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– ¿Me tomas el pelo? No quiero que se asocie mi nombre a esta porquería.

– Pues piensa en un nombre ficticio.

– ¿Qué te parece John Ford?

– ¿Por qué no? David, una última cosa: aunque tú sabes que es un asco, yo lo sé y el editor lo sabe…

– Lo sé, seré un profesional.

– Buen chico.

Si empezaba al día siguiente, tendría exactamente trece días para hacer el trabajo. Así que antes de empezar a planificar el libro capítulo por capítulo (el trabajo que me tocaba aquel día), hice algunos cálculos sencillos, dividiendo 75.000 palabras por trece. Eso daba un total de 4.230 palabras, que eran la cuota diana que tendría que escribir para cumplir con la fecha de entrega. Teniendo en cuenta que hay unas 250 palabras en una página a doble espacio, significaba que tenía que redactar unas diecisiete páginas al día. Una cantidad absurda de páginas, si no fuera porque el material con el que trabajaba merecía una producción rápida y no merecía una reflexión demasiado profunda.

Sin embargo, un trabajo es un trabajo, sobre todo cuando todas las demás posibilidades de trabajar en tu campo se te han cerrado. De modo que me tomé en serio el encargo, decidido a hacerlo lo mejor posible con aquel material de baja categoría; dar a la novelización el brillo profesional conveniente y cumplir religiosamente con la fecha de entrega.

Planifiqué un horario rígido y me ceñí a él. Me levantaba cada mañana a las siete. Después de desayunar, daba un corto paseo por la playa y me sentaba a trabajar a las ocho y media. Intentaba tener mil quinientas palabras terminadas a la hora del almuerzo. Después de una hora de descanso, redactaba mil quinientas palabras más. Hacía una cena ligera a las seis y me obligaba a escribir las mil doscientas palabras restantes más o menos antes de las nueve… y entonces tomaba un baño caliente y veía una película, antes de meterme en la cama a medianoche. Las dos únicas interrupciones que me permitía eran mis tres llamadas a la semana a Caitlin y mi sesión diaria con Matthew Sims.

– Parece más animado -me dijo Sims cuando iba por la mitad de la novela.

– Es el trabajo. El trabajo me da cordura. Aunque en este caso sea un porquería.

– De todos modos lo está haciendo con diligencia y eso es admirable.

– Necesito el dinero, y también necesito llenar el tiempo de forma constructiva.

– En otras palabras, se comporta de forma responsable, y también se está demostrando a sí mismo que puede volver a encontrar trabajo.

– Ésta no es precisamente la clase de trabajo que me gustaría hacer.

– Pero es un comienzo. Y no está mal pagado, ¿verdad? ¿Por qué no alegrarse de que esto puede considerarse un nuevo comienzo positivo?

– Porque escribir una novelización nunca es una experiencia positiva.

De todos modos perseveré. Cumplí mi cuota diaria de palabras. Me ceñí a mi horario. Y no rebajé mi estatus profesional por trabajar con un material malísimo. Hice un buen trabajo. Y lo terminé en la fecha acordada. Incluso lo entregué en la agencia de Fedex más cercana una hora antes de la última recogida del día.

Hice tres copias del texto, mandé una al editor de Nueva York, una a Alison, y me quedé otra. Después fui a un restaurante italiano de Santa Bárbara (a unos cuarenta minutos en coche) y me regalé mi primera comida de restaurante desde que me había instalado allí. Me costó sesenta dólares, una pequeña fortuna para mí, teniendo en cuenta que vivía con menos de los doscientos dólares asignados a la semana. Pero sentía que me merecía un pequeño lujo después de aquel mal trago. Me sentí estupendamente comiendo fuera, algo que los dos últimos años había considerado lo más normal del mundo (cuando comía en restaurantes cinco noches a la semana, y gastaba más de veinte mil dólares al año en eso), pero que ahora me parecía un placer extraordinario. Después, di un largo paseo por la playa a la luz de la luna, disfrutando del simple hecho de haber terminado el trabajo a tiempo y haberlo hecho razonablemente bien.

En realidad, más que razonablemente bien, porque Alison me llamó tres días después para decirme que el editor de Nueva York estaba entusiasmado con el resultado.

– Oye lo que me ha dicho Max Michaels: «David ha cogido una mierda de tres al cuarto y la ha convertido en mierda de calidad». Estaba muy impresionado, no sólo con la elegancia de la redacción, sino también porque has cumplido escrupulosamente la fecha de entrega. Por lo visto eso te convierte en un bicho raro entre los escritores del planeta. Pero la buena noticia…, porque realmente es una buena noticia, es la siguiente: Max publica una de esas novelizaciones al mes. Hasta ahora las encargaba a distintos escritores, pero no era una solución especialmente satisfactoria, si quería mantener un cierto nivel de calidad y además cumplir el programa de edición. Por eso quiere ofrecerte un contrato para seis novelizaciones. La misma tarifa: veinticinco mil por novela. El mismo calendario: un libro al mes.

– ¿Y puedo seguir utilizando el seudónimo?

– Sí, John Ford, no hay ningún problema con el nombre. Lo importante es que con este contrato podrías liquidar una de las deudas de la FRT o la Warner.

– Te olvidas de la pensión.

– Sí, Sandy ya me ha hablado de eso. Tienes que hablar con Walter Dickerson para que efectúe los pasos legales necesarios para reducir esa carga mensual. Es una exageración. Y Lucy puede permitirse…

– No quiero hablar de eso, por favor.

– Como quieras, David.

– Pero ésta es una buena noticia, Alison. Muy buena, la verdad. Nunca creí que diría esto de una novelización, pero…

– Es mucho mejor que nada -dijo Alison.

Aquella noche dormí bien. Me desperté al día siguiente, sintiéndome extrañamente descansado y curiosamente enérgico. Cierto que era un trabajo que siempre despreciaría. Cierto que era un paso atrás abrumador desde las deslumbrantes cumbres de la creación de una serie de televisión importante, de moda y sofisticada. Y cierto que sería monótono: dos semanas sí, dos semanas no. Pero podría cumplir con parte de mis obligaciones. Si Max Michaels estaba contento con las primeras seis adaptaciones, quizás Alison podría convencerle para que me mantuviera como un novelador en nómina. Con aquella tarifa, descontando la comisión de Alison y los impuestos, podría seguir pagando a Lucy y liquidar mi deuda con la FRT y la Warner en más o menos dos años.

– Me alegro de verle tan optimista -dijo Matthew Sims durante nuestra siguiente sesión.

– Es que es estupendo pensar que he encontrado una salida.

Pasó una semana. El cheque de Max Michaels llegó a través de Alison. Lo ingresé y transferí inmediatamente el total a la cuenta de Lucy, y le mandé un correo electrónico (finalmente había decidido enfrentarme otra vez al mundo y volver a conectar el ordenador a la línea telefónica) que decía sólo: «Hoy he ingresado en tu cuenta dos meses de pensión. Me gustaría hablar contigo algún día, pero dejo la decisión en tus manos».

La noche siguiente, cuando estaba despidiéndome de Caitlin por teléfono, le pregunté a mi hija si podía hablar con su madre.

– Lo siento, papá, pero dice que no puede ponerse.

No insistí.

Pasaron dos días más y como no había noticias del nuevo guión de Max Michaels, le envié un correo electrónico a Alison, preguntándole si sabía qué pasaba. Ella me contestó diciendo que había hablado con Max Michaels el día anterior y todo estaba bien. De hecho, le había dicho que había hablado con su departamento de derechos para que le mandaran el contrato por Fedex al día siguiente.

Pero al día siguiente, recibí una llamada de Alison y su voz delataba los temblores de las «malas noticias».

– No sé cómo decirte esto… -empezó.

Estaba a punto de decir: «¿Y ahora qué?» pero me callé.

– Max ha anulado el contrato.

– ¿Qué?

– Ha anulado el contrato.

– ¿Por qué?