciéndome que, en realidad, tengo los ojos de color avellana.

Eva también tenía los ojos castaños, y hasta se teñía el pelo de un caoba rojizo que no escapaba de la gama de los marrones, pero nadie se atrevería a confundir cualquiera de sus rasgos con los que comparte casi todo el mundo. Era diez centímetros más alta que yo, pero abultaba más o menos la mitad de mi cuerpo considerado a lo ancho, y cuando caminaba, su figura parecía animada por el espíritu de un animal extremadamente elegante, una gacela quizás, o un antílope de frágiles y larguísimas patas. Mientras la veía alejarse en dirección a la cocina, comprendí muy bien que una belleza semejante hubiera llamado la atención hasta en Hollywood, y cuando seguí sus pasos, mi autoestima se encontraba quizás en el más ínfimo de los niveles perceptibles. La visión del interior de su nevera, sin embargo, la hizo subir algunas décimas.

– Sólo queda una light… -me explicó con un bote en la mano y la consabida sonrisa radiante, más ridícula que nunca al brotar de un espectáculo tan penoso.

– No importa -la consolé, sin poder apartar los ojos del bote de espárragos, el par de tomates, los cuatro yogures y el deshabitado frutero que parecían niños perdidos entre las baldas de un inmenso frigorífico-. Podemos compartirla mientras hablamos, y luego bajar a comer algo en la calle.

Cuando nos sentamos en una mesa de la cafetería de comidas rápidas que había junto al portal de su casa, apenas había logrado averiguar algo de ella, aparte del exacto mecanismo de su perfeccionadísima sonrisa, que me propuse ensayar delante del espejo en cuanto volviera a casa. A Eva no le gustaba mucho el cine. Tampoco le gustaba mucho viajar. Quería ser actriz porque, casi diez años después de ser elegida Miss España, se estaba haciendo mayor para la pasarela y empezaba a estar muy vista como modelo fotográfico.

– ¿Y qué hago yo si no, a ver, dime? -me preguntó.

– Mujer, hay muchas cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Pues no sé… La jardinería, la filatelia, poner una tienda, sacar unas oposiciones, trabajar en cualquier sitio, tener hijos, estudiar…

– ¡Sí, estudiar! Con la memoria que tengo.

Intenté explicarle que para ser actriz hay que estudiar mucho, pero, sencillamente, no se lo creyó.

– Para eso estás tú -me dijo.

– No, Eva. Yo estoy para ensayar contigo el papel, para enseñarte a pronunciar bien en inglés, y para hacerte de intérprete en el rodaje. Pero yo no voy a hacer la película por ti.

Me contestó con una sonrisa radiante y me temí lo peor. A mí sí me gusta el cine. Mucho. Había visto todas las películas de Andrei Rushinikov, y conocía tan bien los escasos límites de su talento como la fama de director tiránico, perfeccionista hasta la crueldad, que había sembrado en dos continentes. Cuando le pregunté a Eva si sabía algo de esto, me contestó que ya había pensado en ver alguna película de Rushinikov antes de salir hacia Los Angeles, y que lo haría antes o después, pero de momento le daba mucha pereza.

– De todas formas, él me eligió, ¿o no? -fue su manera de defenderse-. Mi agente americano me contó que, al ver mis fotos, dijo que yo era exquisita…

Nunca en mi vida había sostenido una conversación tan parecida a un forcejeo, y al sentarme a la mesa me encontraba tan cansada como si hubiera pasado toda la mañana condenada a picar piedras. Sentía un hambre suficientemente atroz como para extinguir el mejor de los propósitos, y ni siquiera me tembló la voz al pedir un sandwich de tres pisos -pollo, jamón, queso, lechuga, huevo duro, tomate, bacon y mayonesa- y una cerveza. Eva se conformó con un sandwich de jamón de York y un botellín de agua mineral sin gas, y se enfrentó a la comida con la misma meticulosa precisión que desplegaría un cirujano antes de acometer una operación a corazón abierto. Primero respiró. Luego, desprendió la tostada superior y la apartó a un lado. Levantó el relleno con mucho cuidado para desprenderlo también de la tostada que estaba debajo, y colocó ésta encima de su compañera. Situó el jamón exactamente en el centro del plato, y volvió a respirar. Después, cortó un pedacito, se lo llevó a la boca, y empezó a masticar.

Un par de segundos más tarde, era yo quien no comía. Ella seguía moviendo las mandíbulas acompasadamente, sin figurarse siquiera hasta qué punto me estremecía aquella escena.

– ¿Qué pasa? -preguntó todavía un rato después, cuando se consintió a sí misma ingerir el jamón-. ¿Por qué me miras así?

– Llevo casi diez años intentando terminar mi tesis doctoral

– contesté, sin hacer ningún esfuerzo esta vez por bajar a su altura-, sobre un libro titulado Nosotros, que escribió a principios de siglo un autor ruso llamado Yevgueni Zamiatin. Es una novela de anticipación, una utopía totalitaria, Orwell se inspiró directamente en ella para escribir 1984. Se sitúa en un futuro cercano. El mundo está gobernado por un Estado único cuya fuerza reside en la anulación absoluta y completa de cualquier iniciativa individual. Todas las normas, todas las leyes, sirven para uniformar a las personas, para convertirlas en pequeños robots obedientes que no hacen preguntas, ni se las contestan. Cuando leí el libro, lo que más me impresionó fue la descripción de las comidas. La ley establecía que cada ciudadano estaba obligado a masticar cincuenta veces cada bocado antes de ingerirlo, bajo pena de sanción grave. En ese momento empecé a admirar a Zamiatin, a pensar seriamente en trabajar sobre él. No he vuelto a encontrar en ninguna parte un indicio tan sutil, y tan contundente al mismo tiempo, de la esencia de la tiranía.

– ¿Y por qué tenían que masticar cincuenta veces?

– En teoría para digerir bien la comida. En la práctica, para advertir a la gente que el Estado tenía derecho a controlar incluso lo que ocurría dentro de su cuerpo, a regular hasta el funcionamiento de sus vísceras. Es sobrecogedor, ¿no?

– Yo mastico treinta veces cada bocado -respondió-. Para no engordar. Y otra cosa… ¿tú comes siempre así?

– ¿A qué te refieres?

– A la cantidad.

– Pues… no siempre. A veces tomo dos platos. Y hasta postre, si estoy contenta.

– Ya -hizo una pausa, como si necesitara buscar las palabras para seguir, y me resigné a aceptar que, si es que había entendido algo, la historia que le acababa de contar no la había impresionado en lo más mínimo-. Vale, pues entonces, si no te importa, preferiría que no comiéramos juntas.

– ¿Qué pasa, te doy envidia?

No me quiso contestar, y entonces, por primera vez, me compadecí de ella.

No volví a ver a Eva hasta que nos encontramos en la terminal internacional del aeropuerto de Barajas, unos veinte días más tarde. Eso significa que, durante veinte mañanas seguidas, el primer propósito que formulaba al levantarme consistía en llamarla, quedar, ir a verla, lo lógico habría sido mantener un contacto frecuente antes de partir, preparar bien el viaje, pero nunca llegué a descolgar el teléfono. Por un lado, ella no había mostrado ningún interés en que nuestro encuentro se repitiera, y por otro, yo era más que consciente de que teníamos por delante siete horas de vuelo hacia Nueva York, una larga escala en una zona de tránsitos, y otro vuelo interminable hasta llegar a Los Angeles, tiempo suficiente para agotar el repertorio del más brillante de los conversadores, que tampoco era precisamente el caso…