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Ten mucho cuidado.

– Bueno, ya sabes cómo va… -dije.

– Ya lo sé. Philip me explicó que temías la mala publicidad que podía atraer la película si se asociaba con tu nombre. Pero quiero convencerle para que filtre que tú fuiste el autor original, después de que se estrene…

– Sólo si las críticas son formidables.

– Lo serán, porque esta vez Philip tiene un guión extraordinariamente fuerte. Ya habrás oído que la protagonizan Fonda y Hopper…

– Es el reparto de mis sueños.

– Estoy muy contenta de que me hayas llamado, David. Sobre todo porque después pensé…

– No hicimos nada especialmente ilegal.

– Por desgracia -dijo-. ¿Cómo está tu novia?

– No tengo ni idea. Fue una de las muchas cosas que se esfumaron cuando…

– Lo siento. ¿Y tu hija?

– Estupendamente -dije-, excepto que, desde la trifulca fotografiada con MacAnna, su madre me ha impedido legalmente verla, sostiene que soy un desquiciado.

– ¡Por Dios, David, eso es espantoso!

– Sí, sí lo es.

– Bien, me parece que necesitas un buen almuerzo.

– Estaría bien. Si pasas cerca de Meredith…

– Bueno, estoy en la casa de Malibú esta semana.

– ¿Dónde está Philip?

– Buscando localizaciones en Chicago. El primer día de rodaje es dentro de ocho semanas.

– ¿Todo va bien entre vosotros? -pregunté, intentando mantener el mismo tono informal, despreocupado.

– Durante un tiempo tuvimos un agradable interludio. Pero se ha acabado hace poco. Y ahora… es lo mismo de siempre, supongo.

– Lo siento.

– Comme d'habitude…

– … como dicen en Chicago.

Se rió.

– Oye, si estás libre mañana para almorzar…

Quedamos en la librería a la una.

En cuanto colgué, salí del despacho y le pregunté a Les si podía encontrar a alguien que me sustituyera un par de horas al día siguiente.

– Mañana es miércoles y esto está muerto. Tómate la tarde libre.

– Gracias -dije.

Aquella noche me tomé tres pastillas de diacepam para dormir de un tirón. Antes de sucumbir al sueño, no dejaba de oír a Martha decir: «Pero cuando nos veamos, voy a intentar convencerte de que no le dejes a Philip toda la autoría… Philip me explicó que temías la mala publicidad que podía atraer la película si se asociaba con tu nombre…».

Empezaba a entender la despiadada lógica que Fleck aplicaba para ganar sus miles de millones. Cuando se trataba de estrategias maquiavélicas y del arte de la guerra, era un verdadero artista. Era su único gran talento.

Martha se presentó puntualmente a la una. Y tengo que decir que estaba radiante. Llevaba unos sencillos vaqueros negros, una camiseta negra y una chaqueta vaquera azul. Pero a pesar de la ropa a lo Lou Reed, desprendía algo absolutamente aristocrático, muy de la costa este. Tal vez fuera el pelo castaño recogido en un moño, y el cuello esbelto, junto con los pómulos altos, que me recordaban uno de esos retratos de John Singer Sergent de una mujer de la sociedad bostoniana de 1870. O tal vez eran las gafas de concha anticuadas que se empeñaba en llevar. Era un irónico contraste con la ropa absolutamente juvenil, por no hablar de todo el dinero que ella representaba. Sobre todo porque era la clase de montura que costaba menos de cincuenta dólares, y que en aquel momento tenía una de las varillas pegadas con celo. Yo entendía lo que ejemplificaba aquel pedazo de celo: la insistencia en su autonomía personal, y una inteligencia artera que, tantos meses después, seguía pareciéndome muy atractiva.

Cuando entró en la librería, me miró directamente, como si yo fuera el encargado del dueño.

– Hola -dijo-. Está David Arm…

A mitad de la frase me reconoció.

– ¿David? -exclamó, sinceramente estupefacta.

– Hola, Martha.

Estuve a punto de darle un beso en la mejilla, pero lo pensé mejor y le tendí la mano. Ella la estrechó, sin dejar de mirarme, con una mezcla de diversión e incomprensión.

– ¿Eres tú realmente el que está detrás de esto?

– La barba está un poco descuidada.

– No veas el pelo. Quiero decir, había oído hablar del look «volver a la naturaleza». Pero del «de volver a la librería» no.

Me reí.

– Pues tú estás estupenda.

– No he dicho que tú no lo estés, David. Es que… no es sólo que estés cambiado: estás transformado. Como uno de esos muñecos…

– ¿Uno de esos que con una rápida modificación se convierten en un dinosaurio?

– Exacto.

– Ese es mi nuevo yo -dije-. Un dinosaurio.

Le tocó a ella reírse.

– Y con una librería, encima -dijo. Observó a su alrededor los estantes y el surtido de los expositores, y pasó una mano por la madera pulida-. Es impresionante. Es encantadora. Muy intelectual.

– Bueno, teniendo en cuenta que no está en un centro comercial ni tiene un Starbucks, es como una rareza del siglo XIX.

– ¿Cómo demonios la encontraste?

– Es una larga historia. O quizás, en realidad, una corta historia.

– Pero al menos es una historia.

– Eso seguro.

– Bueno, pues espero que me la cuentes durante el almuerzo.

– No te preocupes, te la contaré.

– Me sorprendió que me mandaras un correo. Creía que…

– ¿Qué?

– No lo sé…, que me habías tomado por una loca después de aquella noche.

– Fue una locura de la mejor clase.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto.

– Bien. Porque… -se encogió de hombros nerviosamente-… porque después me sentí como una completa idiota.

– Ya somos dos -dije.

– Bueno -dijo, cambiando rápidamente de tema-, ¿adónde te llevo a comer?

– He pensado que podríamos ir a la casita donde vivo.

– ¿Tienes una casa alquilada?

– De hecho pertenece a uno de los clientes de mi agente. A Willard Stevens.

– ¿El guionista?

– Sí.

Me miró desconcertada, intentando interpretarlo.

– O sea que cuando encontraste este pueblo y esta librería, también encontraste un lugar para vivir que pertenecía a Willard Stevens…, a quien resulta que representa tu agente.

– Ya te he dicho que es una larga historia.

– Ya veo.

– Bueno, ¿vamos?

Tardé diez minutos en cerrar la librería y le expliqué a Martha que, en honor a su presencia en Meredith, había decidido tomarme la tarde libre.

– Estoy conmovida -dijo-, pero no quiero que pierdas dinero por mi culpa.

– No te preocupes por eso. El miércoles es un mal día. Además a Les no le importa que…

– ¿Quién es Les? -preguntó, interrumpiéndome.

– Les es el dueño de la librería.

Se quedó verdaderamente aturdida.

– Creía que habías dicho que eras tú el dueño.

– No lo he dicho. Sólo he dicho que…

– Ya lo sé: es una larga historia.

Martha tenía el coche aparcado enfrente: un gran y reluciente Range Rover.

– ¿Cogemos mi monstruo? -preguntó.

– Iremos en el mío -dije, dirigiéndome a mi anciano Volkswagen Golf.

De nuevo, tuvo un pequeño sobresalto al ver mi vehículo tipo «vida minimalista», pero no dijo nada, excepto:

– Por mí, de acuerdo.

Subimos a mi coche. Como siempre el arranque falló (uno de los muchos defectos que le había descubierto desde que lo había comprado) pero al cuarto intento se puso en marcha.

– ¡Vaya coche! -dijo mientras salíamos.

– Me sirve -dije.

– Supongo que hace conjunto con el look de estudiante madurito que cultivas.

No dije nada. Me encogí de hombros.

Llegamos a la casa en cinco minutos. Se quedó maravillada con la vista del océano. Se quedó maravillada con la refinada simplicidad de la casa: con su color blanco sobre blanco, los sillones cómodos y los estantes de libros.

– Entiendo que seas feliz aquí -dijo-. Es un refugio perfecto para un escritor. ¿Dónde trabajas, por cierto?

– En la librería.

– Muy gracioso. Me refiero al «trabajo de verdad».

– ¿Te refieres a escribir?

– David, no me digas que la cola de caballo te ha anulado los poderes cognitivos. Puesto que eres escritor…