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– Nuestro viejo amigo, Theo MacAnna…

– Oh no…

– Te leeré el artículo. Son sólo unas líneas: «Oh, cuan bajo han caído los poderosos. El creador de Te vendo, David Armitage, despedido por la FRT por plagiar la obra de otros (denunciado primero por esta columna), y después avergonzado públicamente por haber agredido a un periodista (es decir, a mí) en el aparcamiento de la NBC, se ha visto reducido al nivel más bajo de la denominada “escritura creativa”, más conocida como novelización. Según un topo en la Zenith Publishing de Nueva York, el ex ganador de un Emmy (recientemente despojado de su premio por la American Academy of Television Arts and Sciences) se ha visto obligado a redactar adaptaciones baratas en libro para películas de próximo estreno. Adivinen qué película acaba de novelar el ex chico de oro de la televisión: una tonta película para adolescentes de New Line, Perderlo todo…, que, por lo que se rumorea, hace que American Pie parezca un Bergman del último período. Mejor aún es el seudónimo que ha elegido Armitage para ocultarse: John Ford. No sabemos si se refiere al gran director de westerns o al dramaturgo que escribió Lástima que sea una zorra…, aunque en el caso de Armitage, el título podría ser: Lástima que sea un plagiario».

Un largo silencio. No me sentí ni mareado, ni traumatizado por los horrores de la guerra, ni hundido, porque ya había pasado por aquellas fases. Sólo me sentí atontado, como un boxeador que hubiera recibido un golpe de más en la cabeza y ya no pudiera sentir nada más que una catatonia paralizante.

Por fin habló Alison:

– David, no sé cómo decirte…

– ¿Max Michaels ha leído eso y ha anulado el contrato? -pregunté con una voz extrañamente calma.

– Sí. Y muy a su pesar. Porque le gustaba mucho tu trabajo. Pero su junta se le ha puesto en contra…

– ¿Por dar trabajo a un reconocido plagiario?

– Algo así.

– De acuerdo -dije inexpresivamente.

– Mira, estoy hablando con un abogado muy importante que conozco sobre una posible demanda por difamación contra Mac Anna.

– No te molestes.

– No digas eso, por favor, David.

– Oye, ahora sé que estoy derrotado. Definitivamente derrotado.

– Podemos demandarle.

– No es necesario. Pero escucha, antes de colgar sólo quiero decirte esto: no sólo has sido una agente extraordinaria, también has sido la mejor amiga que pueda imaginarse.

– David, ¿qué quieres decir con eso?

– Nada excepto que…

– No vas a hacer una estupidez, ¿verdad?

– ¿Como chocar con el Porsche contra un árbol? No, no le daré esa satisfacción a MacAnna. Pero me rindo.

– No digas eso.

– Lo digo.

– Te llamaré mañana.

– Cuando quieras.

Colgué. Y con toda tranquilidad, racionalmente, cogí mi ordenador portátil y todos los papeles de propiedad del coche. Después telefoneé a un concesionario de Porsche de Santa Bárbara con el que había hablado hacía una semana. Me dijeron que su mecánico estaría aquella mañana y que podía pasar al cabo de una hora.

Cogí el coche y me dirigí al norte. Llegué al local del concesionario y el vendedor salió a recibirme. Me ofreció un café, que rechacé. Me dijo que tendría la tasación del coche y el precio de compra listos en un par de horas. Le pedí que me pidiera un taxi. Cuando llegó, le dije al taxista que me llevara a la casa de empeños más cercana. Me miró con desconfianza por el retrovisor, pero hizo lo que le pedí. Cuando llegamos a la tienda, le dije que esperara. La ventana estaba protegida con rejas y había una cámara de seguridad en la puerta blindada de acero. Me abrieron y entré a un diminuto vestíbulo con el linóleo despegado, luces fluorescentes y una ventana con cristal a prueba de balas. Aquél era un prestamista muy nervioso. Un tipo muy gordo de unos cuarenta años apareció en la ventana, y me habló mientras devoraba un bocadillo.

– ¿Qué me trae? -preguntó.

– Un Toshiba Tecra portátil de última generación. Pentium III, iz8 megabytes de RAM, DVD, pantalla grande, comprado nuevo por cinco mil quinientos dólares.

– Pásemelo -dijo, levantando una parte de la ventana.

Se lo pasé, lo examinó por encima, lo enchufó, lo encendió, y miró los programas instalados en el escritorio de Windows. Luego lo apagó, lo cerró y se encogió de hombros.

– El problema con estos chismes es que seis meses después de salir al mercado ya están pasados de moda. Y su valor de segunda mano no es mucho. Cuatrocientos dólares.

– Mil.

– Seiscientos.

– Hecho.

Cuando volví al concesionario de Porsche, el vendedor tenía a punto la tasación y la oferta de compra era de 39.280 dólares.

– Me esperaba cuarenta y dos o cuarenta y tres mil -comenté.

– Cuarenta es el máximo que le puedo dar.

– Hecho.

Le pedí un cheque de caja. Le pedí que me llamara otro taxi para que me llevara a la sucursal más próxima del Bank of America. Enseñé muchas identificaciones. Hubo que llamar a mi sucursal del Bank of America de West Hollywood. Tuve que firmar muchos formularios. Pero por fin aceptaron ingresar el cheque de cuarenta mil dólares y transferir la cantidad de treinta y tres mil a la cuenta de Lucy en Sausalito. Salí del banco con siete mil dólares en efectivo y cogí otro taxi que me llevó a una tienda de coches usados, no muy lejos del concesionario Porsche. La diferencia era que aquella tienda sólo tenía vehículos de la gama más baja. Por cinco mil dólares pude comprar un Volkswagen Golf azul marino de 1990 con «sólo 158.000 kilómetros» y seis meses de garantía. Utilicé el teléfono de la tienda para llamar a mi compañía de seguros. Se quedaron bastante asombrados cuando les dije que había cambiado el Porsche por un Golf de siete años, que valía cinco mil dólares.

– Todavía le quedan nueve meses de seguro del Porsche. Pero el del Golf vale una tercera parte, lo que significa que sobran unos quinientos dólares.

– Mándeme un cheque, por favor.

Y le di la dirección de Meredith.

Fui con mi viejo coche nuevo a un cybercafé, en un barrio elegante de Santa Bárbara. Me concedí un capuchino y después me conecté a la red. Mandé un mensaje a Lucy: «He ingresado tres meses más de pensión en tu cuenta. Eso quiere decir que te he pagado los próximos cinco meses. Todavía espero poder hablar contigo algún día. Mientras tanto, quiero que sepas esto: cometí un grave error haciendo lo que hice. Ahora me doy cuenta, y lo siento muchísimo».

Después de mandar el mensaje, utilicé el teléfono del café y llamé a American Express, Visa y MasterCard. Las tres empresas me confirmaron que no debía absolutamente nada (había seguido el consejo de Sandy hacía varias semanas y había utilizado el saldo de mi cuenta para liquidar esas deudas). Cada una de las tres empresas intentó convencerme de que no cerrara mi cuenta con ellos. («No hay ninguna necesidad, señor Armitage -me dijo la mujer de American Express-, no sabe cuánto sentiríamos perder a un cliente tan bueno como usted.») Pero no me dejé convencer: «Anulen todas las cuentas con efecto inmediato y mándenme los formularios que sea necesario firmar a mi nueva dirección en Meredith».

Antes de salir del café, me paré en el mostrador y pregunté si tenían unas tijeras. Me dejaron unas y con ellas corté mis tarjetas de crédito Oro en cuatro pedazos. El chico del mostrador me observó hacerlo:

– ¿Le han ascendido a Platino o qué? -preguntó.

Me reí y le dejé las tarjetas inutilizadas en la mano. Después me marché.

En el camino de vuelta a Meredith, hice algunos cálculos mentales. Tenía mil setecientos dólares en mi cuenta. Tres mil seiscientos en el bolsillo. Un cheque de quinientos dólares en camino de la compañía de seguros. Cinco meses de pensión pagados. Cinco meses más sin pagar alquiler en la casita de Willard, y con un poco de suerte, podía decidir alargar su estancia en Londres (aunque yo no planificaba a tan largo plazo). No tenía deudas. No tenía facturas importantes, sobre todo gracias a Alison (Dios la bendiga), que había insistido en pagar a Matthew Sims con su comisión de mi novelización (me dijo que había ganado tanto dinero conmigo durante mis dos años lucrativos que lo menos que podía hacer era pagar la factura de mi loquero). Mi seguro médico estaba pagado nueve meses más. Había decidido prescindir de los servicios de mi terapeuta. No necesitaba ropa, ni libros, ni plumas caras, ni cedes, ni vídeos, ni entrenadores personales, ni cortes de pelo de setenta y cinco dólares, ni sesiones de blanqueo de dientes en el dentista (coste: dos mil dólares al año), ni vacaciones de cuatro mil dólares en hotelitos encantadores en una playa de la Baja California…, en resumen, nada de la costosa parafernalia que había llenado mi vida. Poseía cinco mil ochocientos dólares. Las facturas de la casa no subían a más de treinta dólares a la semana, y apenas usaba el teléfono. Entre la comida, un par de botellas de vino modesto, algunas cervezas y una escapada de vez en cuando al multicine del pueblo, podía seguir manteniendo mi presupuesto de doscientos dólares a la semana. Y eso significaba que era autónomo durante las siguientes veintiséis semanas.