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– ¿Para qué?

– Para que no me vean aquí atrás. No quiero que nadie me vea así. Además, puedes tener un problema si a la gente no le gusta lo que ve.

Bosch se mostró conforme. Powers tenía razón. Si lo llevaban al lavabo de los vestuarios, todos los policías de servicio los verían y habría preguntas, tal vez rabia por parte de algunos agentes que ignoraban lo que sucedía. El lavabo situado en la entrada de la comisaría era de uso público, pero un domingo tan temprano seguramente estaría vacío. Edgar y Bosch podrían llevar a Powers sin ser vistos.

– Vale, vamos -cedió Bosch-. Al de la entrada.

Bosch y Edgar caminaron con él hasta el mostrador de la sala de detectives y luego recorrieron el pasillo de la zona de administración, cuyas oficinas estaban vacías y cerradas por ser domingo. Mientras Bosch se quedaba fuera con Powers, Edgar hizo un rápido reconocimiento de los servicios.

– No hay nadie -informó, aguantando la puerta abierta desde dentro.

Bosch siguió a Powers, que se dirigió al urinario más alejado. Harry permaneció en la puerta y Edgar se colocó al otro lado del detenido, junto a la hilera de lavabos. Cuando Powers terminó de orinar, fue a lavarse las manos. En ese momento, Bosch se fijó en que Powers tenía los cordones del zapato derecho desatados. Edgar también lo vio.

– Átate el zapato, Powers -le ordenó Edgar-. Si te caes y te rompes tu cara bonita, no quiero que me acusen de brutalidad policial.

Powers se detuvo y se miró el zapato. Luego miró a Edgar.

– Ahora.

Pero antes que nada, Powers se lavó las manos y se las secó con una toalla de papel. Finalmente apoyó el pie derecho en el borde del lavabo para atarse los cordones.

– Es lo malo de los zapatos nuevos -comentó Edgar-. Los cordones siempre se desatan, ¿verdad?

Bosch no podía ver la cara de Powers porque el policía estaba de espaldas a la puerta, pero estaba mirando a Edgar.

– Vete a la mierda, negro.

Aquello fue como una bofetada para Edgar, cuyo rostro se llenó de rabia y odio. El detective miró a Bosch de reojo para juzgar si se opondría a su intención de pegar a Powers. Fue una mirada rápida, pero justo lo que necesitaba el policía. Powers se abalanzó sobre Edgar y lo aplastó contra la pared de baldosa blanca. Inmediatamente alzó sus manos esposadas; con la izquierda agarró la camisa de Edgar y con la derecha apuntó una pistola pequeñísima al cuello del estupefacto detective.

Bosch corrió hacia ellos hasta que vio la pistola y Powers comenzó a gritar.

– Atrás, Bosch. Atrás o mato a tu compañero. ¿Es eso lo que quieres?

Powers había vuelto la cabeza para mirar a Bosch, que se detuvo y separó las manos del cuerpo.

– Eso es -dijo Powers-. Y ahora vas a hacer lo que te diga. Saca la pistola despacio y tírala al primer lavabo.

Bosch no se movió.

– Sácala, te digo.

Powers hablaba con determinación, pero cuidaba de no levantar mucho la voz.

Bosch echó una ojeada a la diminuta pistola que sostenía Powers. La reconoció en seguida; era una Raven de calibre veinticinco, una pistola que ya en su época de patrullero era muy popular entre los policías de uniforme. Era pequeña -en la mano de Powers parecía un juguetito- pero mortífera. Metida en un calcetín o una bota resultaba casi invisible con la pernera del pantalón por encima, lo cual explicaba por qué Edgar y Rider no habían reparado en ella. Bosch sabía que un disparo de la Raven a quemarropa mataría a Edgar y, aunque iba en contra de sus instintos, no le quedaba otro remedio que entregar su arma. Powers estaba desesperado y Bosch sabía que la gente desesperada no pensaba las cosas con calma. Una persona desesperada actuaba de forma irracional; era capaz de asesinar. Por eso Bosch extrajo su pistola con dos dedos y la arrojó al lavabo.

– Muy bien, Bosch. Ahora tírate al suelo debajo de los lavabos.

Bosch obedeció, sin dejar de mirarlo.

– Edgar, ahora te toca a ti -anunció Powers-. Saca tu pistola y tírala al suelo.

La pistola de Edgar se estrelló contra las baldosas.

– Ahora, ponte con tu compañero. Eso es.

– Powers, estás loco -le dijo Bosch-. ¿Adónde vas a ir? No tienes escapatoria.

– ¿Quién habla de escapar, Bosch? Coge tus esposas y ponte una en la muñeca izquierda.

Cuando lo hubo hecho, Powers le ordenó que pasara las esposas por la tubería de desagüe del lavabo e instruyó a Edgar para que se pusiera la otra esposa en la muñeca derecha.

– Vale, muy bien -sonrió Powers-. Así os estaréis un rato quietecitos. Ahora, tiradme vuestras llaves.

Powers cogió las llaves de Edgar y se quitó las esposas. Inmediatamente después se frotó las muñecas para recobrar la circulación de la sangre. Seguía sonriendo aunque Bosch no sabía si se daba cuenta.

– Ahora, veamos.

Bosch comprendió entonces lo que Powers estaba planeando: ir por Verónica. Harry recordó que Kiz estaba sentada en la mesa de Homicidios, de espaldas al mostrador principal, y Billets en su despacho. No lo verían hasta que fuera demasiado tarde.

– No está aquí, Powers -dijo Bosch.

– ¿Qué? ¿Quién?

– Verónica. Fue un engaño. Ni siquiera la hemos detenido.

La expresión de Powers se tornó seria y concentrada. Bosch adivinó lo que estaba pensando.

– La voz era de una de sus películas. La grabé de un vídeo. Si vuelves a las salas de interrogación, no podrás salir de la comisaría.

Bosch vio que la piel de Powers se tensaba, tal como había ocurrido antes. Su rostro se encendió por la furia, pero de pronto, inexplicablemente, volvió a sonreír.

– Muy listo, Bosch. Quieres hacerme creer que ella no está allí, ¿verdad? Me estás tomando el pelo.

– No es ninguna tomadura de pelo. Verónica no está aquí. Íbamos a detenerla con lo que tú nos dijiste, pero subimos a su casa hace una hora y no está. Se largó ayer por la noche.

– Si no está aquí, entonces cómo…

– Eso no era un engaño. El dinero y las fotos estaban en tu casa. Si tú no las pusiste allí, tuvo que ser ella. Te ha tendido una trampa. ¿Por qué no dejas la pistola y volvemos a empezar? Tú te disculpas ante Edgar por lo que le llamaste y nosotros nos olvidamos de este pequeño incidente.

– Ah, ya lo veo. Os olvidáis del intento de fuga pero yo sigo cargando con el asesinato.

– Ya te he dicho que hablaría con el fiscal. Viene uno para aquí en estos momentos. Es un amigo mío y hará todo lo que pueda por ti. Es a ella a quien queremos atrapar.

– ¡Qué gilipollas eres! -exclamó Powers en voz alta, aunque en seguida bajó el volumen-. ¿No ves que voy a por ella? ¿Crees que has podido conmigo? ¿Crees que me doblegaste ahí dentro? No has ganado, Bosch. Yo hablé porque quería hablar. Yo te gané a ti, tío, pero tú no te enteras. Empezaste a confiar en mí porque me necesitabas. Nunca deberías haberme quitado las esposas, colega.

Powers se calló un momento para que asimilaran sus palabras.

– Ahora tengo una cita con esa zorra y no pienso faltar por nada del mundo. Si no está aquí, la iré a buscar.

– Podría estar en cualquier parte.

– Y yo también, Bosch. No me verá venir.

Powers agarró la bolsa de plástico que recubría el interior de la papelera y la vació. A continuación guardó dentro la pistola de Bosch y abrió a tope los grifos de los tres lavabos, lo cual provocó un auténtico estruendo en el cuarto alicatado. Después de meter la pistola de Edgar en la bolsa, Powers la dobló varias veces para ocultar las dos armas y se guardó la Raven en el bolsillo de la camisa a fin de acceder a ella más rápidamente. Luego arrojó las llaves de las esposas a un urinario y tiró de la cadena. Sin siquiera mirar a los dos hombres esposados bajo el lavabo, se dirigió a la puerta.

– Chao, inútiles -dijo antes de irse.