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Y en algún punto de esa rutina, se abrió camino una reflexión: todo lo que querías recuperar lo has recuperado. Pero con ese pensamiento, me vino otro: ahora estás solo.

Tenía el placer intelectual del trabajo, claro. Y tenía los dos fines de semana al mes que podía visitar a mi hija. Pero aparte de eso…

¿Qué? No tenía una familia que me esperara en casa cada noche. Otro hombre haría el papel cotidiano de padre para mi hija. Y aunque hubiera recuperado mi posición profesional, ya sabía que el éxito sólo te llevaba hasta el siguiente éxito, que, a su vez, sólo te llevaba…

¿Adónde exactamente? ¿Cuál era el destino definitivo? De todo, aquello era lo más desconcertante. Podemos pasar años esforzándonos por llegar a alguna parte, pero cuando finalmente llegamos, cuando todo nos viene de cara y tenemos todo lo que habíamos deseado, nos encontramos de repente ante una verdad singular: ¿hemos llegado realmente a alguna parte? ¿O estamos solamente en una estación intermedia, todavía en tránsito hacia un destino ilusorio? ¿Un lugar que desaparece de nuestra vista en cuanto ya no se nos considera tocados por el éxito?

¿Cómo podemos llegar a un final de trayecto que no existe?

Si había algo que había aprendido sobre ese camino esquivo, era esto: lo que todos buscamos es una especie de desesperada autoconfirmación. Pero eso sólo podemos encontrarlo a través de los que han sido suficientemente tontos para amarnos… a los que nosotros hemos amado.

Como Martha.

El primer mes, le dejé un mensaje en el contestador día sí día no. Al fin capté el mensaje y dejé de intentar ponerme en contacto con ella. A pesar de que ocupaba mis pensamientos constantemente, como un dolor de cabeza sordo pero persistente, que se negara a marcharse.

Hasta que un viernes, unos dos meses después de nuestro último encuentro, me llegó un paquetito por correo. Cuando lo abrí, encontré un objeto rectangular envuelto en papel de regalo. También contenía un sobre tamaño carta. Lo abrí y leí:

Queridísimo David:

Es evidente que debería haber respondido a tus llamadas y a tus mensajes. Pero… estoy en Chicago, con Philip. Estoy con él porque, en primer lugar, hizo lo que le había pedido, y por lo que he leído en la prensa, tu carrera parece volver a estar encarrilada. Y estoy aquí porque, como supongo que sabes, estoy produciendo la película que escribiste.

Pero también estoy aquí, sencillamente, porque él me suplicó que me quedara. Tengo claro que parece ridículo: Philip Fleck, el señor de los veinte mil millones de dólares, suplicando algo a alguien. Pero es verdad. Me rogó que le diera otra oportunidad. Me dijo que no podía soportar la idea de perderme a mí y perder a su hijo. Y pronunció la famosa promesa: «Cambiaré».

¿Por qué lo ha hecho? No estoy segura. ¿Ha cambiado? Bueno, al menos volvemos a hablar y dormimos juntos…, lo que ya es una mejora. Y parece discretamente emocionado con la idea de su futura paternidad, aunque por supuesto lo que le preocupa más en este momento es la película. En fin, por ahora, estamos en una situación bastante satisfactoria. No puedo prever si esto durará o si volverá a su estado de introversión y yo me hartaré hasta un punto sin retorno.

Lo que sí sé es que: te has instalado en mi cabeza y no te vas. Lo cual es maravilloso y triste, pero es así. Pero claro, yo soy una romántica incurable casada con un hombre inmune al romanticismo. Sin embargo, ¿y si me hubiese marchado contigo? ¿Una romántica incurable junto a un romántico aún mas incurable? No habría dado resultado. Sobre todo porque los románticos incurables siempre aspiran a lo que no tienen. Pero en cuanto lo tienen…

Tal vez sea por eso por lo que no he podido llamarte, por lo que no he podido contestar a tus cartas. Porque habría sido de un dramatismo brutal. Pero cuando el dramatismo se hubiera esfumado… ¿entonces, qué? Nos habríamos mirado (como me dijiste que mirabas a veces a Sally) y habríamos pensado: ¿para qué? O podríamos haber vivido felices para siempre. Es el azar, y a nosotros nos atrae muchísimo, porque necesitamos el frenesí, el dramatismo, la sensación de peligro. Tanto como tememos el frenesí, el dramatismo, la sensación de peligro. Creo que se le llama no saber lo que quieres.

Una parte de mí te quiere, y otra parte de mí te teme. Y mientras tanto, he tomado una decisión: me quedo con el señor Fleck, y espero que todo salga bien, porque ahora mi vientre es bastante prominente, y no quiero estar sola cuando él o ella llegue, y porque quizá quise o todavía quiero a su muy extraño padre, y desearía que este niño fuera tuyo, pero no lo es, y la vida tiene mucho que ver con el momento y el nuestro no era el correcto, y…

Bueno, ya habrás entendido mis divagaciones.

Sobre este tema hay unos versos de nuestra poeta favorita, aunque en un estilo más conciso que el mío:

Es la Hora de Plomo

que se recuerda si se sobrevive.

como los que se hielan se acuerdan de la nieve

Primero… Frío… luego Estupor… luego abandonarse.

Espero que te abandones, David.

Y en cuanto termines de leer esta carta, por favor, no le des más vueltas, no te imagines lo que podría haber sido. Vuelve a trabajar.

Con cariño.

Martha

No seguí en seguida sus instrucciones, porque primero abrí el regalo, y me encontré con una primera edición, de 1891, de los Poemas de Emily Dickinson, editados por Robert Brothers, en Boston. Sostuve el libro en la mano, maravillado por su compacta elegancia, su peso venerable, su aura de permanencia, aunque, como todo, algún día también se convertiría en polvo. Después levanté la cabeza y me vi reflejado en la pantalla negra de mi portátil: un hombre de mediana edad que, a diferencia del libro que tenía en la mano, no existiría al cabo de ciento once años.

Algo más se me pasó por la cabeza: una petición que me había hecho Caitlin cuando nos habíamos visto la semana anterior. Mientras la acostaba en la habitación del hotel, me pidió que le contara un cuento. Concretamente, el de los tres cerditos. Pero con una condición:

– Papá, ¿puedes contar el cuento sin el lobo malo? -preguntó.

Durante un momento me pregunté cómo hacerlo para que funcionara.

– Veamos… Había una casa de paja, una casa de madera y una casa de ladrillo. ¿Qué sucede después? ¿Forman una comunidad de vecinos? Lo siento, mi vida, pero el cuento no tiene sentido sin el lobo malo.

¿Por qué no tiene sentido? Porque todos los cuentos tienen que ver con una crisis: la vuestra, la mía, la del tipo sentado enfrente en el tren mientras estás leyendo esto. Todo es narrativa, al fin y al cabo. Y toda la narrativa, todos los géneros literarios, comportan una realidad fundamental: necesitamos las crisis. La angustia, la añoranza, la sensación de lo posible, el miedo al fracaso, el deseo de la vida que imaginamos querer, la desesperación por la vida que tenemos.

Las crisis, en cierto modo, nos hacen pensar que somos importantes, que las cosas no son puramente temporales, que podemos llegar a trascender la insignificancia. Más aún, las crisis nos hacen ver que, nos guste o no, siempre estamos a la sombra del lobo malo. El peligro que acecha detrás de cualquier cosa, el peligro que nos creamos nosotros mismos.

Pero, en última instancia, ¿quién es el cerebro de nuestras crisis? ¿De quién es la mano que las controla? Para unos, de Dios. Para otros, del Estado. O puede ser de la persona a quien deseamos culpar de todas nuestras desventuras: el marido, la madre, el jefe. O quizá, sólo quizás, uno mismo.

Eso es lo que todavía no he entendido de lo que me ha pasado últimamente. Había un malo en la historia, sí, alguien que me tendió una trampa, que me aplastó, y después volvió a ponerme en pie. Y yo sabía quién era ese hombre. Pero…, y éste es un gran «pero»…, ¿podría ser que él fuera yo?