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– ¿De verdad le dijiste eso? -pregunté, todavía intentando digerir aquello.

– No sólo se lo dije. Tenía intención de hacerlo y lo he hecho. La cinta está en Nueva York, y el tiempo pasa. A partir de hoy, tiene seis días para hacer algo.

– Pero si se da cuenta de que es un farol, si deja que lo publiques…

– Entonces tú y yo saldremos en las primeras páginas. Pero me da igual. Si no reacciona, concederé una entrevista muy sincera a Oprah o a Barbara Walters o a Diane Sawyer, en la que contaré las «alegrías» de vivir con un hombre que tiene tanto dinero, pero la sensibilidad de un vaso de papel. En fin, ahora lo único que importa es que te compense por lo que te ha hecho. En cuanto a mí, estoy decidida: le dejo.

– ¿Sí? -dije, en tono esperanzado.

– Es lo que le dije. Según mi abogado, si entrego la cinta a la prensa, eso no tendra ningún efecto en mi acuerdo prematrimonial. Es un contrato sin culpables. Si yo me voy o si él decide divorciarse, el resultado es el mismo: me llevo ciento veinte millones.

– ¡Dios santo!

– Para el señor Fleck, es calderilla. Si fuéramos residentes en California, le podría demandar por la mitad de su patrimonio. Aunque no tengo ninguna intención de hacerlo. Ciento veinte millones son más que suficientes para mí y el niño.

– ¿Qué has dicho?

– Estoy embarazada.

– Ah -dije, cada vez más estupefacto-. Es… es una noticia estupenda.

– Gracias.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Hace tres meses.

De repente entendí por qué había evitado tomar alcohol aquella noche, apenas una copa de vino.

– ¿Qué dice Philip?

– Bueno -dijo ella, rápidamente-, se enteró ayer. Fue una de las pequeñas bombas que hice explotar frente a él.

– Yo creía que vosotros dos no habíais…

– Sí. Ese aspecto del matrimonio murió durante una temporada. Pero tuvimos un breve interludio hace unos meses. Poco después de conocerte en la isla, cuando Philip decidió volver a dormir conmigo. Es más, decidió volver a vivir conmigo, y parecía que se hubiera vuelto a enamorar de mí… y yo de él. Pero eso sólo duró unos tres meses antes de que volviera a recluirse, y se negara como siempre a explicarme el motivo: se limitó a desaparecer en su concha hermética. Así que, cuando me enteré de que estaba embarazada, no se lo dije. Hasta ayer, claro. ¿Sabes cuál fue su reacción? Silencio. Silencio absoluto.

Volví a cogerle la mano.

– Martha…

Antes de que pudiera seguir, me interrumpió.

– No digas lo que estás pensando.

– Pero tú no me… no me…

– ¿Qué? ¿Te quiero?

– Sí.

– Te conozco de exactamente tres días.

– Pero eso se puede saber en cinco minutos.

– Es verdad. Pero ahora mismo no puedo.

– No puedo creer que lo hayas arriesgado todo por mí.

– Déjate de prosas románticas, por favor. Él te trató como a una basura. Principalmente, supongo, porque le hicieron un informe completo de nuestra noche en la isla. Da lo mismo que no hiciéramos nada: lo que importaba era que tú tienes talento y yo me enamoré de ti. Así que cuando me enteré de cómo había destrozado tu carrera, me sentí responsable. Como no quiso atender a argumentos morales, decidí jugar sucio. Es de eso de lo que se trata. Dejar las cosas claras. Poner las cosas en su sitio. Corregir lo que está mal. O cualquier tópico que se te ocurra.

– No puede pagarme, simplemente. También necesito alguna clase de rehabilitación profesional. Una declaración suya que me exonere de las calumnias. Y también…

– ¿Sí?

Se me había ocurrido una idea, una idea absurda y perversa, pero que valía la pena intentar, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía nada que perder.

– Quiero que insistas en una entrevista conjunta en televisión, a Philip y a mí. Algo de ámbito nacional. Seguro que los ayudantes de tu marido pueden organizado.

– ¿Y qué va a pasar durante la entrevista?

– Eso es asunto mío.

– Lo intentaré. Si es que puedo, claro.

– Has estado estupenda. Más que estupenda.

– David, para.

– Y cuando esto haya terminado, nosotros…

– ¿Nosotros? -preguntó ella.

Le cogí la mano otra vez.

– Sí. Nosotros. Tú y yo. Nosotros.

Ella apartó su mano de la mía, con suavidad.

– Ya veremos qué pasa los próximos seis días, ¿eh?

Se levantó.

– Tengo que irme.

Yo también me levanté y le di un beso. Esa vez me permitió que se lo diera en los labios. Habría querido dar rienda suelta a un torrente de idioteces románticas, pero me controlé.

– Te llamaré en cuanto sepa algo -dijo.

Se volvió y fue hacia el coche.

Al volver a Meredith, no paré de repasar la conversación mentalmente, concentrándome (como todos los imbéciles enamorados) en las pocas señales positivas que Martha me había mandado. Iba a dejar a Fleck. Aunque no había admitido que me quisiera, tampoco lo había negado. Y había confesado que se había enamorado un poco de mí. Y mantenía las opciones abiertas («Ya veremos qué pasa en los próximos seis días, ¿eh?»). En otras palabras, la puerta no estaba cerrada. Y ella también sabía lo que yo sentía antes de saber el dinero que cobraría en caso de divorcio. Sin duda, aquello tenía que contar para algo, ¿no?

«Oh, ya está bien, Armitage: pareces un chico de trece años.» Es inevitable: el amor hace salir al memo adolescente que llevamos dentro.

Como soy un fatalista, también me imaginé el peor de los escenarios: Fleck decidía arriesgarse. Se publicaban las cintas y a mí volvían a vilipendiarme públicamente, no solo por ser un plagiario psicótico, sino también por romper un matrimonio y acostarme con una mujer que ya estaba embarazada de tres meses. Martha dejaría a Fleck, pero decidiría seguir adelante sin mí. Y yo estaría más hundido en tierra de nadie que nunca.

Sin embargo, cuando llegué a Meredith, había dos mensajes urgentes para mí en el contestador. El primero era de mi jefe, preguntándome por qué no había abierto la librería aquella mañana, y diciendo que esperaba que el inconveniente no se repitiera. La segunda era de Alison, pidiéndome que la llamara en seguida. Así lo hice.

– En fin -dijo al contestar-, los caminos del Señor son inescrutables.

– ¿Lo que significa?

– Escucha esto: acabo de recibir una llamada de un tal Mitchell van Parks, de ese gran bufete de abogados que te jodan de Nueva York. Me ha explicado que hablaba en nombre de Fleck Films, y de entrada deseaba disculparse por la pequeña confusión que se había producido con el registro de tu…, sí, ha utilizado este pronombre, tu guión, Nosotros, los veteranos. «Una terrible confusión en la Asociación de Autores», ha dicho, «que, naturalmente, Fleck Films tiene intención de rectificar». Yo le he contestado: «¿De qué cifra estamos hablando?». Y él ha dicho: «Un millón de dólares… y compartir los títulos de crédito». Y yo he dicho: «Hace siete meses, su cliente, el señor Fleck, ofreció al mío, el señor Armitage, una tarifa de un millón cuatrocientos mil dólares. Sin duda, teniendo en cuenta que podrían plantearse ciertos interrogantes sobre el modo en que ha aparecido el nombre del señor Fleck como autor…». En este punto, él me ha interrumpido: «De acuerdo, un millón cuatrocientos mil», pero yo he contestado: «Ni hablar».

– No me digas que…

– Por supuesto que sí. He seguido diciendo que, dadas las «intrigantes» circunstancias que rodean la autoría del guión, estaba segura de que Fleck Films querría hacer un gesto para arreglar el asunto de una vez por todas… y para garantizar que ese desgraciado equívoco siguiera siendo un asunto privado entre mi cliente y el señor Fleck.

– ¿Y él qué ha contestado?

– Un millón y medio.

– ¿Y tú qué has dicho?

– Hecho.

Dejé el teléfono un momento y escondí la cara entre las manos. No me sentía triunfante. Ni vengado, ni exonerado. No sabía qué sentir… excepto una aguda y rara sensación de pérdida. Y un deseo abrumador de abrazar a Martha. Su extraño truco había resultado. Y ahora, si ella estaba dispuesta a tentar nuevamente la suerte conmigo, nuestra vida juntos podría…