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Inclinó la cabeza y tomó el labio inferior de Tate entre sus dientes, deslizando su lengua por él, saboreándolo.

Tate gimió y entonces él se sintió perdido.

Penetró con la lengua en su boca, saboreándola, buscando alivio para la desolación espiritual que sentía y que nunca había admitido ante sí mismo. El cuerpo entero de Tate se fundió con el suyo y Adam fue consciente de un agradable y creciente calor en su ingle, donde sus cuerpos se juntaban. Entreabrió ligeramente las piernas y la atrajo hacia sí, frotándose con suavidad contra ella.

Tate sólo era consciente de sensaciones. La suavidad de los labios de Adam, de su lengua… Del calor y la dureza de su cuerpo presionado contra el de ella. Del placer que le producía su masculinidad buscando su feminidad. La urgencia de la boca de Adam buscando su cuello le produjo un estremecimiento de placer.

– Por favor, Adam -gimió-. No pares, por favor. Adam alzó la cabeza y miró a la mujer que sostenía entres sus brazos. ¡Dios santo! ¿Qué estaba haciendo?

Tuvo que llevar las manos atrás para liberarse de los brazos de Tate. La apartó de sí, sujetándola con tal fuerza por las muñecas que Tate hizo una mueca de dolor. Adam aflojó el abrazo pero no la soltó. Si lo hacía, corría el peligro de volver a tomarla entre sus brazos y terminar lo que había empezado.

El rostro de Tate estaba ruborizado por el calor de la pasión. Su cuerpo estaba lánguido de deseo, y no habría sido difícil tumbarla de espaldas en esos momentos.

«¿Estás loco?», se dijo Adam. «¿Qué te pasa? ¡Se supone que quieres protegerla, no seducirla!»

Tate vio que Adam estaba muy turbado, pero no comprendía por qué.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

Su voz aún estaba entrecortada por la falta de aliento, y sonaba muy sexy. El cuerpo de Adam palpitó de necesidad.

– ¡Voy a decirte qué sucede, niña! -replicó Adam-. ¡Puede que estés tan ardiente como un volcán a punto de estallar, pero no estoy interesado en iniciar vírgenes! ¿Me oyes? ¡No estoy interesado!

– ¡Pues no lo parece! -replicó Tate.

Adam se dio cuenta de que seguía sujetándola; de hecho, le estaba acariciando las palmas de las manos con los pulgares. Las dejó caer como si fueran dos patatas calientes.

– ¡Mantente alejada de mí, niña! Estás aquí por una sola razón; para llevar la contabilidad. ¿Lo has entendido?

– ¡Lo he entendido, niño!

Adam alargó de nuevo las manos hacia ella, pero se contuvo. Giró repentinamente sobre sus talones y se dirigió a la salida. Un momento después estaba fuera del establo.

Tate se cruzó de brazos, enfurruñada. ¿Qué había pasado para que las cosas cambiaran tan rápidamente? Un momento, Adam le estaba haciendo el amor con gran dulzura. Al siguiente se había convertido en un lunático. ¡Cómo le había dolido que la llamara «niña»! ¡Puede que fuera pequeña de estatura, pero estaba totalmente desarrollada en los demás aspectos!

Excepto porque era virgen.

Tate no tenía más remedio que admitir que era una novata en lo referente a la experiencia sexual. A pesar de todo, sabía que lo que acababa de pasar entre Adam y ella era algo especial. El la había deseado tanto como ella a él. No podía estar equivocada en eso. Pero su atracción había superado lo meramente sexual. Estar entre los brazos de Adam había sido como encontrar una parte de sí misma que le faltara. Y aunque era posible que Adam no diera importancia a lo sucedido porque ella era muy joven, no estaba dispuesta a permitir que negara lo que había pasado entre ellos… ni a ella ni a sí mismo.

Ella no era una «niña» de la que pudiera librarse con un gesto de la mano. Entre ellos habían entrado en juego poderosas fuerzas. Tate debía encontrar la forma de que Adam la viera como una mujer merecedora de su amor. ¿Pero cuál sería la mejor manera de conquistar esa meta?

Ya a que la atracción física entre ellos era tan poderosa, decidió que empezaría por ahí. Pondría la tentación en el camino de Adam y vería que pasaba.

Capítulo 4

Adam vio a Tate sonriendo a los vaqueros que la rodeaban en el corral mientras les contaba otra de sus increíbles historias sobre la vida en el Hawk’s Way, como había hecho a menudo durante la semana pasada. Y como de costumbre, vestía vaqueros, botas y una camiseta con un chocante lema escrito en ella.

Pero la camiseta de ese día tenía el cuello abierto hacia los lados, de manera que se deslizaba hacia abajo por uno de sus hombros, y también era evidente que no llevaba sostén. Cualquiera con ojos en la cara podría haberse dado cuenta de que estaba desnuda bajo la camiseta. Desde luego, los tres vaqueros que estaban con ella no le quitaban la vista de encima. El viento soplaba y el algodón se pegaba al cuerpo de Tate, moldeando sus generosos senos.

Adam se dijo que no debía comportarse como un idiota acercándose y alejándola a rastras de aquellos tres pares de ojos dispuestos a comérsela. Sin embargo, cuando se encaminó en aquella dirección, no fue capaz de detener sus pasos.

Llegó a tiempo para oírle decir:

– Mis hermanos me enseñaron cómo mantenerme erguida cuando un caballo inquieto me tiraba.

– ¿Cómo, Tate? -preguntó uno de los vaqueros.

– ¡Dejándole volver solo al establo!

Los vaqueros rieron y Tate se unió a ellos. Adam sintió que sus labios se curvaban para reír, pero se reprimió.

– ¿No tenéis nada que hacer? -preguntó a los tres vaqueros.

– Sí, jefe.

– Claro, jefe.

– Estábamos a punto de irnos, jefe.

Los tres se llevaron la mano al sombrero para despedirse de Tate, pero no dejaron de mirarla mientras se alejaban.

Adam maldijo y los vaqueros se desperdigaron rápidamente en tres direcciones distintas.

– Creía haberte dicho que te mantuvieras alejada de los vaqueros -dijo, mirando a Tate con frialdad.

– Creo que tus palabras exactas fueron, «termina tu trabajo antes de salir a merodear por el rancho» -replicó Tate en un tono ideal para irritar aún más a su ya irritado jefe.

– ¿Ya has hecho tu trabajo?

– Si hubieras estado en casa a la hora de comer, te habría enseñado el sistema de contabilidad que he organizado. Ya está todo cargado en el ordenador y…

Adam la interrumpió.

– ¿Qué diablos haces aquí medio desnuda, de juerga con los vaqueros contratados?

– ¿De juerga? ¡Sólo estaba hablando con ellos! -replicó Tate.

– Quiero que dejes a esos chicos en paz.

– ¿Chicos? A mí me parecen hombres hechos y derechos. Desde luego, tienen edad suficiente para decidir si quieren o no quieren pasar su tiempo conmigo.

Adam se quitó el sombrero y lo golpeó contra su muslo.

– Maldita sea, Tate. ¡Eres una cría! ¡Estás jugando con fuego y te vas a quemar! No puedes andar por aquí medio desnuda y no esperar…

– ¿Medio desnuda? ¡Supongo que estás bromeando!

– ¡Esa camiseta no deja mucho a la imaginación! Puedo ver tus pezones con toda claridad.

Tate bajó la vista y comprobó por primera vez que sus dos pezones sobresalían con toda claridad bajo la tela de la camiseta. Decidió defenderse con descaro.

– ¿Y qué? Supongo que estás bastante familiarizado con la anatomía femenina, ¿no? Además, no eres mi padre ni mi hermano. ¡No tienes ningún derecho a decirme lo que puedo y lo que no puedo llevar puesto!

Ya que los sentimientos eróticos que estaba experimentando Adam en esos momentos no tenían nada de fraternales ni paternales, no discutió con ella. Sin embargo, sí se había erigido en guardián de Tate en ausencia de su padre y sus hermanos. Como tal, sentía el deber se advertirla de los peligros que podía acarrearle ir vestida de aquella manera.

– Cuando un hombre ve a una mujer con ese aspecto, normalmente se le ocurren ideas -dijo en tono razonable.

Tate lo miró fijamente.

– ¿Qué clase de ideas?

– Ideas equivocadas.

Tate sonrió traviesamente y batió sus pestañas como si fueran dos mariposas.