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– ¡No te muevas! -gritó-. ¡Enseguida llego!

– ¡Espera! -gritó Tate-. ¡No entres aquí! ¡Es demasiado peligroso!

Adam no se molestó en abrir la verja, limitándose a saltana. El sonido de la verja al moverse hizo que el toro se volviera, convencido de que la cena estaba servida. Se detuvo, confundido al ver al hombre de pie en el interior del pasto. Agachó la cabeza y miró en dirección a Tate y luego hacia el hombre, sin saber exactamente hacia dónde ir.

Adam agitó el lazo y buscó algún lugar en el que poder atarlo. A poca distancia vio un roble de tamaño medio.

No dudó. Caminó lentamente hacia Brahma, que empezó a resoplar. La atención del toro estaba definitivamente en Adam, no en Tate.

– No te acerques más, por favor -rogó ella.

– No te preocupes. Lo tengo todo pensado -si no acertaba con el lazo, correría como loco hacia la valla, esperando que Brahma no lo atrapara.

Pero el lazo cayó limpiamente en torno a los cuernos del toro. Adam sujetó la cuerda por el extremo mientras corría hacia el roble. Rodeó éste varias veces, asegurándose de que la cuerda sujetara al toro cuando éste arrancara y la tensara.

Para entonces, Tate ya se había dado cuenta de lo que estaba haciendo Adam. Corrió con la yegua hacia el roble, sacó el pie del estribo para que Adam pudiera montar rápidamente tras ella y luego hizo que la yegua saliera galopando en dirección contraria.

Entonces, Brahma cargó contra ellos, pero vio repentinamente frustrada su embestida cuando la cuerda se tensó. Tate condujo la yegua de vuelta a la verja y Adam la abrió. Una vez al otro lado, Adam alargó los brazos para bajarla de su montura.

Se abrazaron casi con fiereza, conscientes del terrible peligro al que acababan de enfrentarse. En cuanto pasaron los primeros instantes de alivio, empezaron a hablar al mismo tiempo, asombrados ante el hecho de haberse encontrado mutuamente sanos y salvos.

– ¡María me ha dicho que el toro te había embestido!

– ¡Ya mí que tú te habías caído del caballo!

– ¡Yo no me he caído!

– ¡Ya mí no me ha embestido el toro!

De pronto comprendieron que ambos habían sido manipulados para que acudieran allí y se encontraran.

– ¡La mataré! -dijo Adam.

– Creo que deberías subirle el sueldo -dijo Tate, riendo.

– ¿Por qué? ¡Casi logra que nos mate el toro!

– Porque me ha hecho comprender que he sido una tonta por no creer lo que en el fondo de mi corazón sé que es cierto.

– Te quiero, Tate -dijo Adam, abrazándola-. Te quiero con todo mi corazón.

– Lo sé. Y yo también te quiero. Al pensar que podías estar muriendo he comprendido cuánto.

– Yo he sentido lo mismo al saber que te había sucedido algo -dijo Adam-. Debería haberte repetido todos los días que te quiero. Te quiero, Tate. Te quiero. Te quiero.

Adam puntuó cada afirmación con un beso. Tate empezaba a tener problemas para respirar. Finalmente, logró decir:

– Adam, tenemos que hacer algo con ese toro.

– Déjale que encuentre su propia vaca -murmuró Adam contra la garganta de su esposa. Tate rió.

– No podemos dejarlo atado así como así.

– Haré que Buck y los demás vaqueros vengan a ocuparse de él y a recoger tu yegua. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer esta tarde.

– ¿Como qué?

– Como planear qué vamos a hacer para devolvérsela a María.

Mientras conducían de vuelta a casa, Adam y Tate planearon imaginativos castigos para María por haberles mentido. No fue tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta los buenos resultados de su maniobra.

– Creo que lo mejor que podemos hacer es tener cinco hijos -dijo Adam.

Tate tragó.

– ¿Cinco?

– Sí. Eso le servirá de escarmiento a María. ¡Tendrá diablillos sentados en su regazo y tirando de su falda durante mucho tiempo!

– !Me parece una buena idea! -asintió Tate, sonriendo.

Adam detuvo la camioneta frente a la casa, tomó a Tate de la mano y entraron juntos en busca de María.

– !María! -gritó Adam-. ¿Dónde estás? -se encaminó a la cocina, arrastrando a Tate consigo.

– Hay una nota en la nevera -dijo Tate.

– ¿Qué dice?

Tate se la alcanzó.

Querido señor Adam,

Dígale que la quiere. Estaré fuera dos… no, tres horas.

Besos, María

Adam rió y tomó a Tate entre sus brazos, sintiendo de inmediato cómo el pequeño de los diablillos de María daba una patada a su padre en el estómago.

Joan Johnston

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