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– No. Era escritor.

– No te refieras a tu carrera en tiempo pasado.

– ¿Por qué no? Estoy completamente pasado.

– Mira, no puedo ni imaginarme lo que ha sido estar sometido a todas esas calumnias, como estoy segura de que estar alejado de tu programa ha debido de ser horrible. Pero la cuestión es que Philip va a rodar tu película, con un reparto alucinante y una distribución mundial garantizada por la Columbia Tri-Star. Como te dije ayer por teléfono, en cuanto corra la voz de que eres el guionista, te lloverán las ofertas. No hay nada que le guste tanto a Hollywood como un gran regreso. Antes de que puedas decir «siete ceros» estarás encadenado a tu portátil…

– No, no lo estaré.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque lo he vendido.

– ¿Qué?

– He vendido el ordenador. De hecho lo he empeñado, en una casa de empeños de Santa Bárbara.

– David, ¿es una broma, no?

– No, es la verdad. Sabía que nunca volvería a escribir para ganarme la vida. Y necesitaba el dinero…

– De acuerdo, de acuerdo… -dijo, con una voz repentinamente agitada-. ¿A qué estás jugando, David?

– No estoy jugando a nada.

– ¿Entonces a qué viene eso de trabajar en una librería?

– Porque trabajo en una librería, por doscientos ochenta dólares a la semana, que no está mal, teniendo en cuenta que una gran cadena como Borders paga sólo siete dólares a la hora.

– Ya estás otra vez diciendo tonterías. ¿Doscientos ochenta dólares a la semana? David, Philip te pagó un millón cuatrocientos por tu guión.

– No, no me lo pagó.

– Él me dijo…

– Te mintió.

– No te creo.

Fui a la mesa y cogí la carpeta que contenía todos los documentos fotocopiados que el detective de Alison había desenterrado, además del original de 1995 del borrador de Nosotros, los veteranos. Se lo di todo.

– ¿Quieres pruebas? Aquí están todas las pruebas que necesitas.

Entonces le expliqué la historia desde el principio. Punto por punto. Mientras yo hablaba ella abría mucho los ojos. Le enseñé toda la documentación de la Asociación de Autores, y le expliqué cómo habían desaparecido los comprobantes de los registros de mis obras sin producir, que después habían aparecido repentinamente registradas a nombre de Philip Fleck. Le mostré los estados de cuentas de MacAnna y le señalé sus grandes ingresos mensuales procedentes de Lubitsch Holdings.

– ¿A tu marido le gustan las películas de Ernst Lubitsch?

– Tiene una copia de todas sus películas.

– Bingo.

También le expliqué cómo había perdido todas mis inversiones, gracias a Bobby Barra, y que tenía razones de peso para creer que mi agente de bolsa actuaba siguiendo instrucciones de Fleck de arruinarme económicamente.

– Lo que no logro comprender es esto: si decidió arruinarme porque descubrió lo nuestro.

– ¿Pero qué había que descubrir? -preguntó ella-. Lo que hicimos era casi de instituto. Además, en aquella época, Philip hacía meses que no me tocaba.

– Pues, si no fue por eso, quizá…, no lo sé, quizá sentía envidia de mi éxito.

– Philip envidia a cualquiera que tenga inteligencia creativa. Porque él no tiene ninguna. Pero yo, que lo conozco bien, creo que podría haber decidido hacer eso por un montón de razones diferentes, todas ellas crípticas y difíciles de comprender para alguien que no sea él. Pero también puede ser que lo haya hecho por el gusto de hacerlo. Porque puede.

Se levantó y se puso a caminar por la casa, meneando la cabeza. Parecía que fuera a darle una patada a la puerta o un puñetazo al cristal de la ventana. Tenía dificultades para pronunciar una frase con sentido.

– Estoy tan… No puedo imaginar cómo… Siempre está jugando a esos condenados… Todo el asunto… es tan jodido, tan increíblemente digno de Philip.

– Bueno, tú lo conoces mejor que yo.

– No sabes cuánto lo siento.

– Yo también. Por eso necesito que me ayudes.

– Cuenta con eso.

– Pero lo que voy a proponerte podría ser…, en fin…, un poco arriesgado.

– Deja que me preocupe yo de eso. Adelante, ¿qué quieres que haga?

– Que le eches en cara a tu marido que me ha robado los guiones, con pruebas en la mano, y también que ha pagado a MacAnna para que arruinara mi carrera.

– Y supongo que querrás que lleve un micrófono mientras interpreto esa escena de J'accuse -comentó.

– Con una de esas pequeñas grabadoras bastará. Sólo necesito que reconozca que está detrás de todo esto. Una vez grabado, mi agente y sus abogados tendrán lo necesario para negociar. Cuando él se dé cuenta de que tenemos su confesión de que me ha robado el guión y ha montado la trampa con MacAnna, estoy seguro de que querrá negociar con nosotros, sobre todo porque se dará cuenta de las consecuencias que comportaría la mala publicidad. ¿No tiene una especie de fobia a la publicidad negativa?

– Oh, sí.

– Sólo quiero recuperar mi reputación. El dinero no me importa…

– Debería importarte, porque el dinero es el único lenguaje que Philip entiende. De todos modos hay un problema.

– ¿Lo negará todo?

– Sí. Pero…

– ¿Qué?

– Si le provoco lo suficiente, podría acabar soltando la confesión que necesitas.

– No pareces muy segura.

– Lo conozco demasiado bien, y sé que estos días está especialmente taciturno. De todos modos, puedo intentarlo.

– Gracias.

Recogió todos los documentos.

– Necesitaré llevarme las pruebas -dijo.

– Todo tuyo.

– ¿Me acompañas al coche, por favor?

No dijo nada durante los minutos que tardamos en volver a la librería. La miré una sola vez. Apretaba con fuerza la carpeta contra el pecho, y parecía muy preocupada y silenciosamente furiosa. Cuando paramos delante de la tienda, se inclinó y me dio un beso en la mejilla.

– Tendrás noticias mías -dijo.

Bajó del coche, subió al suyo y se marchó. Mientras volvía a la casa, pensé: «Ésta es precisamente la reacción que esperaba».

Pero pasaron los días sin que tuviera noticias de ella. Alison, por supuesto, me llamaba de vez en cuando, curiosa por saber cómo había utilizado el fajo de fotocopias de las pruebas. Le mentí y le dije que todavía lo estaba estudiando, y que no había decidido de qué modo utilizarlo contra Fleck.

– Eres un pésimo mentiroso -dijo.

– Piensa lo que quieras, Alison.

– Sólo espero que te comportes con inteligencia por una vez.

– Es lo que intento. Mientras tanto, ¿tú y tu águila legal habéis tenido alguna otra idea para incriminar a ese pedazo de mierda por hurto literario en primer grado?

– Hemos examinado todos los aspectos de la cuestión y… no, nada. El abogado lo ha estudiado desde todos los ángulos.

– Ya lo veremos.

Cuando había transcurrido una semana entera sin que Martha diera señales de vida, yo también empecé a preguntarme si él lo había estudiado desde todos los ángulos… hasta el punto de que Martha no había logrado sacarle una sola palabra de confesión. Y me encontré luchando contra una ola de desaliento. En tres semanas, debía pagar un plazo de la pensión, y no había manera de que pudiera pagar ni la mitad. Lo que significaba que Lucy probablemente se vengaría intentando poner fin a mis llamadas telefónicas a Caitlin. Y como tampoco estaría en condiciones de pagar los servicios de Walter Dickerson en el juzgado (ni en ninguna otra parte), ella acabaría conmigo en una fracción de segundo. Además estaba el asunto de Willard Stevens. Hacía unos días que me había llamado personalmente desde Londres para saludarme, para preguntarme si todo iba bien en la casa, y para informarme de que volvía a Estados Unidos en un par de meses, de modo que…

¿Cómo iba a encontrar otra casa de alquiler en Meredith con doscientos ochenta dólares a la semana? Lo más barato que se alquilaba en la zona estaba sobre los ochocientos dólares al mes, de modo que una vez pagado el techo para refugiarme, me quedarían ochenta dólares a la semana para pagarlo todo, desde el gas a la electricidad hasta asuntos menores como la comida. En resumidas cuentas, misión imposible. Lo que a su vez significaba…