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Bosch miró a Edgar. Sabía que si gritaban seguramente no les oirían. Era domingo; no había nadie en el ala de administración y en la oficina de la brigada de detectives sólo estaban Billets y Rider. Con el agua, sus gritos serían ininteligibles. Billets y Rider pensarían que eran los alaridos habituales procedentes de la celda de borrachos.

Bosch giró sobre sí mismo y apoyó los pies contra la pared, justo debajo del lavabo. Su intención era romper la tubería impulsándose con las piernas, pero al agarrarla el metal estaba ardiendo.

– ¡Hijo de puta! -gritó Bosch al soltarla-. Ha abierto el agua caliente.

– ¿Qué hacemos? Se va a escapar.

– Tú tienes los brazos más largos. Intenta llegar al grifo y cerrarlo.

Estirando el brazo al máximo, Edgar consiguió rozar el grifo. Le costó unos cuantos segundos lograr que el chorro de agua se convirtiera en un goteo.

– Ahora abre la fría -le dijo Bosch-. Vamos a enfriar esto.

Edgar tardó unos segundos más, pero finalmente Bosch estuvo listo para volver a intentarlo. Se agarró de la tubería y empujó las piernas contra la pared. Cuando Edgar lo imitó, la suma de fuerzas consiguió romper la tubería por la parte superior, la que estaba sellada al lavabo. Un chorro de agua los empapó mientras pasaban la cadena de las esposas por la parte rota de la tubería. A continuación se arrastraron por el suelo embaldosado hasta el urinario, donde Bosch vio sus llaves en la rejilla inferior. Harry las agarró y tardó unos segundos en abrirse las esposas con la mano izquierda. A continuación le pasó las llaves a Edgar y corrió hacia la puerta, chapoteando en el agua que anegaba el suelo.

– Cierra el grifo -gritó Bosch antes de irse.

Bosch corrió pasillo abajo y saltó por encima del mostrador de la oficina de detectives. No había nadie y, al mirar a través del cristal, Harry vio que el despacho de la teniente también estaba vacío. Entonces oyó unos golpes fuertes y los gritos apagados de Rider y Billets. Bosch enfiló el corredor que daba a las salas de interrogación y halló todas las puertas abiertas menos una. Obviamente Powers había buscado a Verónica Aliso después de encerrar a Billets y Rider en la sala tres. Tras liberarlas, Harry regresó a la oficina de la brigada de detectives y se dirigió a toda velocidad al pasillo trasero de la comisaría. Cuando llegó al fondo, Bosch abrió de golpe la pesada puerta metálica que daba al aparcamiento e instintivamente se llevó la mano a la funda de su pistola, pese a que estaba vacía. Registró con la mirada el estacionamiento y las puertas abiertas del garaje. No había rastro de Powers, pero había dos policías de uniforme junto a las bombas de gasolina. Bosch se acercó a ellos.

– ¿Habéis visto a Powers?

– Sí -contestó el mayor de los dos-. Acaba de irse. Con nuestro coche. ¿Qué coño está pasando?

Bosch no respondió. Bajó la cabeza y maldijo para sus adentros.

Seis horas más tarde, Bosch, Edgar y Rider contemplaban desde su mesa la reunión que se desarrollaba en el despacho de la teniente. Apretujados como sardinas en aquel pequeño cuarto estaban Billets, la capitana LeValley, el subdirector Irving, tres investigadores de Asuntos Internos -Chastain entre ellos- y el jefe de policía con su secretario. Bosch sabía que habían hablado por teléfono con el ayudante del fiscal del distrito, Roger Goff, ya que lo había reconocido por el altavoz. Después de aquella llamada, los jefes cerraron la puerta, con la clara intención de decidir el destino de los tres detectives que esperaban fuera.

El jefe de policía estaba de pie en medio del despacho con los brazos cruzados y la cabeza baja. Había sido el último en llegar y parecía que los demás le estuvieran resumiendo la situación. Aunque de vez en cuando asentía, no parecía intervenir demasiado. Bosch sabía que el tema principal de la reunión sería cómo enfocar el escándalo de Powers. Había un asesino suelto, que para colmo era policía. Acudir a los medios de comunicación con una noticia así era un ejercicio de masoquismo, pero Bosch no veía otra alternativa. Habían buscado en vano a Powers en los lugares más evidentes. El coche patrulla en el que huyó había aparecido abandonado en las montañas, en Fareholm Drive, y nadie sabía adónde había ido desde allí. Los equipos de vigilancia apostados en el exterior del bungalow de Powers, la mansión de Aliso y la residencia del abogado Neil Denton, no habían obtenido ningún fruto, por lo que había llegado la hora de informar a la prensa y mostrar la foto del policía corrupto por televisión. Bosch suponía que el jefe de policía había hecho acto de presencia porque planeaba convocar una rueda de prensa. De otro modo, habría dejado que Irving se encargase de todo.

En ese momento Bosch se dio cuenta de que Rider había dicho algo.

– ¿Qué dices?

– Te preguntaba qué vas a hacer con tu tiempo libre.

– No lo sé, depende de cuánto nos caiga. Si es sólo un período, lo emplearé para terminar las obras en mi casa. Si son más de dos, tendré que buscarme algún trabajo para ganar dinero.

Cada período de suspensión de empleo y sueldo era de quince días. Las sanciones disciplinarias solían medirse por periodos completos cuando la falta era grave y, en aquel caso, Bosch estaba bastante seguro de que el jefe les impondría un castigo severo.

– No va a despedirnos, ¿verdad, Harry? -preguntó Edgar.

– Lo dudo, pero todo depende de cómo se lo estén contando.

Al volver la vista a la ventana del despacho, las miradas de Bosch y el jefe de policía se cruzaron, pero éste en seguida desvió la mirada, lo cual era mala señal. El jefe no era un hombre de la casa. Había sido contratado para tranquilizar a la comunidad y el factor determinante de su elección no habían sido sus grandes dotes de gestión policial, sino el hecho de venir de fuera. Bosch no lo conocía personalmente y tampoco esperaba conocerlo. Sólo lo había visto de lejos; era un hombre negro con casi todo el peso alrededor de la cintura. Los policías a quienes no les caía bien, que eran muchos, le llamaban Barriga de Barro. Harry no sabía cómo le llamaban los policías a quienes les caía bien.

– Quería pedirte perdón, Harry -dijo Rider.

– ¿Perdón por qué? -inquirió Bosch.

– Por no ver la pistola. Lo cacheé yo. Le pasé las manos por las piernas pero, no sé cómo, no la noté. No lo entiendo.

– Era lo bastante pequeña para caber en la bota -le explicó Bosch-. No fue todo culpa tuya, Kiz. Jerry y yo la cagamos en el lavabo. Deberíamos haberlo vigilado mejor.

Kiz asintió, pero Bosch notaba que seguía sintiéndose fatal. Harry vio entonces que la reunión en el despacho de la teniente había terminado. Con el jefe de policía y su secretario a la cabeza, LeValley y los detectives de Asuntos Internos salieron de la brigada por la entrada principal. Aquello les suponía dar una incómoda vuelta si sus coches estaban aparcados detrás de la comisaría, pero les evitaba pasar por delante de Homicidios y saludar a Bosch y los demás. «Otra mala señal», pensó Bosch.

Sólo Irving y Billets permanecieron en el despacho después de la reunión. Billets los miró y les hizo un gesto para que entraran. Los tres detectives se levantaron lentamente y se encaminaron hacia el despacho. Ya dentro, Edgar y Rider se sentaron, pero Bosch permaneció de pie.

Jefe -saludó Bosch, dándole la palabra a Irving.

– De acuerdo. Os lo voy a contar tal como me lo han contado a mí -anunció Irving.

El subdirector consultó una hoja de papel donde había tomado unas notas.

– Por llevar una investigación no autorizada y por incumplir el reglamento en el registro y transporte de un prisionero, cada uno de vosotros queda suspendido sin paga durante dos períodos de quince días y con paga durante otros dos. Y, por supuesto, la falta de conducta constará en vuestra hoja de servicios. Si no estáis conformes, podéis apelar al Comité de Derechos.