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– Bien, Martin -dijo Martha-. Ésta es la víctima. -Buscó en su bolso y sacó la fotografía en la que aparecía con Caitlin y se la pasó a Martin-. Así es como era antes de trasladarse a una cueva. ¿Cree que podría devolverlo a su estado preneandertal?

Martin sonrió ligeramente.

– Por supuesto -dijo, devolviéndole la foto a Martha.

– Adelante, guapo -me dijo ella-. Te esperan cuatro horas de diversión. Quedamos en la terraza a las siete para tomar algo.

– ¿Qué vas a hacer tú?

Otro beso en los labios.

– Nada de preguntas -dijo.

Se volvió y fue hacia la puerta. Martin me tocó en el hombro y me indicó que le siguiera a su santuario.

Primero me hicieron desnudar. Luego dos mujeres me acompañaron a una gran ducha de mármol donde me regaron con chorros a presión de agua muy caliente, me frotaron con jabón a las algas marinas y un cepillo de cerdas duras. Después me secaron, me dieron un albornoz y me mandaron a la silla de Martin. Con unas tijeras me liberó de la mayor parte de mi barba. Siguieron toallas calientes, espuma para la barba, y de un esterilizador quirúrgico salió una maquinilla de hoja recta. Mi peluquero me rasuró la cara, me la envolvió con una toalla caliente, la quitó, hizo girar mi silla, y me echó la cabeza hacia atrás, sobre una pila, donde me lavó el pelo largo y enredado. Después me lo cortó, devolviéndome el estilo de antes de que empezara a salirme todo mal.

Cuando terminó, me dio otra palmadita en el hombro y me indicó otra puerta, diciendo:

– Nos veremos al final.

Durante las siguientes tres horas me atormentaron, me embadurnaron, me momificaron, me cubrieron de arcilla, y me masajearon con aceite hasta que por fin me devolvieron a la silla de Martin, donde él me trabajó el pelo con el secador. Después me señaló el espejo y dijo:

– Ya vuelve a ser el de antes.

Me miré al espejo, y me costó un poco acostumbrarme a mi nueva vieja imagen. Tenía la cara más delgada, los ojos más hundidos, y un aire general de cansancio. Aunque pareciera adecuadamente terso y brillante tras cuatro horas intensas de un «bienestar» casi demasiado enérgico, una parte significativa de mí no se creía aquel acto de magia cosmética y barberil. No quería ver aquella cara porque ya no confiaba en ella. Decidí volver a dejarme la barba al día siguiente.

Cuando salí a la terraza, encontré a Martha sentada a una mesa, con una vista preciosa del Pacífico. Se había puesto un vestido negro corto y llevaba el pelo suelto. Me miró, pero esa vez no se sobresaltó por mi aspecto. Sólo sonrió y dijo:

– Eso está mejor.

Me senté a su lado.

– Ven aquí, por favor -dijo.

Me incliné y ella me cogió la cara con las manos. Acercó su cabeza a la mía y me besó.

– De hecho, eso está mucho mejor -dijo.

– Me alegro de que te guste -dije, mareado por el beso.

– La verdad, señor Armitage, es que en el mundo escasean los hombres atractivos e inteligentes. Se pueden encontrar muchos hombres atractivos y estúpidos, y muchos inteligentes y feos, pero la belleza y la inteligencia juntas es tan raro como ver al cometa Hale. Por eso cuando un tipo atractivo e inteligente decide transformarse en una especie de Tab Hunter en Rey de reyes…, hay que tomar la iniciativa para hacerle entrar en razón. Sobre todo porque no me acostaría nunca con alguien que parece salido de una pintura de Woolworth del Sermón de la montaña.

Una pausa larga, muy larga. Martha me cogió la mano y preguntó:

– ¿Has oído lo que he dicho?

– Oh, sí.

– ¿Y?

Fue mi turno de inclinarme y besarla.

– Era la respuesta que esperaba -dijo.

– ¿Sabes por qué me enamoré de ti aquella primera noche? -dije de repente.

– Ya vuelves a hacer preguntas.

– ¿Y qué? Quiero que lo sepas.

Ella me cogió la chaqueta y tiró de mí hasta que estuvimos cabeza contra cabeza.

– Lo sé -susurró-. Porque yo también me enamoré. Pero ahora no digas nada más.

Me dio otro beso y dijo:

– ¿Quieres probar algo completamente diferente?

– Por supuesto.

– Tomemos sólo una copa de vino cada uno. Dos como mucho. Algo me dice que estaría bien estar relativamente sobrios más tarde.

Nos limitamos a una copa de Chablis por cabeza. Después fuimos al restaurante. Comimos ostras y cangrejos tiernos, y yo bebí otra copa de vino, y nos pasamos una hora hablando de tonterías que nos hacían reír como tontos. Y después, cuando retiraron los platos y rechazamos el café, me cogió de la mano y me llevó al edificio principal del hotel, luego al ascensor y de allí a una suite lujosa. Cuando cerramos la puerta, me abrazó y dijo:

– ¿Conoces aquella escena famosa de todas las películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, en la que él le quita las gafas y la besa con pasión? Quiero que interpretemos esa escena ahora mismo.

Lo hicimos. Aunque la escena fue más allá, mientras nos dejábamos caer sobre la cama. Y después…

Después era de día. Y, ¡sorpresa sorpresa!, me desperté pensando que me sentía estupendamente bien. Tan estupendamente bien que, en los primeros minutos de atontamiento, me quedé sencillamente recordando la extraordinaria noche una y otra vez. Pero, cuando busqué a Martha con la mano, sólo toqué un objeto de madera: la foto enmarcada de Caitlin y mía, colocada sobre la almohada. Me senté y me di cuenta de que estaba solo en la habitación. Miré mi reloj: las diez y doce. Entonces vi una caja negra sobre la mesa, con un sobre encima. Me levanté. En el sobre ponía «David» y dentro había una nota:

Querido David:

Tengo que irme. Me pondré en contacto contigo muy pronto, pero por favor, deja que sea yo la que llame.

El objeto de la caja es un pequeño regalo para ti. Si no lo aceptas, no volveré a hablarte nunca más, no porque hayas rechazado mi regalo, sino por el rechazo de lo que representa el regalo. Teniendo en cuenta que deseo volver a hablar contigo… creo que ya me entiendes.

Con cariño.

Martha

Abrí la caja, levanté la tapa y vi un ordenador portátil Toshiba nuevo.

Unos minutos después, me planté frente al espejo del baño, frotándome la cara que empezaba a escocerme. Había un teléfono junto al lavabo. Lo cogí y llamé a recepción. Cuando me respondieron, dije:

– Buenos días. ¿Podrían mandarme artículos para afeitarse a la habitación?

– Por supuesto, señor Armitage. ¿Desea que le traigan el desayuno?

– Sólo zumo de naranja y café, por favor.

– En seguida se lo llevan, señor. Por cierto, su amiga ha dispuesto que uno de nuestros chóferes le acompañe a casa.

– ¿En serio?

– Sí, está todo arreglado. Pero no tiene que dejar la habitación hasta la una…

A la una y cinco estaba en el asiento de atrás de un Mercedes con chófer, en dirección a Meredith, con la caja del ordenador en el asiento, a mi lado.

Me presenté a trabajar en Books & Company al día siguiente. Les pasó por la tienda a media tarde y se quedó un momento asombrado, intentando identificarme. Después me miró con solemnidad burlona y dijo:

– Según mi experiencia, debes de estar muy enamorado para haberte cortado tanto pelo.

Tenía razón: estaba muy apasionadamente enamorado. Martha ocupaba mis pensamientos constantemente. No paraba de repasar la cinta de aquella noche en mi cabeza. No dejaba de oír su voz, su risa, sus manifestaciones susurradas de afecto mientras hacíamos el amor. Estaba loco por hablar con ella. Loco por tocarla. Loco por estar con ella. Y loco porque todavía no me había llamado.

El cuarto día ya no podía más. Decidí que, si no me había llamado al mediodía del día siguiente, desobedecería sus órdenes y la llamaría al móvil y le diría que debíamos fugarnos juntos inmediatamente. Porque aquello no era un coup de foudre cualquiera. No, aquello era la expresión de todo lo que había sentido (pero había evitado expresar) todos aquellos meses. La convicción…, no, la absoluta certeza de que era eso.