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Celos. Hasta entonces, Adam no había tenido que enfrentarse nunca a aquel sentimiento, y de momento, no lo estaba haciendo precisamente bien. Podía malgastar el poco tiempo que le quedaba con Tate antes de que ésta le pidiera el divorcio condenándolo por algo sucedido en el pasado. O podía disfrutar de la maravillosa compañía de la encantadora mujer a la que había llegado a conocer y a amar. Entre aquellas dos opciones, la segunda parecía la más razonable.

Cuando llegó al rancho, primero fue al establo a buscar a Tate. Encontró a Buck dentro, trabajando.

El delgado vaquero se apoyó en la valla y dijo:

– ¿Has recuperado ya la razón?

Adam sonrió, arrepentido.

– Sí. Respecto al puñetazo…

– Olvídalo -Buck había estado pensando cómo utilizar su nariz hinchada para que Velma se apiadara de él. Después le explicaría la lección que había aprendido-. Créeme, entiendo cómo debes haberte sentido al verme con Tate.

– ¿Por Velma? -Adam recordó lo destrozado que se sintió Buck al descubrir que su esposa lo estaba engañando.

– Sí.

– Has visto a Tate? -preguntó Adam.

– Ha vuelto a casa. Escucha, Adam, no…

– No tienes por qué darme explicaciones, Buck. No importa -Adam se encaminó hacia la casa. Encontró a Tate en el despacho, trabajando con su ordenador.

– ¿Ocupada?

Tate dio un salto al oír la voz de Adam. Miró por encima del hombro y lo vio apoyado contra el marco de la puerta, jugueteando nerviosamente con el ala de su sombrero.

– No demasiado para hablar -Tate hizo girar la silla, apoyó los tobillos sobre el escritorio y colocó las manos tras su cabeza, tratando de aparentar una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

En su juventud, Adam había participado en algunos rodeos domando potros salvajes. En aquellos momentos sentía el estómago como si se hallara sobre uno y estuvieran a punto de abrir la puerta de la casilla para que saltara a la arena.

– Lo siento -dijo-. Reconozco que ayer me pasé diciendo lo que te dije, y hoy también pegando a Buck. No te estoy pidiendo que me perdones. Sólo me gustaría tener la oportunidad de empezar de nuevo.

Tate se quedó anonadada. ¿Adam disculpándose? Nunca había pensado que vería ese día.

– ¿Significa esto que estas rescindiendo el acuerdo al que llegamos?

Adam tragó con esfuerzo.

– No.

De manera que aún la deseaba, a pesar de que estaba convencido de que el bebé era de Buck. Y estaba dispuesto a mantener la boca cerrada sobre la supuesta «indiscreción» de Tate y a darle su apellido al bebé a cambio de favores en la cama.

Una mujer tenía que estar loca para aceptar un acuerdo como aquél.

– De acuerdo -dijo Tate-. Acepto tu disculpa. Y sigue pareciéndome bien el acuerdo al que llegamos ayer.

Adam notó que no lo había perdonado. Pero el tampoco le había pedido perdón.

Tate pensó que debía ser una eterna optimista, porque interpretó la presencia de Adam en la puerta del despacho como un buen presagio. Aún rió había renunciado a convencerlo de la verdad sobre el bebé, ni a la posibilidad de llevar una vida feliz junto a él. Tal vez nunca llegara a suceder, pero al menos ahora vivirían amistosamente mientras trataban de resolver lo demás.

– Hace un día precioso -dijo Adam-. ¿Te gustaría tomarte un descanso y venir a ayudarme? Aún tengo que mover ese ganado de un pasto a otro -aquel trabajo había quedado pospuesto el día anterior debido a la repentina boda.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Tate.

– Me encantaría. Déjame guardar lo último que he hecho en el ordenador.

Se volvió hacia la pantalla para pulsar unas teclas, pero se interrumpió al oír que Adam se aclaraba la garganta.

– Uh… No se me había ocurrido preguntar. ¿Te dijo la doctora Kowalski si todo iba bien con el bebé? ¿Hay algún motivo por el que no debas hacer ejercicio físico?

Tate se volvió y le dedicó una beatífica sonrisa.

– Estoy perfectamente. Al bebé le encantará montar a caballo.

A pesar de todo, Adam no le quitó ojo todo el día. Cuando vio que los párpados de Tate empezaban a cerrarse a última hora de la tarde, sugirió que echaran una siesta. La llevó hasta un roble gigante que se hallaba junto al riachuelo que cruzaba el rancho. Allí extendió una manta que tomó de su silla de montar y sacó la comida que llevaba en las alforjas.

Tate se quitó las botas y se tumbó en la manta con las manos tras la cabeza, contemplando el balanceo de las ramas del árbol, suavemente mecidas por la brisa.

– ¡Esto es maravilloso! ¡Un picnic! No sabía que tenías planeado algo así cuando me has sugerido venir.

De hecho, la responsable del picnic era María. Adam había pensado en la manta. Poco después de terminar los sándwiches y el té que María había preparado en un termo, Tate bostezó.

– No puedo creer lo cansada que me siento últimamente.

– Tu cuerpo está experimentando muchos cambios.

– ¿Es esa una opinión médica, doctor? -preguntó Tate, mirándolo a través de los párpados semi cerrados. Pero no escuchó su respuesta. En el instante en que cerró del todo los ojos, se quedó completamente dormida.

Adam recogió las cosas del picnic y se tumbó junto a ella para verla dormir. Nunca se había fijado en lo largas y oscuras que eran sus pestañas. Tenía un pequeño lunar junto a la oreja que no había detectado hasta entonces. Y unas oscuras ojeras en las que tampoco se había fijado.

Como médico, sabía la carga que suponía un embarazo para el cuerpo y las emociones de una mujer. Se prometió a sí mismo cuidar de Tate, asegurarse de que aquellas ojeras desaparecieran y de que la sonrisa permaneciera en su rostro.

Aunque estaba seguro de que ella se enfadaría si pensaba que había adoptado el papel de protector. Después de todo, había huido de sus hermanos porque estos la habían protegido excesivamente. Tendría que ser muy sutil para lograr hacerle descansar todo lo necesario. Como ese mismo día con el picnic. Estaba seguro de que Tate no sabía que estaba siendo manipulada por su propio bien.

Cuando Tate despertó, se estiró lánguidamente, sin recordar que tenía una apreciativa audiencia. Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba a punto de anochecer. Se sentó abruptamente, marcándose un poco al hacerlo.

Adam se acercó a ella al instante, rodeándola con el brazo por los hombros.

– ¿Te encuentras bien?

– Sólo un poco mareada. Supongo que me he sentado demasiado deprisa. ¿Por qué me has dejado dormir tanto rato?

– Estabas cansada.

Tate apoyó la cabeza en su hombro.

– Supongo que sí. ¿No será mejor que volvamos?

Adam le acarició el cuello, buscando el lunar junto a su oreja.

– No tenía nada planeado para esta tarde, ¿y tú?

Tate rió son suavidad.

– No, yo tampoco.

Adam volvió a tumbarla lentamente sobre la manta y la besó. Mientras el sol se ponía, Adam hizo dulcemente el amor con su esposa. Volvieron cabalgando a casa bajo la luz de la luna y en cuanto llegaron al rancho, Adam se aseguró de que Tate se fuera directamente a la cama. A la suya.

– Haré que María traslade tus cosas aquí mañana -susurró junto a su oído-. Será lo más conveniente, ya que vas a dormir aquí.

Tate abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Después de todo, quería que aquel matrimonio funcionara. Y cuanto más tiempo pasara en la cama con Adam, más posibilidades tendría de lograr que sucediera. Tenía intención de llegar a ser totalmente irreemplazable en su vida.

Pero mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses, la invisible pared de desconfianza que se alzaba entre ellos no terminaba de caer. Aunque hacían el amor cada noche, las palabras «te amo» se atragantaban en la garganta de Tate cada vez que trataba de decirlas. Era demasiado doloroso exponer su necesidad ante él. Sobre todo porque no quería que él se sintiera obligado a decírselo también a ella. Cosa que temía que no haría.