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Era una sensación extraña, haberlo reducido todo a aquel nivel. No exactamente liberador en un sentido de chorradas zen, sino algo mucho más complejo. Al haberme desprendido de todo, no me consideraba de repente espiritualmente gratificado o afortunado. A decir verdad, seguía afectándome el atontamiento que se había apoderado de mí la noche en que Alison me había dicho lo de la última columna de MacAnna. Me sentía como cuando has estado en uno de esos terribles accidentes en los que el impacto sigue siendo sísmico y omnipresente. Pero no era del todo consciente de eso. Más bien me sentía como si hiciera todo aquello y tomara todas esas decisiones con el piloto automático. Como al cortar las tarjetas de crédito. O al vender el ordenador. O al entrar en Books and Company, en la calle principal de Meredith, para solicitar un empleo.

Books and Company era una rareza: una librería pequeña e independiente, que seguía funcionando en un mundo de grandes cadenas de tiendas monoculturales. Era la clase de tienda que olía a madera pulida y vigas de madera a la vista y suelo de parqué, y que contenía la clásica mezcla de literatura de ficción de calidad, novelas populares, libros de cocina y una sección infantil apreciable. Había habido un letrero en el escaparate en las últimas semanas, informando a los buenos ciudadanos de Meredith de que la librería necesitaba un dependiente a jornada completa, y que los interesados podían hablar con el dueño, Les Pearson.

Les rondaba los sesenta: llevaba barba, gafas, una camisa vaquera azul y Levis azules. Me lo podía imaginar fácilmente husmeando en la librería City Lights de San Francisco durante el verano del amor, o siendo el orgulloso propietario de unos bongos. Entonces, en cambio, exudaba la paz de la madurez, como correspondía al dueño de una pequeña librería en una pequeña ciudad costera exclusiva.

Estaba de pie detrás del mostrador cuando yo entré en la tienda. Ya me había visto antes, porque yo había entrado de vez en cuando a curiosear. Por lo tanto su primera pregunta fue:

– ¿Necesita ayuda?

– De hecho, he venido a solicitar el empleo.

– ¿En serio? -dijo, mirándome con más atención-. ¿Ha trabajado antes en una librería?

– ¿Conoce la Book Soup de Los Ángeles?

– Cómo no.

– Trabajé allí trece años.

– Pero ahora vive aquí, porque le he visto otras veces en la librería.

– Sí, vivo en casa de Willard Stevens.

– Ah, claro, me dijeron que alguien estaba viviendo en la casa. ¿De qué conoce a Willard?

– Teníamos la misma agente.

– ¿Es usted escritor?

– Lo era.

– Bueno, soy Les.

– Y yo soy David Armitage.

– ¿De qué me suena su nombre?

Me encogí de hombros.

– ¿De verdad le interesa este empleo?

– Me gustan las librerías y conozco el oficio.

– Son cuarenta horas a la semana, de miércoles a domingo, de once a siete, con una hora para almorzar. Como es una librería pequeña e independiente, no puedo pagarle más de siete dólares a la hora, unos doscientos ochenta a la semana. No hay seguro médico, lo siento, ni beneficios… excepto café gratis y el cincuenta por ciento de descuento en sus compras. ¿Le parecen bien doscientos ochenta a la semana?

– Sí. Está bien.

– ¿Y si quiero pedir referencias?

Cogí un cuaderno y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y apunté el nombre de Andy Barron, el director de Book Soup (quien sabía que sería lo bastante discreto para no ir contando por el mundo que había solicitado un empleo en una librería). También le di el teléfono de Alison.

– Trabajé para Andy y Alison era mi representante -dije-. Y si quiere ponerse en contacto conmigo…

– Tengo el número de Willard en la agenda. -Me tendió la mano-. Le llamaré.

El teléfono de la casa sonó aquella tarde.

– ¿Se puede saber qué haces solicitando empleo en una jodida librería? -preguntó Alison.

– Hola, Alison -dije tranquilamente-. ¿Cómo va por Los Ángeles?

– Contaminado. Por favor, contesta a mi pregunta. Porque me he quedado perpleja cuando me ha llamado un tal Les Pearson diciendo que estaba pensando en darte trabajo en su librería.

– ¿Le has dado buenas referencias de mí?

– ¿Tú qué crees? Pero ¿por qué lo haces?

– Necesito trabajar, Alison.

– ¿Y por qué coño no has respondido a ninguno de mis correos de los últimos dos días?

– Porque me he deshecho del ordenador.

– Por el amor de Dios, David. ¿Por qué?

– Porque ya no estoy en el mercado de escritores, por eso.

– No digas eso.

– Lo digo porque es verdad.

– Estoy segura de que si busco bien puedo encontrarte algo.

– ¿Qué? ¿Una adaptación de una telenovela serbia? ¿Una corrección rápida de una película de vampiros mexicana? Las cosas claras, si no puedo ni mantener un trabajo de novelización porque el editor se avergüenza de que le asocien conmigo, incluso trabajando con seudónimo, ¿quién va a contratarme? La respuesta es nadie.

– Tal vez inmediatamente no. Pero…

– ¿Cuándo? La respuesta es nunca. ¿Recuerdas a la periodista del Washington Post a la que le quitaron el Pulitzer porque resultó que se lo había inventado todo? ¿Sabes lo que está haciendo diez años después de su pequeña trasgresión? Vender cosméticos en unos grandes almacenes. Eso es lo que pasa cuando te hacen quedar como un tramposo literario: acabas de dependiente.

– Pero tú sabes que, en comparación con aquella periodista, no hiciste nada tan grave.

– Theo MacAnna ha logrado convencer al mundo de lo contrario… y ahora mi carrera ha terminado.

– David, no me gusta que hables con tanta calma.

– Pero es que estoy calmado y muy satisfecho.

– No estás tomando Prozac, ¿verdad?

– Ni siquiera valeriana.

– ¿Por qué no me dejas ir a visitarte?

– Dentro de unas semanas, por favor. Como decía Greta Garbo: ahora quiero estar solo.

– ¿Seguro que estás bien?

– Nunca he estado mejor.

– No me gusta cómo suena eso -dijo ella.

Una hora después, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Les Pearson.

– Bueno, tanto Andy Barron como su agente le han puesto por las nubes. Y como vive aquí mismo…, qué puedo decir: ¿cuándo puede empezar?

– Mañana, si quiere.

– Quedamos a las diez. Ah…, otra cosa: he sentido mucho enterarme de todo lo que le había sucedido.

– Todo eso ya es agua pasada. Pero gracias.

Tal como habíamos quedado, empecé a trabajar al día siguiente. Era un trabajo fácil: entre miércoles y domingo, yo solo llevaba toda la librería. Estaba en la caja, atendía a los clientes, estaba en la oficina, para comprobar pedidos y hacer inventario, barría la tienda y pasaba un trapo para quitar el polvo de los estantes, limpiaba el baño, hacía la caja e ingresaba el dinero cada noche en el banco del pueblo, y hasta tenía un par de horas cada día para leer detrás del mostrador.

Era muy fácil, sobre todo durante la semana, cuando sólo entraba algún habitante del pueblo de vez en cuando. Los fines de semana había un poco más de movimiento, especialmente cuando los angelinos acudían en masa al pueblo. Pero el trabajo no era precisamente agobiante. Nunca supe si alguno de los clientes de Meredith había descubierto quién era yo. Nunca lo pregunté. En su favor hay que decir que nadie me hizo ningún comentario ni me miró de soslayo. En Meredith había una norma no escrita que exigía mantener una distancia cortés con los demás, y a mí me iba bien. Y cuando los de Los Ángeles venían al pueblo el viernes por la noche, nunca veía a nadie del «sector», sobre todo porque, a excepción del ausente Willard Stevens, Meredith era un pueblo que atraía a una población de fin de semana de abogados, médicos y dentistas. Para ellos, yo sólo era el dependiente de la librería, si bien un dependiente que, en unas pocas semanas, empezó a cambiar de aspecto.

Para empezar, adelgacé unos siete kilos, y me quedé en una talla extradelgada de setenta y tres kilos. Al principio se debió al estrés, pero también contribuyó la reducción de la ingesta de alcohol a una cerveza o una copa de vino al día. Y mi dieta era sencilla y baja en grasas. También empecé a correr por la playa todos los días, y llegué a más de seis kilómetros en pocas semanas. Al mismo tiempo, decidí ahorrarme el afeitado matinal. El pelo también me creció. Al final del segundo mes en la librería, empezaba a parecer un superviviente demacrado de los sesenta, sobre todo porque mi barba empezaba a ser realmente larga y el pelo me tapaba las orejas, y estaba a punto de llegarme a los hombros. Pero ni Les ni nadie de Meredith me dijo nada sobre mi nuevo aspecto hippy. Hacía mi trabajo y lo hacía bien. Era laborioso, directo y siempre educado. La vida transcurría tranquilamente.