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No me había costado mucho tomar la decisión de quedarme en la casita de Willard. No tenía muchas opciones de alojamiento, y por suerte, mi necesidad de cobijo coincidía con la decisión de Willard de quedarse en Londres seis meses más.

– Tiene una revisión de otra película, y parece que le gusta el encanto grisáceo de la ciudad, de modo que puedes quedarte en la casa hasta Navidad -dijo Alison, cuando me llamó para contármelo-. En realidad está encantado de tenerte como inquilino, y no te va a cobrar nada, sólo los gastos.

– Me parece justo.

– También quería que te dijera que cree que lo que te ha sucedido es una exageración y está mal. Incluso ha escrito a los organizadores del Emmy para decirles que se han comportado como una pandilla de capullos.

– ¿En serio ha utilizado esas palabras?

– Aproximadamente.

– Cuando vuelvas a hablar con él, dile por favor que le estoy muy agradecido. Es el primer golpe de suerte que tengo desde hace tiempo.

Pero mi racha de suerte tuvo una vida breve. Al día siguiente, me cayó una bomba de megatones en el regazo cuando por fin me puse en contacto con Bobby Barra.

Le llamé al móvil. Me pareció un poco titubeante cuando oyó mi voz.

– Hola, chico, ¿cómo va? -preguntó.

– He tenido tiempos mejores.

– Sí, me he enterado de que son tiempos duros para ti.

– ¿Sabes hasta qué punto?

– Saliste en la prensa de Londres y París, incluso en Hong Kong.

– Me alegro de saber que soy una sensación internacional.

– ¿Desde dónde llamas ahora?

Le expliqué que Sally me había echado y que Alison me había encontrado un refugio en la costa.

– Chico, estás con la mierda al cuello -dijo Bobby.

– Yo no lo habría dicho mejor.

– Bueno, mira, siento no haberte llamado, pero ya sabes que estaba en Shangai para el lanzamiento del motor de búsqueda. Y sé que me llamas para saber cómo han ido tus OPI.

Empezó a sonar una alarma en mi cabeza.

– ¿Qué tiene que ver la OPI conmigo, Bobby?

– ¿Que qué tiene que ver contigo? Vamos, fuiste tú el que me dijiste que invirtiera toda tu cartera en esa OPI.

– Nunca he dicho tal cosa.

– ¿Cómo que no? ¿Recuerdas la conversación que tuvimos cuando te llamé hace un par de meses para darte el informe de tu cartera para el último cuatrimestre?

– Sí, me acuerdo.

– ¿Y qué te pregunté?

Me preguntó si quería ser uno de los pocos privilegiados que podrían invertir de verdad en una OPI segurísima para un motor de búsqueda asiático; un motor de búsqueda que con toda garantía sería el artículo número uno en China y el Sureste Asiático. Y con mi privilegiada memoria para los detalles lúgubres, recordé la conversación completa en aquel momento.

«Es algo como Yahoo con ojos sesgados», había dicho él.

«Siempre tan políticamente correcto, Bobby.»

«Oye, estamos hablando del mercado virgen más grande del mundo. Y es la oportunidad de entrar en él a lo grande. Pero tengo que saberlo en seguida…, ¿te interesa?»

«Por ahora nunca me has aconsejado mal.»

«Buen chico.»

Mierda, mierda, mierda. Bobby pensó que aquello era una orden para vender.

– ¿Es que no lo era? -me preguntó Bobby-. Te pregunté si te interesaba. Contestaste que sí. Creí que eso significaba que querías.

– Pero no te dije que transfirieras toda la puta cartera…

– Tampoco me dijiste lo contrario. Para mí, «sí» significa «sí».

– Y para mí, no tenías derecho a transferir ninguna acción mía sin mi aceptación por escrito.

– Eso es una gilipollez y lo sabes. ¿Cómo te crees que funciona el mundo de los agentes de bolsa? ¿Con un cortés intercambio de documentos? Éste es un juego que cambia cada treinta segundos, o sea que si alguien me dice que venda…

– No te dije que vendieras…

– Te hice una oferta para participar en la OPI y aceptaste.

– Lo que hiciste es ilegal.

– No lo es. Y si lees el acuerdo que firmaste con mi empresa cuando te hiciste cliente, verás que hay una cláusula que nos autoriza a comprar o vender acciones en tu nombre con tu consentimiento verbal. Pero si quieres denunciarme a la comisión, por mí adelante. Se reirán de ti en el juzgado.

– No me lo puedo creer.

– Oye, no es el fin del mundo, sobre todo porque, hace nueve meses, te prometí que el precio de las acciones se cuadruplicaría, lo que significa que no sólo recuperarás la pérdida inicial del cincuenta por ciento del valor de los títulos.

Tres alarmas se encendieron en mi cabeza.

– ¿De qué cojones estás hablando?

No perdió la calma.

– He dicho que dado el momentáneo bajón de las acciones de tecnología, la OPI inicial no fue tan bien como esperábamos, y más o menos la mitad de tus acciones se han perdido.

– No puede ser verdad.

– ¿Qué puedo decir, excepto que son cosas que pasan? En fin, todo esto es un juego, ¿no? Yo intento minimizar el riesgo, pero a veces el mercado se vuelve loco durante un tiempo. La cuestión es que esto no es un desastre. Ni mucho menos. Porque a estas alturas del año que viene, estoy seguro de que verás…

– Bobby, a estas alturas el año que viene, estaré en la cárcel por deudas. Debo un cuarto de millón a Hacienda, y la FRT y la Warner están a punto de exigirme, en el mejor de los casos, la misma cantidad de dinero. ¿Comprendes lo que acaba de pasarme? Me han anulado todos los contratos. Se me considera un intocable en Hollywood. El único dinero que tengo en el mundo es el dinero que invertí contigo. Y ahora me dices…

– Lo que te digo es que no pierdas la cabeza.

– Y yo lo que te digo es que tengo diecisiete días para pagar la deuda de Hacienda. Como saben todos los estadounidenses. Hacienda no es muy paternalista cuando te retrasas en un pago. Son los peores acreedores del planeta.

– ¿Qué quieres que haga?

– Devolverme todo mi dinero.

– Tendrás que tener un poco de paciencia.

– No puedo tener paciencia.

– No puedo darte lo que quieres. Al menos no inmediatamente.

– ¿Y qué puedes darme inmediatamente?

– El valor actual de tu cartera, que está alrededor de los doscientos cincuenta mil.

– ¡Eres un italiano de mierda!

– Eh, nada de ofensas personales.

– ¿Me has arruinado y no puedo meterme contigo?

– Creo que eres tú el que se ha arruinado. Como he intentado decirte una y otra vez, si dejas el dinero donde está nueve meses más…

– No tengo nueve meses más, maldita sea. Tengo diecisiete días. Y cuando haya pagado a Hacienda, no me quedará nada. ¿Lo entiendes? Nada de nada.

– ¿Qué puedo decir? El azar es el azar.

– Si hubieras sido claro conmigo…

– Fui claro contigo, imbécil -dijo, enfadado de repente-. Enfréntate a la realidad. Si no hubieras sido tan estúpido para hacer que te despidieran por robar líneas de otros autores…

– Que te jodan, que te jodan, que te jodan…

– Se acabó. Hemos terminado. Literal y figuradamente. No quiero trabajar contigo. No quiero tener tratos contigo.

– Por supuesto que no, ahora que me has jodido.

– No pienso seguir hablando. Sólo tengo una última pregunta para ti: ¿quieres que liquide todas tus acciones?

– No tengo elección.

– Entonces es una afirmación.

– Sí, véndelo todo.

– Bien. Está hecho. Tendrás el dinero en tu cuenta mañana. Fin de la historia.

– No me llames nunca más -dije.

– ¿Para qué iba a llamarte? -preguntó Bobby-. No trato con perdedores.

Naturalmente, mi sesión del día siguiente con Matthew Sims empezó con un cuestionamiento de esa última frase.

– ¿Se considera un perdedor? -me preguntó.

– ¿Usted qué cree?

– Dígamelo usted, David.

– No sólo soy un perdedor. Soy una zona catastrófica. Me lo han arrebatado todo, todo. Y todo por culpa de mi propia estupidez, mi egoísmo.

– Está otra vez en la pauta del odio hacia sí mismo.

– ¿Qué espera? No sólo he perdido mi trabajo, a la mujer de mi vida, y el contacto personal con mi hija…, ahora también me enfrento a la bancarrota económica.